París, 7 de septiembre de 1937. 32, Rue Barbet de Jouy (7º)

Eminencia:

Permítase exprese a Vuestra Eminencia y a sus Venerados Hermanos en el Episcopado nuestra gratitud y nuestra admiración, y ruego a V. E. R. perdone el retraso, que ha sido motivado por una prolongada ausencia mía de París.

La carta tan conmovedora que nos ha dirigido es verdaderamente luminosa.

¡Con qué claridad analiza las causas que han acarreado, en vuestra nación, la horrible guerra que aún continúa!

¡Qué servicio prestáis a todas las naciones del mundo, mostrándolas, con la luz de los hechos, a dónde conducen el ateísmo práctico, la relajación de costumbres, el desprestigio de la autoridad y la convivencia de los gobiernos con todas estas doctrinas de destrucción y de muerte!

Es una lección extraordinariamente oportuna la que nos dais, Eminencia.

Bajo esta sangrienta luz nosotros apreciamos mejor los peligros que nos amenazan y vemos con más claridad cuáles han de ser nuestra vigilancia y nuestra acción.

¿No es de toda evidencia que la lucha titánica que en sangrienta hoy el suelo de la católica España es en realidad la lucha entre la civilización cristiana y la pretendida civilización del ateísmo soviético?

Y esto es lo que da a esta guerra una grandeza incomparable y a vuestra actitud un carácter emocionante.

Sí; lo que está en juego en estas luchas es el porvenir de la Iglesia católica y de la civilización que ella fundó; porque no es solamente en favor de la España católica y tradicional por la que han caído vuestros héroes. Si vuestros Obispos, vuestros sacerdotes, vuestros religiosos, vuestras religiosas, vuestros fieles, han muerto a millares; si vuestra patria, tan bella en otros tiempos, ve hoy tantas iglesias incendiadas y destruidas, tantos tesoros artísticos destrozados y dispersos, tantos recuerdos incomparables desaparecidos; si, en una palabra, España ofrece, en esta hora, un sacrificio único en la Historia, es que los enemigos de Dios la habían escogido para que fuese la primera etapa en su obra de destrucción.

Este pensamiento nos conmueve profundamente y suscita en nuestras almas una simpatía y una gratitud que nos es sumamente difícil expresar.

¡Pero, Eminencia, a pesar de tantos dolores y tantas ruinas, una gran esperanza alborea ya para vuestra Patria!

Y ante todo, el heroísmo tan cristiano de vuestros hijos causa la admiración del mundo entero y añade un nuevo esplendor a la gloria de la caballeresca España. Más aún, la gran familia católica recordará a través de los siglos los sacrificios que los hijos de la noble España han decidido hacer para salvar su fe, y ella bendecirá por siempre su memoria.

En fin, la voz de vuestros millares de mártires, que es oída constantemente por Dios, ¿no atraerá sobre el país donde ellos tanto han sufrido todas las bendiciones del cielo?

Sí, Eminencia; la España del porvenir, siempre “muy cristiana”, siempre fiel, con la aureola de sus mártires, con el perdón generosamente otorgado a sus verdugos, con la unión de todos sus hijos en la obediencia y en la caridad, con un nuevo orden social establecido a la luz de las Encíclicas pontificias, con la gloria “inmarcesible”, en fin, que le ha merecido tanto heroísmo, emprenderá de nuevo, más bella y más confiada que nunca, el camino de sus gloriosos destinos.

Estos son, Eminencia, los votos y las ardientes oraciones de todos los católicos de Francia.

Besando su sagrada Púrpura, me repito de Vuestra Eminencia el más humilde servidor en Nuestro Señor.

            Firmado: † Juan, Cardenal Verdier, Arzobispo de París.