El ángel Gabriel, al anunciarle a la Virgen María que iba a ser madre de Dios, le dijo que también su pariente Isabel había concebido un hijo en su vejez. No lo pensó dos veces. La Virgen, impulsada por su caridad sobrenatural, se fue con prisas a la montaña hacia un pueblo de la tribu de Judá. “En aquellos días se puso María en camino y con presteza fue a la montaña, a una ciudad de Judá, y entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Así que oyó Isabel el saludo de María, exultó el niño en su seno, e Isabel se llenó del Espíritu Santo, y clamó con fuerte voz: ¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿De dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí? Porque así que sonó la voz de tu salutación en mis oídos, exultó de gozo el niño de mi seno. Dichosa la que ha creído que se cumplirá lo que se le ha dicho de parte del Señor” (Lc 1,39-45).
La primera gracia que la Virgen Santísima alcanza del Padre celestial es para san Juan, que saltó de gozo en el seno de su madre Isabel y fue santificado y lleno del Espíritu Santo. María Santísima inicia un oficio de Medianera de todas las gracias ¡Que alegría en la casa de Isabel! Isabel y María contemplan las maravillas de Dios.
La Virgen emprende el largo camino, de tres o cuatro días, hasta Ain-Karim. Dios lo quiere y ella no duda ni un instante, aunque el camino es penoso y duro. Y es que el sacrificio es necesario para cumplir siempre la voluntad de Dios.
Compara tus visitas con la de María a su prima Isabel. ¿Son siempre motivadas por la caridad? ¡Cuántas visitas de pasatiempos inútiles! ¡Cuánta crítica y murmuración! El tiempo no es oro, tiempo es gracia, santidad. Tres meses estuvo la Virgen ayudando a su prima. ¿No hay enfermo que visitar? ¿Pobres a quienes ayudar? Con qué amor y ternura contemplaría Isabel a su prima María, haciendo todos los trabajos de ama de casa; acércate a María y dile que te enseñe a ser diligente, cariñoso, caritativo, humilde modesto… No nos paremos en el servicio y amor a Dios y al prójimo.
Todo el canto del Magnificat está como entretejido de textos del Antiguo Testamento. Prueba del profundo conocimiento que la Virgen tenía de las Sagradas Escrituras. Y prueba también de la plena conciencia con que María Santísima aceptó la maternidad del Redentor y su cooperación dolorosa en la salvación de los hombres. El Magnificat es la oración de la Virgen María, como el Padre nuestro es la oración de nuestro Señor Jesucristo. A Rafael Esteru, judío converso, le extrañaba muchísimo que muchos católicos españoles no rezaban el Magnificat. Proclamemos las grandezas del Señor con la Virgen María.
María Santísima visitó en carne mortal al apóstol Santiago en España y se apareció a Juan Diego en México; a Bernardita en Francia; a Lucía, Jacinta y Francisco en Portugal. Y sigue visitando distintos lugares de este valle de lágrimas para consolarnos y animarnos a seguir por el camino angosto y estrecho que lleva a la salvación eterna. Visítanos, Madre, a cada uno de tus hijos e hijas. Muestra que eres nuestra Madre. Te necesitamos, porque el mundo, el demonio y la carne… la soberbia, la vanidad, la lujuria… nos hacen la guerra para que abandonemos la vida de santidad. ¡Virgen María, quédate con nosotros!
P. Manuel Martínez Cano, mCR