Parte Segunda
DE LA DEVOCIÓN MÁS EXCELENTE
A LA SANTÍSIMA VIRGEN
Motivos de esta perfecta consagración
146. Como por esta práctica se entregan al Señor por medio de su Santa Madre todas las buenas obras, esta buena Señora las purifica, las embellece y hace que su Hijo las acepte.
1.º Las purifica de toda inmundicia de amor propio y de ese apego imperceptible a las criaturas que se desliza insensiblemente en las mejores acciones. Desde el momento que aquellas obras se encuentren entre sus manos purísimas y fecundas, estas manos, que jamás han estado manchadas ni ociosas y que purifican cuanto tocan, despojan el don que se le hace de todo lo que puede tener de corrompido e imperfecto.
147. 2.º Las embellece adornándolas con sus méritos y virtudes. Es como si un labrador, deseoso de alcanzar la amistad y benevolencia de un rey, se fuese a la reina y le presentase una manzana, en la que consistía toda su renta, a fin de que ella la presentase al rey, y aceptando la reina el pequeño regalo del labrador, pusiese la tal manzana en un grande y hermoso plato de oro y la presentase así al rey de parte del labrador; de modo que ya entonces la manzana, que por si era indigna de ser presentada al rey, se habría convertido en un regalo digno de su majestad, en consideración a la bandeja de oro en que estaba puesta y por la persona que la presentaba.
148. 3.º María Santísima presenta estas buenas obras a Jesucristo, porque no guarda para sí nada de lo que se le ofrece; todo lo lleva a Jesucristo. Si se le da algo, se le da necesariamente a Jesucristo; si se la alaba, si se la glorifica, inmediatamente Ella alaba y glorifica a Jesús. Ahora, como en aquella ocasión en que Santa Isabel la alabó, canta cuando se la ensalza y bendice: Magnificat anima mea Dominum (Luc. 1,46).
149. 4.º María hace que Jesús acepte estas buenas obras, por pequeño y pobre que sea el don e indigno del Santo de los santos y Rey de los reyes.
Cuando presenta uno alguna cosa a Jesús por sí mismo y apoyado sobre la propia industria y disposición, Jesús examina el presente, y muchas veces lo rechaza a causa de la mancha de amor propio de que adolece, como en otro tiempo rechazó los sacrificios de los judios por estar llenos de su propia voluntad. Pero cuando se le presenta algo por las manos puras y virginales de su amadísima Madre, lo toma con sumo gusto, no considerando tanto lo que se le da, cuanto que se lo presenta su buena Madre; no mirando la procedencia del don, sino que se lo presenta su Madre. Así, María, que jamás ha sido rechazada, antes bien, siempre bien recibida de su Hijo, hace que Su Majestad reciba con agrado todo lo que, pequeño o grande, le presenta Ella; basta que María se lo presente, para que Jesús lo reciba y le agrade. He aquí el gran consejo que daba San Bernardo a cuantos conducía a la perfección: «Cuando queráis ofrecer alguna cosa a Dios, cuidad de ofrecérselo por las gratísimas y dignísimas manos de María, siempre que no queráis ser rechazados».
150. ¿No es esto lo que la misma naturaleza inspira a los pequeños para con los grandes, como lo hemos visto? ¿Por qué la gracia no ha de conducirnos a hacer lo mismo para con Dios, que está elevado infinitamente sobre nosotros y ante quien somos menos que átomos, teniendo además una Abogada tan poderosa, que jamás ha sido rehusada; tan industriosa, que sabe todos los secretos de ganar el corazón de Dios; tan buena y caritativa, que a nadie rechaza por pequeño y por malo que sea?
Luego expondré, en la historia de Jacob y Rebeca, la figura verdadera de lo que voy diciendo (183 y sigs.).
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