Capítulo 14
Que se han de considerar los secretos juicios de Dios
para que no nos envanezcamos
El Alma.- 1. Tus juicios, Señor, me aterran como un espantoso trueno, estremécense todos mis huesos con temor y temblor, y mi alma queda despavorida.
Estoy atónito y considero que los «cielos no son limpios en tu presencia» (Job 15,15).
«Si en los ángeles hallaste maldad» (Job 4,18) y no los perdonaste, ¿qué será de mí?
«Cayeron las estrellas del cielo» (Ap 6,13) y yo, que soy polvo, ¿qué presumo?
Aquellos cuyas obras parecían muy dignas de alabanza cayeron al profundo, y a los que comían pan de ángeles vi deleitarse con el manjar de los animales inmundos.
2. No hay, pues, santidad si tú, Señor, apartas tu mano.
No aprovecha discreción si tú dejas de gobernar.
No hay fortaleza que ayude si tú dejas de sostener.
No hay castidad segura si tú no la defiendes.
Ninguna propia guarda aprovecha si nos falta tu santa vigilancia.
Porque en dejándonos tú, nos vamos a fondo y perecemos; pero visitados por ti, nos levantamos y vivimos.
Mudables somos, pero por ti estamos firmes; nos entibiamos, mas tú nos enciendes.
3. ¡Oh, cuán vil y bajamente debo sentir de mí! ¡Cuánto debo reputar por nada lo poco bueno que parezca tener!
¡Oh Señor! ¡Cuán profundamente me debo anegar en el abismo de tus juicios, donde nada hallo ser sino nada y nada!
¡Oh peso inmenso! ¡Oh piélago insondable, donde nada hallo de mí, sino nada en todo!
Pues, ¿dónde se esconde la vanidad? ¿Dónde la confianza de mi propia virtud?
Anégase toda vanagloria en la profundidad de tus juicios sobre mí.
4. ¿Qué es toda carne en tu presencia?
«¿Por ventura podrá gloriarse el lodo contra el que lo trabaja?» (Is 29,16).
¿Cómo se puede engreír con vanas alabanzas el corazón que está verdaderamente sujeto a Dios?
Todo el mundo no ensoberbecerá a aquel a quien sujeta la verdad; ni se moverá por mucho que le alaben, el que tiene firme toda su esperanza en Dios.
Porque también todos esos mismos que hablan son nada, pues con el sonido de las palabras fallecerán; «pero la verdad del Señor permanece para siempre» (Sal 116,2).



