7 – Y, ¿la Iglesia ha hecho suya la enseñanza bíblica como norma de vida social, condenando a los que dicen que la soberanía popular es la fuente del poder?
Ciertamente. Son proposiciones condenadas por la Iglesia las
siguientes: «La razón humana es el único juez de lo verdadero y de lo falso, del bien y del mal, con absoluta independencia de parte de Dios: es ley de sí misma y le bastan sus solas fuerzas naturales para procurar el bien de los hombres y de los pueblos» (Prop. 111). Expresamente está condenada esta proposición: «No siendo la autoridad otra cosa que la suma del número y de las fuerzas materiales» (LX del Syllabus), o sea, que la verdad es todo lo contrario. León XIII, en la «Inmortale Dei», nos dice: «Es necesaria en toda sociedad humana una autoridad que la dirija. Autoridad que, como la misma sociedad, surge y deriva de la naturaleza y, por tanto, del mismo Dios que es su autor. De donde se sigue que el poder público, en sí mismo considerado, no proviene sino de Dios, que es su Autor. Sólo Dios es el verdadero y supremo Señor de todas las cosas. Todo lo existente ha de someterse y obedecer necesariamente a Dios. Hasta tal punto, que todos los que tienen el derecho de mandar, de ningún otro reciben este derecho si no es de Dios Príncipe supremo de todos.» Y así todos los Papas de nuestros tiempos. Juan XXIII, en la «Pacem in terris», declara: «No puede ser aceptada como verdadera la posición doctrinal de aquéllos que erigen la voluntad de cada hombre en particular o de ciertas sociedades como fuente primaria y única de donde brotan derechos y deberes y de donde provenga tanto la obligatoriedad de las constituciones como la autoridad de los poderes públicos.» Pablo VI, en la «Octogésima adveniens», nos dice: «Se olvida fácilmente que en su raíz misma el liberalismo filosófico es una afirmación errónea de la autonomía del individuo».
8 -El sufragio universal, directo, secreto e inorgánico, ¿no es el medio ideal para designar los gobernantes?
Pío IX dijo exactamente estas palabras: «Os bendigo, finalmente, con el objeto de veros ocupados aún en el difícil empeño de suprimir, si posible fuera, o a lo menos de atenuar una plaga horrenda, que aflige a la sociedad humana y se llama sufragio universal… Esta es una plaga destructora del orden social y merecería con justo título ser llamada mentira universal». O sea, que identificar la soberanía política con el resultado de una mayoría electoral, convocada para opinar de todo sin ningún límite doctrinal ni moral, es visceralmente anticristiano. Se contradice en sus propios términos. Pues soberanía significa quien puede imponer obligaciones y leyes. Y la mayoría no puede gobernar. Por tanto, en la mayoría, en la multitud, no radica la soberanía. En cambio, sí que enseña la Iglesia que «los católicos tienen una doctrina diferente, hacen descender de Dios el derecho de mandar, como de su fuente natural y necesaria. Importa sin embargo destacar aquí que aquellos que deben estar a la cabeza de los asuntos públicos pueden, en ciertos casos, ser elegidos por la voluntad de la multitud, sin que contradiga ni repugne a la doctrina católica. Esta elección designa al príncipe, pero no le confiere los derechos del principado. La autoridad no es aada, sino que se determina solamente quién debe ejercerla». (León XIII, «Diuturnum illud», 3 y 4).
9 -Generalmente se opina que sin sufragio universal no hay democracia.
Tal presunción no supone que sea un acierto. El cardenal Pie decía que «el primer ensayo de sufragio universal fue la amnistía de Barrabás y la condena de Cristo». Taine añadía: «Diez millones de ignorantes no
suman un sabio. Un pueblo consultado puede en rigor indicar la forma de gobierno que le gusta. Pero no aquella de la que tiene necesidad. En nuestros días, Salvador de Madariaga ha escrito: «El sufragio universal directo no corresponde a la naturaleza social, porque se funda en la masa, no en el pueblo, y menos en la nación… La masa no es cosa que pueda consultarse, porque sólo es una hembra colectiva, ruda y primitiva, que anhela al macho. La masa no asciende a pueblo hasta que se organiza en instituciones. La nación es un pueblo consciente de sí mismo. Por lo tanto, la nación no es la mera suma aritmética de sus individuos, sino la integración de sus instituciones». y un ensayista tan conocido como Arnold J. Toynbee, escribió: «¿Y es democrático el sistema de partidos en que se basa el Gobierno parlamentario? ¿No nos hallamos, acaso, ante una conspiración -montada por bandas políticas muy bien organizadas y financiadas- cuyo objetivo es privar al electorado de sus derechos constitucionales a elegir a sus representantes con toda libertad?»