D. José Guerra Campos
El octavo día
Editorial Nacional, Torrelara, Madrid, 1973

Se quejan de que en ciertos institutos superiores de la Iglesia, donde se adoctrina a sacerdotes y religiosos de toda España, no faltan docentes que suplantan, a veces, el dogma católico, e inyectan en sus alumnos desamor y desprecio hacia la paternidad magisterial del Papa y los obispos, como si la adhesión religiosa al magisterio fuese un mero residuo de mentalidad mágica. Los alumnos de una facultad eclesiástica de cierta ciudad española acaban de alegar ante su obispo que afirmaciones publicadas por éste, en defensa de la fe y la moral, «chocan abiertamente -son sus palabras- con lo que se enseña en nuestra facultad».

Los que padecen de cerca estas situaciones no pueden aquietarse con declaraciones evasivas, y menos si con ellas se extiende sobre las llagas un manto de optimismo apologético, mientras la infección sigue adelante. Esta pasividad les conturba; algunos llegan a decir que les parece un encubrimiento.

Los que acuden al episcopado con estas quejas no discuten de pormenores opinables; no tratan de imponer sus gustos; no restringen la libertad de nadie. Sólo piden no ser engañados. Quieren recibir de la Iglesia -para ellos y para sus hijos- la verdadera doctrina de la fe. No atacan; se quejan, se defienden. Es su derecho y su deber. Llamarles lindezas, tales como «inmovilistas», por mucho que se pondere el valor medicinal de los insultos, no pone remedio a la injusticia.

«Tú eres piedra», dijo el Señor. He aquí el fundamento, he aquí el remedio: apoyarse en la roca, no dejar la nave de Pedro, asimilar el catecismo, el Credo de Pablo VI y su catequesis semanal; ante los abusos, acudir filialmente al obispo propio y a la Santa Sede.

Y nunca sucumbir al desaliento. En el mismo San Pedro hallamos un precedente y un modelo para las horas de debilidad. Su amor a la persona de Jesús le salvó siempre de su propia desorientación. En Cafarnaún, al producirse entre los discípulos desconcierto, vacilación y desbandada, Pedro dijo unas palabras que son de las más emocionantes y sensatas de la historia; las más adecuadas cuando la fe parece debilitarse o es todavía un balbuceo:

«¿También vosotros os queréis ir?” -preguntó Jesús a los doce-. «Señor -respondió Pedro-, ¿a dónde quieres que vayamos? ¡Sólo Tú tienes palabras de vida eterna!» (6).

(26 de junio de 1972).

NOTAS:

(6) Jn. 6, 67-68.