La Iglesia, que no enjuicia una gestión política en lo que tenga de contingente y opinable, alaba a quien se inspira en los principios cristianos, se entrega con amor al servicio del pueblo y favorece su propia misión espiritual. Por todo ello sintió a Franco como muy suyo, al igual que -lo dije en otra ocasión-, sin entrar en controversias históricas, sigue teniendo por muy suyos a San Luis de Francia y al rey San Fernando de España.
El cardenal arzobispo primado ha escrito: “Yo no entro a juzgar la obra de Franco desde el punto de vista político. No es mi misión. Para mí hay otros valores más altos, sin los cuales la política) a la larga, tiene siempre algo de obligada frustración. Valores que se llaman: paz, progreso ordenado, uso ponderado de la libertad, anhelo de justicia, trabajo creador y, por encima de todo, sentido religioso de la vida, que da a las empresas humanas, individuales o colectivas, la categoría suprema que ennoblece a los hombres. Creo que durante los años que hemos vivido bajo la dirección de Francisco Franco, este conjunto de valores ha brillado con fulgor suficiente en la vida nacional: como aspiración nobilísima, como logro alcanzado en grandes proporciones y como estímulo permanente para un perfeccionamiento progresivo y constante al cual ningún pueblo tiene derecho a renunciar”.
No es extraño que una obra así inspirada produjese tantos frutos en el orden de la prosperidad y la paz civil. A los que acaba de apuntar el texto del cardenal, añadamos: la liberación de los humildes, frente a la miseria, la inseguridad, la incultura, las coacciones del odio, la demagogia y los enfrentamientos partidistas; y bienes impagables, que se agigantan -como el valor del agua y del aire puro-cuando en gran parte se van perdiendo o están amenazados, por ejemplo: la libertad de salir de casa, de día o de noche, sin ser agredidos; la seguridad de no ser salpicados o embarrados por las oleadas de cieno o por el desbordamiento público -prácticamente impune-de la blasfemia, la difamación, la calumnia, los insultos más soeces; la tutela de la familia; la defensa de la vida, en especial de los más débiles e inocentes…
Estamos ante exigencias universales de un verdadero Humanismo cristiano. Hay modos y formas cambiantes en la gestión política; pero es necesario que en todos subsistan los valores fundamentales, que no pueden quedar a merced del oleaje de opiniones o de posturas agn6sticas o escépticas, y que los responsables de la sociedad han de tener la gallardía de profesar, tutelar y promover en el orden educativo: el reconocimiento de Dios, el fomento de un clima propicio a la fe y a la adoración; el reconocimiento, en medio de apreciaciones y preferencias variables, de los valores morales im
plícitos en la Ley de Dios, fuente y garantía de la dignidad y la esperanza del hombre; el sentido espiritual de la Patria; la moral familiar; la educación cristiana de la juventud…
Por desgracia, muchos de los que en política se autocalifican de cristianos no toman de la doctrina cristiana más que elementos parciales coincidentes con el liberalismo agnóstico, o se mueven en la órbita de la praxis marxista, y apenas cuidan en la vida pública los valores cristianos más substantivos. ¡“Humanismo cristiano”, sin Cristo!
¿No debemos gratitud a Franco por su ejemplo luminoso?
Monseñor José Guerra Campos
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