Conferencia pronunciada el 29 de abril de 1982 en el Club Siglo XXI de Madrid por Monseñor José Guerra Campos
El Papa Juan Pablo II, hablando en los comienzos de este año a los Obispos de Milán y la Lombardía acerca del fomento de la cultura católica, afirmó: «Ninguna experiencia política, ninguna democracia puede sobrevivir si menosprecia la moralidad común de base… Ninguna ley escrita garantiza suficientemente la convivencia humana si no extrae su fuerza íntima de ese fundamento moral» (1).
Parece uno de esos postulados que suscribiría todo el mundo.
Pero hay quienes sostienen que es imposible ese fundamento moral común. En septiembre de 1981 hubo en la Universidad de Comillas de Madrid un Simposio sobre la enseñanza de la Etica en BUP y F(ormación) P(rofesional). Según una información de Prensa (2), «la mayoría de los ponentes coinciden en poner en tela de juicio el proyecto de ofrecer un código moral que estuviera racionalmente fundado». En consecuencia, una profesora afirmó que en una sociedad pluralista sólo es posible un «relativismo moral del sujeto». según ella, «la determinación de principios éticos universales ni es posible ni sirve gran cosa».
Es una afirmación muy decidida. ¡Estamos, acaso, ante la contradicción de dos «evidencias»! ¿Es posible, o no, una invariante moral en la vida humana y en el orden político?
No voy a hablar desde el nivel de mis oyentes, que no necesitan de mis palabras. Prefiero insertarme en la trayectoria de los agnósticos. Y para pensar honradamente, y tratar de entendernos con los que disienten, necesito yo empezar recordando, pasito a paso, algunos puntos de referencia. Lo necesito yo; aunque por ello la exposición pueda resentirse de un tono pedagógico: molestia que ustedes no se merecen. Les ruego que me disculpen.
I
1. La invariante moral, como exigencia de la dignidad y libertad de la persona. La pretensión del permisivismo
a) El hombre es persona por su relación al orden moral. No lo sería si sólo fuese un eslabón de la especie, o un epifenómeno del funcionamiento (azar‑necesidad) de la Naturaleza. Lo es si tiene destino propio. El orden moral supone la supremacía de la persona sobre los mecanismos, procesos, leyes…, en los que está inserta: su capacidad de orientar libremente su vida hacia valores y fines superiores. La libertad se realiza en esa ordenación u obediencia esencial. La superioridad de los valores y los fines implica, por tanto, la necesidad de elegir según direcciones adecuadas (el deber y la norma). Pensadores ateos recientes han vuelto a mostrar que una libertad sin normas presupone la negación de los valores, pues una «libertad pura» ‑valiosa solamente por sí misma ‑ no tiene sentido en nosotros: sólo seria posible si fuésemos Dios, y no lo somos. (Lo cual recuerda de paso que la afirmación de la persona equivale a la afirmación de Dios) (3). La libertad sin orden moral es negación de sí misma, es la peor esclavitud: es estar condenado a crearse «valores» cuya inconsistencia y falta de valor uno mismo conoce; es estar condenados a intentar construir algo con materiales que se nos disuelven en las manos; a que ningún movimiento lleve a ninguna meta.
La trascendencia de los valores y los fines ‑que es la que asegura la afirmación de la persona‑ confiere a las normas un carácter de universalidad. Por lo mismo hace que las multiformes voliciones o elecciones del vivir de cada uno hayan de referirse a unas invariantes. Si; la vida es movimiento continuo; pero incluso un sistema de relatividad de las coordenadas espaciales y temporales, como el de Einstein, se apoya en una invariante (4).
(Permítanme un inciso. Como la mención de la invariante o lo absoluto provoca a veces extrañas alergias, no estará demás recordar su verdadera significación. La invariante de Einstein afecta precisamente al movimiento (de la luz); no paraliza ese movimiento. Las invariantes del orden moral nada tienen que ver con lo que algunos ven de tenebroso en vocablos como «rigidez», «fanatismo», «intolerancia». Si tiene que ver con la fidelidad. La invariante no es lo «abstracto», antivital. Es lo más concreto y lo más conforme con la realidad del hombre. ¿Acaso sólo es vital la desintegración? ¿No es mas vida la integración de los bienes parciales en el Bien total? En un jardín puede haber normas convencionales limitadoras de la expansión vital de las plantas, como la de recortarlas según formas geométricas. ¿Pero no hay también condiciones esenciales para la vida de las plantas (tierra abonada, aire, sol, agua, y hasta la poda oportuna)? La invariante moral no es un bloque inmutable puesto al lado de la corriente de las mutaciones. No es sólo el cauce; es también el sentido y la fuerza interior de la corriente. La cuestión moral no es si hay variaciones. La cuestión moral es si las variaciones son la aplicación, el ejercicio (¡no la excepción!) del principio inmutable. Este, precisamente por Serlo y para seguir siéndolo, exige a veces las variaciones; es la invariante la que las legitima. El secreto a voces de la Moral auténtica está en evitar, tanto el fijismo como el oportunismo. Evita el fijismo un espíritu sinceramente orientado por la invariante moral que se plasma flexiblemente en cada situación. Evita el oportunismo el que practica las variaciones como reclamadas por la misma norma invariante, y no por arbitrarias conveniencias subjetivas. Ejemplo: El principio inmutable de que los bienes de la tierra son para los hombres, como personas, admite variadas aplicaciones en la organización de la propiedad y el usufructo. El principio inmutable del amor de los padres a sus hijos, que obliga siempre a querer el bien de estos: l) por un lado exige variaciones (unas veces se hace bien a los hijos accediendo complacientemente a lo que piden; otras, negándolo, incluso con dureza); 2) mas, en medio de esas variaciones, exige algo que es siempre lo mismo, y que aparece con toda nitidez en las formulaciones negativas del deber, por ejemplo, no quitarles la vida.
Antes de terminar este largo paréntesis, permítanme aún señalar la posición contradictoria de algunos, que hablan a la ligera de la relatividad total de las normas morales: ¿cómo pueden dudar de que hay invariantes en los deberes aquellos que están siempre gritando la más puntillosa igualdad en los derechos?
* * *
Sin duda, si hay invariante moral en la vida humana, el hombre la lleva consigo también en su dimensión política.
Ahora deseo hablar de la invariante moral propia del Orden Político como tal, es decir, la que cualifica aquellas decisiones de las que nacen las leyes, los actos de gobierno y del poder coercitivo y las sentencias judiciales; y la que cualifica a los sujetos ‑quienes quiera que sean‑ de tales decisiones. Por descontado, este círculo de decisiones no abarca directamente todo el campo de la vida y de la moralidad humana, ni siquiera lo más importante de ella. Pero sus radiaciones influyen en todo el campo. Y en el ámbito de su jurisdicción y responsabilidad tiene su moralidad específica.
Si esta moralidad específica comporta invariantes, ello significa que los que toman las decisiones del orden político (desde los electores hasta los gobernantes) podrán seguir como criterio inmediato las distintas expresiones de la voluntad de los ciudadanos; mas, en última instancia, se reconocen subordinados a ciertos fines y normas que son superiores a la voluntad de cada uno, a los pactos de muchos, y hasta a un pensamiento generalizado o casi unánime de la sociedad; y si en algún momento estas expresiones de la voluntad humana se apartaran de aquellos fines, la conciencia se sentiría obligada a imitar a los Apóstoles: «es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres» (5). La invariante moral del orden político acoge, según lo apuntado, innúmeras variaciones (preferencias mayoritarias cambiantes, transacciones, etc.). Pero es una invariante. Es más que un límite pactado, donde se tocan las ondas expansivas de centros puramente subjetivos, iguales entre sí. Es un foco superior, acatado como tal por el responsable de las decisiones políticas. Es una invariante que determina estas decisiones de modo muy concreto.
* * *
Lo concreto: este es el problema. Hay que reconocer una dificultad peculiar en fijar la invariante de unas decisiones que, por su naturaleza, siendo para todos, han de respetar también como valor moral la libertad de todos.
(Por desgracia, las desorientaciones de ahora provienen en gran parte, más que de esa dificultad peculiar del orden político, de una inseguridad radical respecto a toda la moralidad humana.)
En todo caso son muchos los que reconocen fácilmente la necesidad para la Política de una inspiración moral o ética (significan lo mismo la palabra latina y la griega). Pero, apelando a las «distintas concepciones» de la Moral, rehuyen toda invariante determinada. Lo «invariante», en el ámbito personal, se reduce a una estéril «sinceridad» o a un incoherente «imperativo categórico subjetivo»; en el ámbito social desaparece como valor absoluto, y tiende a ser la mera organización de las coexistencia de las subjetividades autónomas.
b) Por eso, en el mundo crece la tendencia a ordenar la sociedad política según la utopía del permisivismo. Que en unos es connatural aplicación de un pensamiento agnóstico o negador de la Moral. En otros quiere ser sólo un método para lograr la coexistencia pacífica de los discrepantes. La acción política, según todos, se limitaría a tutelar las libertades, prescindiendo de su relación a la Verdad y al Bien Moral (cuya apreciación deja íntegramente a los individuos y grupos sociales) y cuidando únicamente de evitar las colisiones violentas. Para ello, los límites del permisivismo no se fijan por relación a un valor moral trascendente, sino por relación a ondulantes «estados de opinión». Difícilmente se puede hablar de Bien Común, como misión positiva de la sociedad (que incluye la participación libre de sus miembros,más no es la simple negación de los mismos); y menos, de invariante moral. La «Moral» se reduce a su más superficial significación etimológica, de opinión vigente, costumbres extendidas…
c) Pero la cuestión sigue abierta; y cuanto más se acentúe la importancia del fenómeno de la pluralidad ideológica, más punzante, ¿Es legítima ‑o sencillamente factible‑ sin referencia a un absoluto moral la convivencia de los opinantes diversos? Mejor: ¿es factible aquella «unidad social» sin la que la sociedad sería incapaz de producir el bien humano para el que existe?
Parece, por experiencia, que el Permisivismo lleva a una dejación de funciones de la autoridad, con daño para muchos. Parece que incurre en permanentes contradicciones: forzando a unos a sufrir sin razón moral la imposición de opiniones de otros, que no comparten; suplantando el Absoluto moral con absolutos convencionales. ¿Se comprueba, pues, que un orden político para bien del hombre es imposible sin la invariante moral?
d) Al comienzo de esta charla he citado dos respuestas recientes, opuestas entre sí. Es imposible: decía el Papa. Al contrario, imposible es la invariante moral: decían muchos de los participantes en el Simposio de Comillas. La profesora que proclamaba la imposibilidad y la inutilidad de principios éticos universales, argumentaba con este ejemplo: «pues del principio «No matarás» se pueden derivar consecuencias tan contradictorias como la oposición a la pena de muerte o la oposición al aborto».
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Recuerdo a Monseñor Guerra Campos hablando en nuestro pequeño televisor en blanco y negro y, como yo era muy pequeña, me asombraba la atención que mis padres prestaban a sus palabras ¡Gran obispo!