12 -Así pues, ¿cuándo se hace diana de verdad en el problema de nuestra vida?
Cuando el hombre es hombre de verdad, cumpliendo todos los deberes propios, familiares, profesionales, sociales. Y, presidido por una vida en gracia de Dios, y con intención recta de hacer su voluntad, nos consigue la salvación de nuestra alma. Dios quiere que seamos eternamente felices. Depende de nuestra respuesta a su plan. Por esto salvar el alma es lo más personal, potestativo, importante, para cada hombre. De él depende la felicidad eterna o la eternidad en el infierno.
Con la gracia santificante, en cualquier estado y situación, podemos honradamente cumplir todos los deberes. Sin la gracia, incluso en lo humano y temporal, el hombre es impotente para llegar al colmo de sus obligaciones. Recordemos la frase de Chesterton: «Quitad lo sobrenatural y sólo os quedará lo antinatural».
Nuestro entorno lo demuestra. Ni la técnica, ni la cultura, ni la comunicación entre los pueblos, ni el confort, bastan para que los hombres sean mejores. Muchas veces, estos mismos medios, en sí indiferentes, se convierten en crueldades y degradaciones. No hay humanismo sin Dios. No hay plena honradez sin gracia. No hay hombre verdadero, realizado, sin la aspiración de seguir a Jesucristo, Redentor y Rey de todos los hombres. Una quinteta muy antigua expresa esa verdad elocuentemente: «La ciencia más alabada -es que el hombre bien acabe; – porque al fin de la jornada – aquel que se salva sabe, – y el que no, no sabe nada».
13 -¿Cómo se explica que tantos hombres vivan al margen de estas verdades?
Lo detecta Pablo VI con estas palabras: «El desequilibrio primero y más común es el de no pensar, y frecuentemente de no creer, en nuestra vida futura, en la que sigue después de nuestra muerte corporal. La vida presente sería entonces la única que nos ha sido dado gozar y sufrir. La reducción radical de nuestra existencia actual dentro de los límites del tiempo, como nos enseña a hacer el secularismo hoy de moda, en la práctica, llega a negar la inmortalidad del alma, a insinuar la indiferencia sobre nuestro destino futuro, a afirmar la exclusiva importancia del tiempo presente, del instante que pasa… El discurso sobre el paraíso y sobre el infierno no se escucha. ¿En qué se convierte, o en qué se puede convertir el escenario del mundo sin esta conciencia de una relación obligada a una justicia trascendente e inexorable? ¿Y cuál puede ser el destino fatal, existencial, personal de cada uno de nosotros, si Cristo, hermano, maestro y pastor de nuestros días mortales se erige de verdad en juez implacable en el umbral del día inmortal?» (28-IV-1971).
14 -El infierno, exactamente, ¿es una realidad?
Una verdad de fe, bíblica, ciertísima. Cuando a Jesucristo le preguntaron sobre los que se salvan, respondió:
«Procurad con empeño entrar por la puerta estrecha; porque muchos, os lo aseguro, tratarán de entrar y no lo lograrán» (Le., XIII, 24). Esto está revelado. Y Dios no nos engaña. Y añadimos este comentario de Fulton J. Sheen: «Me preguntarán algunos: ¿Cómo puede ser Dios tan vengativo, para condenar a las almas al infierno? Hay que recordar que Dios no nos sentencia al infierno, que en realidad nos condenamos nosotros mismos. Cuando la jaula se abre, el pájaro vuela hacia lo que ama; cuando nuestro cuerpo muere, volamos ya sea hacia una eternidad de amor de Dios, o una eternidad de odio de Dios… El infierno se encuentra al pie del monte del Calvario; y ninguno de nosotros puede descender al infierno sin pasar antes por ese monte donde está el Hombre-Dios glorificado, con los brazos abiertos para el abrazo, la cabeza inclinada para el beso, y el corazón abierto al amor. No me parece difícil comprender que Dios prepare un infierno para aquellos que desean odiarse eternamente, por haber odiado a Cristo. Pero sí me parece difícil comprender por qué ese mismo Dios había de morir sobre una Cruz, para salvar mi indigna persona de un infierno que mis pecados tan justamente merecen» (Conozca la religión», pág. 150-152).
15 -¿Qué caminos tiene el cristiano para salvarse?
Tiene a Jesucristo, Dios y Hombre verdadero, que con su Redención nos ha alcanzado la gracia. Y por Jesucristo, contamos con la Santa Misa, los Sacramentos, la mediación maternal de María, la Iglesia católica, y cada uno con su desarrollo personal en la familia, en la profesión, en el estado -sacerdote, soltero, casado en que está colocado, en la integración del designio de Dios formando el Cuerpo Místico, y en comunión unos con otros para completar la obra de la creación con el trabajo y la inteligencia, con una unidad misteriosamente real, y con una diversidad hermosamente comunitaria, al servicio de todos los hombres y, sobre todo, de la santificación personal, sin olvidar la impregnación de la Ley divina y del Evangelio en las estructuras, ambientes y relaciones sociales. Estas son las metas de la persona y de la sociedad. Aquí se encuentra la santidad propia y el bien de los demás. Aquí se enlaza la conciencia perfectamente ordenada
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