El hombre debe usar las cosas en tanto en cuanto le ayudan para alcanzar su fin y tanto debe privarse de ellas en cuanto le impiden alcanzar su fin.
La razón única del uso de las cosas es alcanzar mi perfección cristiana en la tierra y la salvación eterna en el Cielo. Si en lugar de usar las cosas para alcanzar nuestro fin, las hacemos nuestro fin, nos convertiremos en esclavos de las cosas. Nuestro desprendimiento de las cosas deberá llegar a no estar preocupados de lo que vayamos a comer o beber, o que vestimos; eso lo buscan ansiosamente “las gentes de este mundo”. Y nuestro Padre celestial sabe que necesitamos de ellas (Lc 12,30).
Se pueden usar todas las criaturas, pero sin dejar descansar nuestros corazones en ningún bien creado. Usar de esta creación maravillosa sin afectos desordenados. “Quiero que viváis sin preocupaciones” (1 Cor 7,32-34). El uso de las criaturas debe estar determinado por el amor a Dios y al prójimo. El ejercitante que ha puesto en su corazón un altar al Altísimo, es plenamente consciente de que sólo tiene valor lo que es agradable a Dios: “Usad de este mundo como si no lo usarais verdaderamente” (1 Cor, 7,31).
San Juan de Ávila: “Corta ese modo de pensar; quitad esa raíz y tendrás paz y alegría. Apártate de lo que tú quieres; rígete por solo el parecer de Dios, sigue a Cristo. ¡Triste de ti; que cuando se hace el parecer de Dios, te pesa; y cuando se hace lo que tú quieres, te agrada! Cuando piensas que se ha de hacer la voluntad de Dios, temes; y cuando lo que la tuya quiere te alegras. Había de ser al revés. ¿No estás mejor arrimado a Dios, que arrimado a ti?”
¿Cómo debe usar el hombre las cosas creadas? Como el pianista usa las teclas del piano. Las cosas creadas nos ayudan a conocer y amar a Dios: contemplándolas, usándolas, obteniéndose de ellas. Por la contemplación de las criaturas nos elevamos a la contemplación de Dios. Todas las criaturas son por su misma naturaleza obras, manifestaciones, noticias de Dios: “Pasó por estos prados con presura dejando su hermosura”.
Dos libros escribió Dios para nuestra instrucción, “liber creaturae et liber scripture”. “Cosa es sorprendente que el hombre no alabe de continuo a Dios, cuando todas las criaturas le invitan a alabarle” (San Agustín).
Nuestro Señor: “Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios” (Mt. 5,8). “El espíritu humano, menos esclavo de las cosas, puede elevarse más fácilmente al culto y contemplación del Creador” (Gaudium et Spes 5, 1 24).
Usar las criaturas para conseguir nuestro fin próximo y último. Las criaturas no son fin, sino medio. El fin se apetece por sí mismo, por su propia bondad: la salud, la verdad… El medio se apetece no por su propia bondad, sino porque es útil para conseguir el fin: la medicina. San Agustín: “El extravío de la vida está en usar mal las criaturas”. La naturaleza caída nos dice “¡goza!”; la razón: “¡usa!” Terrible dilema usar de las criaturas desordenadamente o usarlas rectamente.
“Mi mayor iniquidad es el dejarme dominar de las cosas que he de usar” (San Agustín). Nuestra norma de actuar no ha de ser al afecto desordenado, el sentimentalismo o el gusto. Hemos de obrar siempre por motivos racionales y sobrenaturales: fe, esperanza, caridad, humildad, obediencia.
Llegamos a conocer, servir y amar a Dios absteniéndonos de las criaturas. La naturaleza nos inclina con terrible impulso a amar y buscar lo agradable, lo dulce, lo honroso; y, por el contrario, a rehuir y esquivar estudiadamente lo desagradable, lo amargo, lo humillante. La razón nos dice que debemos dejar lo que nos aparta de nuestro fin. La fe lo confirma. San Agustín decía: “Mientras el alma desea las criaturas tiene hambre continua, porque aunque cuando logre lo que la criatura pretende, permanece vacía, porque nadie hay que la llene sino tú, Señor, a cuya imagen ha sido creada”.
Quien quiera seguir a Cristo debe dejarlo todo. “Ve vende cuanto tienes, dáselo a los pobres y tú sígueme”. Pobreza de espíritu y pobreza de bienes creados, la pobreza evangélica. Y, sobre todo para seguir a Cristo debemos dejar nuestro “yo”: nuestra soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia y pereza: “Quien quiera seguirme que coja su cruz cada día y me siga”.
La templanza me impone una norma inflexible: debo abstenerme de todo lo que es vicioso. La sobriedad es una muralla, donde no puede entrar el pecado. Tenemos un conjunto de cosas que no están prohibidas por la moral católica, que son lícitas, pero que también debemos abstenernos de ellas por amor de Dios y perfección de nuestras almas. Así alcanzamos un tesoro de meritos para la vida eterna.
Contracorriente