1. La Visitación de la Virgen a su prima Isabel.
Hay en Palestina, el Israel de hoy, un pueblo situado en las montañas de Judea, y que viene a ser en la actualidad un barrio de Jerusalén, llamado Ain-Karim. En este pueblo, según dice la tradición, se obró el misterio de la Visitación de la Santísima Virgen a su prima Isabel.
La Virgen, en cuyas entrañas acababa de encarnarse el Hijo de Dios, se hallaba en Nazaret, y de Ella nos dice el Evangelio:«Por aquellos días María se puso en camino y marchó con prisa a la montaña, a una ciudad de Judá. Y entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel» (Lc. 1, 39-40). Ésta se hallaba en el sexto mes de su preñez; iba a ser madre de Juan Bautista, el Precursor del Señor. María, inspirada de Dios, fue a visitarla, saludarla y servirla en los quehaceres de su casa hasta que diese a luz, y con este motivo llenarla de bendiciones.
Ahora nos preguntamos: ¿Acompañó san José a la Virgen en este viaje? La Biblia, fijándose en la finalidad del mismo, no nos habla más que de la Virgen, pero es de suponer que San José la acompañó por ser ella tan joven y los caminos tan accidentados, quedando Ain-Karim a la distancia de unos ciento treinta kilómetros, y porque ya habían sin duda, contraído verdadero matrimonio, o ceremonia definitiva que seguía a los esponsales.
Lo que tal vez tengamos que decir es que mientras José se entretuvo con Zacarías, él no presenció el encuentro íntimo de las dos primas pues de haber estado junto a ellas, hubiera oído el cántico del Magníficat de María y se hubiera enterado del misterio de su maternidad (el que sólo conoció más tarde por la revelación del ángel).
Entonces, santa Isabel, llena del Espíritu Santo, después de oír la salutación de María, «prorrumpió en alta voz diciendo: ¡Bendita tu entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿De dónde a mi que la Madre de mi Señor venga a visitarme? Pues apenas llegó la voz de tu saludo a mis oídos brincó de gozo el hijo en mi seno. Dichosa la que creyó que tendría cumplimiento lo que se le dijo de parte del Señor—.
Dijo entonces María:
Mi alma alaba al Señor y salta de gozo mi espíritu en Dios, mi Salvador; porque puso los ojos en la pequeñez de su sierva. Por eso desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones» (Lc 1, 42-48).