San Ignacio dice que: “es menester hacernos indiferentes a todas las cosas criadas, en todo lo que es concedido a la libertad de nuestro libre albedrío y no le está prohibido; en tal manera que no queramos de nuestra parte, más salud que enfermedad, riqueza que pobreza, honor que deshonor, vida larga que corta y por consiguiente en todo lo demás, solamente deseando y eligiendo, lo que más nos conduce para el fin que somos criados”, que coincide siempre con lo que más agrada al Señor. Por tanto se debe evitar cuanto se piense, quiera, diga y haga que no vaya dirigido por la suprema razón de dar gloria a Dios.
El ejercitante, con la ayuda de la gracia divina, debe trabajar para llegar a la perfecta indiferencia respecto a las criaturas, no teniendo preferencias por ninguna por motivos puramente humanos. Deseando elegir sólo lo que más conduce a servir a Dios y a la propia santificación. Disposición del alma que se alcanza convirtiendo en amor a Dios todo el amor que sentimos naturalmente por las criaturas. La indiferencia se limita a las cosas puramente indiferentes o buenas en sí, antes de que se conozca la voluntad de Dios sobre ellas. Para lograrla hay que purificar el corazón de afecciones desordenadas, que todos nuestros afectos estén dirigidos a nuestro último fin, la felicidad eterna.
El beato Juan XXIII decía que la consideración de la indiferencia es esencial, de tal modo, que sin esta meditación no son verdaderos Ejercicios Espirituales. Abraham es un ejemplo claro de total indiferencia entre la voluntad de Dios (Gen 12,1) “Cualquiera de vosotros que no renuncia a todos sus bienes, no puede ser mi discípulo” (Lc. 14,33). Y Jesús añade: “Nadie que haya dejado casa, mujer, hermanos, padres o hijos por el Reino de Dios, quedará sin recibir mucho más al presente y, en el tiempo venidero, la vida eterna” (Lc 18,30) y San Marcos concreta que recibirá: “el ciento por uno al presente, en casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y campos, con persecuciones y la vida eterna en el venidero” (Mc.10,30).
“El hombre, redimido por Cristo y hecho nueva criatura en el Espíritu Santo, puede y debe amar las cosas creadas por Dios. De Dios las recibe, y como procedentes de la mano de Dios, las mira y las respeta. Por ellas da gracias a su Bienhechor, y al hacer uso y disfrutar de todo lo creado en pobreza y libertad de espíritu, llega a posesionarse verdaderamente del mundo, como quien no tiene nada, pero lo posee todo” (cf 2 Cor 6,10: Todo es vuestro: vosotros de Cristo y Cristo de Dios (cf. Cor. 3, 22-23) Gaudium et Spes 37,4).
“El hombre, inmerso en esta batalla, tiene que combatir continuamente para seguir el bien, y sólo con grandes trabajos y con la ayuda de la gracia de Dios puede obtener la unidad dentro de sí mismo”(Gaudium et Spes 37,2).
En hacer las cosas necesarias y rechazar las perjudiciales para conseguir nuestro fin no hay indiferencia, sino determinación. En las demás cosas debemos procurar estar indiferentes. Lo cual no supone ni exige insensibilidad ni apatía, sino dominio suficiente para no dejarme guiar por las afecciones desordenadas sino por la razón iluminada por la fe, cueste lo que cueste. La indiferencia trae consigo paz, santidad, salvación eterna. Sin la indiferencia no progresaremos en el camino de la santidad. Una motita en el ojo impide ver con claridad; un hilillo atado a la pata, impide que el pájaro vuele.
“Enséñame Señor, a hacer siempre y en todo tu voluntad” (Salmo 142,10). San Pablo: “¿Señor qué quieres que haga?”(H. 9,6). “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”. La indiferencia no es una disposición pasiva, sino eminentemente activa y operativa que libra del alma de las criaturas para que pueda elevarse a Dios, haciendo siempre lo “que sintiere ser más gloria y alabanza de Dios Nuestro Señor y salvación del ánima” (San Ignacio).
Estando muy enferma, se le apareció el Señor a santa Gertrudis con rostro muy alegre. Llevaba en la mano derecha la salud y en la izquierda la enfermedad:”¡Elige!”. La santa cerrando los ojos se hecho en los brazos del Señor, que estaban abiertos: “No quiero ni salud ni enfermedad sino únicamente ese vuestro corazón y que vuestra voluntad se cumpla siempre perfectamente”.
San Ignacio termina el Principio y Fundamento así: «Solamente deseando y eligiendo lo que más nos conduce para el fin que somos criados”. Es el santo del más, más, más, más. Grandes deseos, pero que no se queden en deseos, sino elijamos y pongamos en práctica siempre lo que más me conduce a mi santificación eterna. Cuando vemos lo mejor se acabó la indiferencia. Hay que elegir y hacer lo que más gloria da a Dios.
P. Manuel Martínez Cano, mCR

Pingback: Artículos semana (02/04/2013) | Blog del P. Manuel Martínez Cano