A principios del s. XVIII santa Verónica Juliani, la vidente capuchina estigmatizada y gran penitente, describía la privación de Dios como pena suprema:
«He estado toda la noche combatiendo. Sobre todo me han atormentado aquellas dudas sobre si estoy engañada y de que todo mi vivir sea pura invención del demonio. ¡Oh Dios, cómo me hace sufrir todo esto!
Antes de Maitines he tenido aquel padecer de eternidad por espacio de dos horas. No podía recurrir a Dios, porque me parecía estar no en lugar de piedad, sino de justicia.
Esta pérdida de Dios es una pena tan atroz, que no se puede explicar; lleva con sigo todas las penas. En ese estado, a pesar de estar sufriendo tantas formas de padecimientos, nada suponen; todo se siente al vivo, pero ese conocimiento de tener que estar por toda la eternidad sin Dios supera todos los sufrimientos, todos los tormentos; y parece que todo cuanto se puede ponderar del infierno se reduce y se encierra en esta pena de la pérdida del Sumo Bien.
¡Oh Dios! Yo no puedo explicarme bien sobre este punto, pero querría que todos lo entendieran de verdad, sobre todo los pecadores, para que cambiaran de vida y no se expusieran a perder a Dios por toda la eternidad. ¡Oh Jesús mío! Haced Vos que esto sea comprendido, porque yo con la pluma no puedo decir palabra. ¡Oh, aquí sí que se tiembla y se está con temor! Y, después de todo, son temblores y temores que de nada sirven si no es para hacemos entender lo que es un alma sin Dios. Ella sola parece ser el mismo infierno.
¡Oh! Pensad lo que son las penas atrocísimas de ese infierno. No se pueden comprender, no se pueden describir. Por decirlo con una sola palabra: para comprender su atrocidad basta decir que aquellas pobres almas están privadas de Dios. Con sólo decir esto se puede tener idea de lo que es esa pena que encierra en sí todas las penas infernales. ¡Oh Dios, qué angustia, qué tormentos tan atroces experimento yo en ese trance! No me extiendo más, porque sólo el ir escribiéndolo de esta forma me hace temblar de tal modo que no puedo tener la pluma en la mano. ¡Dios sea alabado! Todo es poco por su amor.»