San Ignacio termina la primera semana de Ejercicios con la meditación del infierno; pero desde el principio, los directorios dicen que se pueden añadir otras meditaciones: la muerte, el juicio… que solían culminar con la meditación del hijo pródigo, a la cual el beato Juan Pablo II solía llamar “la parábola del padre misericordioso”. Nuestro Señor dijo a santa Faustina: “Proclama que la misericordia es el atributo más grande de Dios. Todas las obras de Mis manos están coronadas por la misericordia”. Y en otra ocasión, le dijo: “Antes de venir como juez justo, abro de par en par la puerta de Mi misericordia. Quién no quiere pasar por la puerta de Mi misericordia, tiene que pasar por la puerta de Mi justicia”.

La oración preparatoria es pedir gracia, a Dios nuestro Señor, para que todas mis intenciones, acciones y operaciones sean puramente ordenadas en servicio y alabanza de su divina majestad.

La composición de lugar será, ver con la vista de la imaginación, el lugar corpóreo, donde se halla la cosa que quiero contemplar. Ver al hijo pródigo sentado en una piedra, triste y pensativo, descalzo, rodeado de cerdos que comen las bellotas que a él le está prohibido comer.

La petición propia de esta meditación puede ser alcanzar conocimiento interno de la misericordia de Dios para que, lleno de confianza, echarme en sus brazos, junto a su corazón, como san Juan en la última Cena. Que ya que imité al hijo pródigo abandonando a Dios, viviendo fuera de la Iglesia, le imite en volver a casa para pedir perdón al Señor.

La historia la trae el evangelista san Lucas en el capítulo 15, versículos 11-32, que hemos de leer detenidamente:

El hijo pequeño le dijo a su padre: “Padre, dame la parte de la herencia que me toca”. Petición petulante, pues, hasta la muerte del padre no tenía derecho a nada. Según la ley (Deuteronomio, 21,7) al mayorazgo le correspondía doble parte y al pequeño un tercio. ¿Se marchó de casa con el propósito deliberado de darse a la mala vida? No lo sabemos. Como joven se dejó arrastrar por las ilusiones, los afectos desordenados por las diversiones, vestir a la moda… quería realizarse, quería la independencia de la sujeción paterna.

“Y recogidas todas las cosas se marchó a  un país lejano y allí malbarató toda su hacienda, viviendo disolutamente”. Mientras tuvo dinero no le faltaron amigotes para gastarlo en juergas, pero cuando lo gastó todo se quedó solo con su miseria “Después que lo gastó todo sobrevino una gran hambre en aquel país y comenzó a padecer necesidad”. Sus antiguos compañeros de diversiones se olvidaron de él. ¿Te has entregado tú a toda clase de placeres y diversiones malas? ¿No te independizado de Dios? Reconócelo, has abusado de tus potencias y sentidos para ofender a Dios. Esa injusticia hay que repararla.

El joven desilusionado y triste buscaba algún trabajo y se decidió a ponerse a “servir a un amo de aquella tierra, el cual lo envió a cuidar cerdos”, animal impuro para los judíos. Ni así consiguió saciar su hambre: “allí deseaba con ansia comer las algarrobas que comían los cerdos y nadie se las daba”. No podía haber caído más bajo. Hoy los jóvenes sufren una gran hambre espiritual: les falta el pan de la gracia santificante, del cuerpo de Cristo, de la lectura espiritual… la práctica de las virtudes. Y así los vivios y pecados van corrompiendo las almas. Soberbia, orgullo, lujuria, pereza, gula, envidia, incredulidad, indiferencia, como los cerdos alrededor del hijo pródigo, andan en torno a los que se han olvidado de Dios. Sin embargo, al hijo pródigo le vino bien tanta desgracia y sufrimiento porque reaccionó sensatamente. Si todo le hubiera ido bien, no se habría acordado de su padre y hubiese continuado con su mala vida ¡La necesidad le abrió los ojos!

“Y vuelto en sí, dijo ¡Ay cuantos jornaleros en casa de mi padre tienen pan en abundancia mientras que yo estoy pereciendo de hambre!” ¡Me levantaré! Reconoce y confiesa que se ha hundido en el fango de las afecciones desordenadas, los vicios y los pecados. Con esta resolución se puso en camino: “Iré a mi padre y le diré: Pequé contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo”. Y las lágrimas brotaron con fuerza en sus ojos. “Con esta resolución se puso en camino para la casa del padre”, con los pies a ras de tierra por su debilidad y el temor que le acongojaba sobre la reacción de su padre. Recordaría el día que salió con el bolsillo lleno de dinero, pletórico de vida y el corazón ansioso de placeres. Le parecía dura su sujeción a su padre y volaba en busca de libertad ¡Libertad! Él mismo se echó encima las cadenas de su esclavitud. Se hizo esclavo de sus pasiones desordenadas y de su miseria ¡Jamás me dejaré engañar por Satanás!

Marchaba lentamente: “estando todavía lejos, su padre lo vio y enterneciéndosele las entrañas salió corriendo a su encuentro”. Anciano y casi ciego echó a correr al encuentro de su hijo. Por el corazón del joven pasaron los más terrible presagios, pero cuando vio la cara de su padre llena de ternura, el corazón se le ensanchó y corrió hacia él con indefinible júbilo. Y corriendo se encontraron, el hijo se postró de rodillas y el padre lo “abrazó y cubrió de besos”. “Padre he pecado contra el cielo y contra ti, ya no soy digno de ser llamado tu hijo”. Su padre tapándole la boca con la mano no le dejo terminar. Jesús le dijo a santa Faustina: “escribe que soy más generoso para los pecadores que para los justos. Por ellos he bajado a la tierra… por ellos he derramado mi sangre; que no tengan miedo de acercarse a Mí. Son los que más necesitan mi misericordia. ¡Cuánto deseo la salvación de las almas!”

Abrazado a su hijo, entran los dos en la casa y el padre dice:” Pronto traed la túnica más rica y vestídsela, poner un anillo en su mano y unas sandalias en sus pies, y traed un cordero bien cebado y matadlo, y comamos y alegrémonos porque este mi hijo, que había muerto, ha vuelto a la vida; se había perdido y ha sido hallado. Y se pusieron a celebrar la fiesta”. Entremos nosotros también en la fiesta y dejemos vestir con la túnica de la gracia santificante que nos hace hijos de Dios y herederos del Cielo; coloquemos en nuestra alma el anillo de la caridad, el amor a Dios sobre todas las cosas y al prójimo por amor de Dios. Pongámonos las sandalias de la humildad, sin la cual es imposible llegar al encuentro con Dios. Entremos y participemos del banquete que nos ha preparado nuestro Padre del Cielo: la Eucaristía, el mismo cuerpo, sangre, alma y divinidad de nuestro Señor Jesucristo.

Termina con un coloquio, como el hijo pródigo, a los pies de Cristo crucificado por tu amor y deja que el corazón se llene de amor, confianza y gozo. Porque: “El Señor bien conoce nuestra miseria, que de ella es caer y de su misericordia perdonar… bendito sea el Señor que no tiene en cuenta nuestras miserias para obrar conforme a su infinita misericordia” (Santa Maravillas de Jesús).