12 ¿Podría aclararse mejor este concepto?

Sí, y con palabras de Juan XXIII: «Es necesaria una reestructuración de la convivencia social mediante la reconstrucción de los grupos intermedios autónomos de finalidad económica y profesional, no impuestos por el Estado sino creados espontáneamente por sus miembros» (<<Materet Magistra»). Esto es lo que se llama el principio de subsidiaridad, o sea, que «así como es ilícito quitar a los particulares lo que con su propia iniciativa y propia industria puedan realizar, para encomendarlo a una comunidad, así también es injusto y, al mismo tiempo, de grave perjuicio y perturbación del recto orden social, abocar a una sociedad mayor y más elevada lo que pueden hacer y procurar asociaciones menores e inferiores. Toda intervención social debe, en consecuencia, prestar auxilio a los miembros del cuerpo social, nunca absorberlos ni destruirlos» (<<Quadragesimo Anno», de Pío XI; «Mater et Magistra», de Juan XXIII). Con la subsidiaridad, se salva la iniciativa, la personalidad y la autonomía debida a las profesiones y grupos intermedios, pues el Estado no debe destruir ni anular lo que pueden hacer los individuos y los cuerpos sociales. Solamente es admisible la intervención estatal, cuando los inferiores no tienen capacidad de realizar aquella función. Entonces, con la subsidiaridad, los municípos, las empresas, las regiones, gozan de verdadera descentralización y decisión. Se corta realmente todo totalitarismo. Y se evitan los males inevitables del liberalismo, de los partidos políticos indiscriminados, del sufragio universal despótico, porque se encaja a cada uno en su lugar natural.

 

13 –Si esestablecido el sufragio universal, ¿qué debe hacer un católico ante unas elecciones?

Se debe saber que el sufragio universal siempre es una desgracia. Con Pío XII repetiremos: «La vida de las naciones está disgregada por el culto ciego del valor numérico» (Alocución a los dirigentes del Movimiento Universal pro-Confederación Mundial en 1951). Dado el caso de tener que aguantar una situación tan calamitosa, el católico debe votar el partido que ofrezca mejores garantías en defensa de su fe y del bien común. Pero no debe olvidar que su objetivo es alcanzar que se entienda que ésta no es la forma de gobernar cristianamente la sociedad. Lejos de todo totalitarismo, el católico ni puede caer en la herejía liberal ni en la herejía socialista. Y debe colaborar, en lo que cabe a su proyección, para que «toda la actividad política y económica del Estado esté ordenada a la realización permanente del bien común, es decir, del conjunto de condiciones exteriores necesarias a los ciudadanos para el desarrollo de sus cualidades, en los planos religioso, intelectual, moral y material» (Pío XII, Mensaje de 5 de enero de 1942). Y, simultáneamente, mantener bien alta esta convicción: «El Estado no contiene en sí ni reúne mecánicamente en determinado territorio una amorfa aglomeración de individuos; es él, y debe ser en realidad, la unidad orgánica y organizadora de un verdadero pueblo» (Pío XII, Radiomensaje de Navidad de 1948).

 

14 -No obstante, después del Vaticano 11, la democracia parece obligatoria para los católicos.

Da la casualidad que la palabra democracia no se encuentra citada ni una sola vez en ningún documento del Concilio. Es significativo, ¿verdad? Y nos dice el Vaticano II: «La comunidad política nace, pues, para buscar el bien común, en el que encuentra su justificación plena y su sentido y del que deriva su legitimidad primigenia y propia. El bien común abarca el conjunto de aquellas condiciones de vida social con las cuales los hombres, las familias y las asociaciones pueden lograr con mayor plenitud y facilidad su propia perfección… Es, pues, evidente que la comunidad política y la autoridad pública se fundan en la naturaleza humana, y, por lo mismo, pertenecen al orden previsto por Dios, aun cuando la determinación del régimen político y la designación de los gobernantes se dejen a la libre designación de los ciudadanos. Síguese también que el ejercicio de la autoridad política, así en la comunidad en cuanto tal como en el de las instituciones representativas, debe realizarse siempre dentro de los límites del orden moral, para procurar el bien común -concebido dinámicamente- según el orden jurídico legítimamente estatuido o por establecer. Es entonces cuando los ciudadanos están obligados en conciencia a obedecer. De todo lo cual se deducen la responsabilidad, la dignidad y la importancia de los gobernantes.» (<<Gaudiumet Spes», 74). Lo que viene a confirmar que la autoridad viene de Dios y que la designación del poder puede realizarse por la participación popular, aunque no con el sufragio universal inorgánico ni la democracia rousseauniana que, por definición, no reconocen el orden moral ni logran el bien común