En el siglo XII san Bernardo escribía al Conde de Tolosa: «Los hombres mueren diariamente en pecado, las almas humanas comparecen precipitadamente por todas partes en juicio ante el espantoso tribunal de Cristo sin reconciliarse por la penitencia ni fortificarse con el Santo Viático».

Y en su célebre tratado De Consideratione dirigido al Papa Eugenio, su discípulo, se pregunta: «¿Qué es Dios?». Responde: «El castigo de los perversos y también la gloria de los humildes. Pues Él es la regla viva e inteligente de la equidad, inflexible e inevitable porque alcanza a todas partes, a la cual no se puede oponer ninguna maldad sin ser confundida. ¿Y cómo no ha de ser inevitable que toda cosa hinchada y toda cosa falseada se estrelle contra esta regla y quede hecha pedazos? Pero, ¡ay de aquel que se alce en el camino de esta Rectitud que no puede doblegarse ni rendirse, porque es también Fortaleza! ¿Qué puede ser tan opuesto, tan contrario a la voluntad pervertida como estar siempre esforzándose, siempre luchando contra la Voluntad Divina y siempre en vano? ¡Ay de estas voluntades rebeldes, pues el único fruto de sus esfuerzos es el dolor de su oposición! ¿Qué mayor miseria que estar deseando siempre lo que no será nunca? ¿Qué destino puede ser más horrible que el de una voluntad sujeta a una necesidad tan grande de amar y de odiar que ya no puedo amar ni odiar nada sino de un modo perverso o con tanta desventura como malicia? Eternamente le será negado lo que ambiciona y eternamente tendrá que soportar lo que odia… ¿Quién es la causa de todo esto? Nuestro justiciero Señor y Dios quien «con los perversos se mostrará perverso»(Sal 17,27). No puede haber concordia alguna entre la voluntad perversa y la Voluntad que es completamente justa, las dos tienen que estar siempre en discordia. Sin embargo, sólo una de ellas puede sufrir daño y sería blasfemo suponer que ha de ser la Voluntad de Dios. De aquí que se dijera a Saúl: «Es duro para ti dar coces contra el aguijón» (Hech 9,5), duro, fijaos, no para el aguijón, sino para el que da coces contra él.

Dios es igualmente el castigo de los impuros. Pues Dios es luz, y ¿qué cosa es tan inadecuada como la luz para las almas impuras y degradadas? Por consiguiente está escrito: «Todo el que hace el mal odia la luz» (Juan 3,30). Pero pregunto: ¿No pueden ellos esconderse de sus rayos? No, eso es imposible. Pues la luz brilla en todas palies aunque no para todos. Brilla en las tinieblas y las tinieblas no la contienen (Juan 1,5). La luz contempla las tinieblas, porque para ella brillar es ver; pero no es contemplada por las tinieblas, puesto que las tinieblas no la contienen. Por tanto los impuros son vistos para que puedan ser confundidos, pero no pueden ver para que no sean consolados. ¡Oh, en qué horrible posición se encuentran los réprobos, eternamente enfrentados, como así lo estarán, con el poderoso torrente de la justicia inflexible, eternamente expuestos a la luz de la Verdad desnuda! ¿No es evidente que tienen que estar eternamente aplastados, eternamente confundidos? De aquí que leamos en el profeta: ‘Trae sobre ellos el día de la aflicción y con una doble destrucción, destrúyelos, oh, Dios nuestro Señor’ (Jer 17,18)».