236. Tercera práctica. Es muy laudable, muy glorioso y muy útil a aquellos y aquellas que de esta manera se han hecho esclavos de Jesús en María, que lleven como señal de su esclavitud de amor, cadenillas de hierro bendecidas con una bendición propia que pondré después. Estas señales exteriores, en verdad no son esenciales, y una persona puede muy bien prescindir de ellas a pesar de haber abrazado esta devoción; sin embargo, no puedo menos de alabar grandemente a aquellos y aquellas que, después de haber sacudido las cadenas vergonzosas de la esclavitud del diablo, con que el pecado original y quizá los pecados actuales los hayan atado, se han sometido voluntariamente a la gloriosa esclavitud de Jesucristo y se glorían con San Pablo de estar encadenados por Jesucristo, con cadenas mil veces más gloriosas y preciosas, aunque de hierro y sin brillo, que todos los collares de oro de los emperadores.
237. Aunque en otro tiempo nada había más infame que la cruz; ahora este madero es lo más glorioso del cristianismo. Lo mismo decimos de los hierros de la esclavitud. Nada había entre los antiguos más ignominioso, ni lo hay ahora entre los paganos; pero entre los cristianos nada hay más ilustre que estas cadenas de Jesucristo, porque ellas nos desatan y preservan de las prisiones infames del pecado y del demonio; porque nos ponen en libertad y nos ligan a Jesús y María, no con violencia y por fuerza, como los presidiarios, sino como hijos por caridad y amor: Los atraeré a mí, dice el Señor por boca de un profeta, con cadenas de caridad (Os. 11,4). Estas cadenas, por consiguiente, son fuertes como la muerte (Cant. 8,6), y en algún modo más fuertes aún, en aquellos que sean fieles en llevar hasta la muerte estas señales gloriosas, pues aunque la muerte destruya el cuerpo reduciéndolo a podredumbre, no destruirá los lazos de esta esclavitud, que, por ser de hierro, no se corrompen fácilmente, y en la resurrección de los cuerpos, en el gran juicio del último día, estas cadenas que todavía rodearán sus huesos, constituirán parte de su gloria, y se convertirán en cadenas de luz y de gloria. ¡Dichosos, pues, mil veces los esclavos ilustres de Jesús en María, que llevan sus cadenas hasta el sepulcro!
238. He aquí las razones por las cuales se llevan estas cadenas:
Primera, para que el cristiano se acuerde de los votos y promesas del Bautismo, de la renovación perfecta que él hizo de ellos por esta devoción y de la estrecha obligación que tiene de permanecer fiel a ellos. Dado que el hombre, habituado a guiarse más bien por los sentidos que por la pura fe, se olvida fácilmente de sus obligaciones respecto de Dios, si no tiene alguna cosa exterior que se las traiga a la memoria, estas cadenillas sirven maravillosamente al cristiano para hacerle recordar las cadenas del pecado y de la esclavitud del demonio, de las cuales el santo Bautismo lo ha librado, y la dependencia que ha prometido a Jesús en el santo Bautismo y la ratificación que de ella ha hecho por la renovación de sus votos; y una de las razones porque tan pocos cristianos piensan en los votos del Bautismo y viven con tanto libertinaje como si nada hubieran prometido a Dios, cual si fueran paganos, es el que no llevan ninguna señal exterior que les haga recordar todo esto.
239. Segunda, para mostrar que no nos avergonzamos de la esclavitud y servidumbre de Jesucristo, y que renunciamos a la esclavitud funesta del mundo, del pecado y del demonio.
Tercera, para librarnos y preservarnos de las cadenas del pecado y del infierno. Porque es preciso que llevemos o las cadenas de la iniquidad, o las cadenas de la caridad y de la salud.
240. ¡Ah, carísimo hermano mío!, rompamos las cadenas de los pecados y de los pecadores, del mundo y de los mundanos, del diablo y de sus secuaces, y lancemos lejos de nosotros su funesto yugo (Ps. 2,3). Metamos los pies, por servirme de los términos del Espíritu Santo, en estos cepos gloriosos y el cuello en estos collares (Eccl. 6,24).
Sometamos nuestros hombros y llevemos la Sabiduría que es Jesucristo, y no nos causen fastidio sus cadenas. Notarás que el Espíritu Santo, antes de decir estas palabras, prepara para ello el alma, a fin de que no rechace su importante consejo. He aquí sus palabras: Escucha, hijo mío, y recibe un consejo de sabiduría y no rechaces mi consejo (Eccl. 6,23).
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