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11 -¿Puede aclararse mejor la finalidad de la vida del hombre, con comparaciones asequibles?

Sí, nos serviremos de lo que bajo el título «El tres de septiembre», escribe Giovanni Papini, en su obra «Palabras la fotoy sangre». Dice Papini: «También el 3 de septiembre me senté en la hierba y, cuando un pescador llegó cerca de mí, preparó su red y se dispuso a engañar también aquel día a los ridículos peces, pensé que podía empezar mi obra. Me levanté para acercarme a aquel hombre. No llevaba en la mano absolutamente nada. En el bolsillo llevaba un libro, pero no tenía ningunas ganas de leer. El pescador no me miró. Era un joven bajo, de cara quemada y boca enorme. No parecía inteligente, pero no tenía derecho de preguntarle también esto. Se agachó y lanzó la red al agua. Empezaba la espera soñolienta del hombre que no piensa en la muerte. Todo estaba tranquilo: solamente las feas moscas, que adivinaban la tempestad, giraban a nuestro alrededor sin reposo. ¿Por qué esperar más? Hice la pregunta que tenía que repetir tantas veces: -¿Por qué hace esto? El joven me miró con la expresión que yo ya me había imaginado antes de hablar: entre el asombro y la compasión. Pero no respondió. Tuve que repetir la pregunta. En aquel momento, no podía soportar el silencio. Entonces el joven sonrió con su gran boca y repuso:

 

-Para coger peces.

-¿Y por qué quiere coger peces?

-Para venderlos.

-¿Y qué hace con el dinero que le dan?

-Compro pan, vino, aceite, vestidos, zapatos y todo lo demás.

-¿Y por qué compra todo esto?

 

El joven se quedó sin saber qué decir. También esta vez tuve que repetir la pregunta, mirándole fijamente. El se volvió a ambos lados, casi como si escuchara el silencio. Acaso empezaba a sospechar, pero contestó:

 

-Para vivir.

-¿Pero por qué –repliqué rápido- quiere vivir?

 

La maravilla y la alegría del pescador crecieron, a este punto, sin medida. Ahora creía saber quién era yo y, aunque no me consideraba peligroso, no sabía cómo terminaría todo aquello. Yo no tenía ninguna razón para interrumpir el coloquio. Por eso repetí con nueva obstinación la pregunta y miré con dureza al acusado. El joven intentó sonreír con desprecio:

 

-Vivo porque he nacido.

-Pero ¿para qué fin vive?

-¿Para qué fin? ¿Qué entiende por fin? –Quiero decir: ¿cuál es para usted la cosa más importante de la vida?

-Ya entiendo. Mi fin es éste: pescar.

 

Callé, y al cabo de unos minutos, me levanté. Era inútil seguir. Habíamos vuelto al principio. La simplicidad de aquel bruto había cerrado el anillo… Me alejé despechado

por la orilla, pisoteando las florecillas debilitadas y la hierba poco fresca. Detrás de las ramas salían gritos rabiosos de niños. En un cierto punto el espeso seto se interrumpía por una cancela de madera. La empujé y entré en el campo, adentrándome con la cabeza

baja por el sendero blando. Había visto ya, a la izquierda, a un campesino que cavaba y me dirigí directamente hacia él. El me había visto ya y, desde debajo del ala sucia de su sombrero de paja, me miraba con recelo. Se acercaba la vendimia y todos estaban armados contra los ladrones de uva. El silencio de la tarde estaba interrumpido bruscamente por los resonantes disparos tirados al desconocido. Cuando estuve cerca del campesino, le miré. A sus pies, la tierra húmeda y arenosa aparecía removida con calma, y se preparaba para otros regalos. La tierra abierta me conmueve como un dolor, pero no podía por menos de repetir mi pregunta:

 

-¿Por qué hace esto?

 

El campesino me miró con sus ojos inquietos y repuso:

 

-Para que nazca el trigo.

– ¿Y para qué quiere que nazca el trigo?

-Para hacer pan.

-¿Y por qué tiene necesidad de hacer pan?

-Para vivir.

-Pero, ¿para qué vivir?

 

A esta pregunta el hombre bajó la cabeza y reanudó su paciente trabajo. El pie desnudo se apoyó de nuevo sobre el hierro, y la tierra se rompió y se hizo más oscura de repente. Repetí varias veces la pregunta, pero, como respuesta, sólo obtuve algunas malas miradas… El viento seguía riendo alrededor de mi cabeza. Me quité el sombrero y miré al cielo. Agucé el oído al sonido quejumbroso de la sirena de una fábrica. Tuve que volver a tomar el sendero y salir del campo. ¡Qué bella me pareció el agua en aquel momento! Anduve todavía un poco por la orilla, buscando con los ojos al tercer acusado. Los sauces, alineados en cuatro hileras, me acompañaban despacio e intentaban repetir las frases del viento. Había un prado cerca y, en el prado, una niña vestida de rojo estaba agachada cogiendo las últimas flores del verano. Yo deseaba solamente un ser,

pequeño o grande, que supiera hablar. ¿Qué me importaba todo lo demás? La niña era rubia, era pequeña, acaso era estúpida. Me bastaba que no fuera muda y no huyera. La llamé desde lejos, como se llama a los perros. Ella levantó su carita de las flores, me miró sonriendo y dio un paso o dos hacia mí. Apenas estuve a su lado, repetí la necesaria pregunta:

 

– ¿Por qué haces eso?

La niña no se hizo rogar y contestó en seguida:

– Para hacer un ramo a la Virgen.

– ¿Y por qué quieres hacer un ramo a la Virgen?

– Para que se acuerde de mí.

– Pero, ¿por qué quieres que se acuerde de ti?

– Para que me prepare un sitio en el Paraíso, cerca de Ella, para cuando yo esté muerta.

 

Bastaba traducir a lo absoluto las palabras de la niña rubia y eran una respuesta a lo que yo había preguntado. ¿Por qué actuaba de aquella manera la niña vestida de rojo? Para lograr el Paraíso. Vivía, pues, para prepararse a la muerte. Esta es una respuesta; una respuesta como no supieron darme los dos grandes ladrones del agua y de la tierra». O sea, el fin del hombre no son las cosas materiales, ni tampoco otra persona humana, ni siquiera la colectividad, la humanidad. Esas finalidades son tan chatas y pequeñas que no sacian el corazón humano. Venimos de Dios y sólo Dios puede darnos la felicidad. Y nos la da con la gracia santificante en esta vida que se convierte después en eternidad feliz.