2. Lo que revela el ejemplo del abortismo
Este texto ‑tanto si es literalmente de la profesora como del informador‑ es revelación de un estado mental bien curioso. Quiero prescindir de comentar la incongruencia dialéctica que hay en llamar contradictorias a dos exigencias totalmente coincidentes (la de no matar al adulto y no matar al no nacido). Lo que resulta claro, a través de esa incongruencia, es que a la profesora o al informador le parece ética la exigencia de respeto a unas vidas, y no la del respeto a otras.
El ejemplo que se aduce ‑el aborto‑ es oportunísimo. Vamos a aprovecharlo, no para tratar de frente el asunto, sino como ejemplo ‑quizá el más revelador‑ que nos permite analizar brevemente una situación mental contemporánea y la estructura de todo el orden moral. Y, sobre todo, nos permite proceder de forma inductiva. Porque la réplica más frecuente ahora, cuando se toca un tema moral, es esta: eso lo dice usted desde su concepción, pero la mía… No. No voy a hablar deductivamente desde una concepción determinada del orden moral. Evidentemente, por su índole práctica, lo moral sólo puede vivirse desde una concepción determinada; pero para mostrar la necesidad de una concepción determinada, no hace falta partir de una concepción determinada. Para empezar, será mejor insertarnos en la hipótesis del pluralismo indeterminado, y desde una opinión cualquiera caminar sin imponerle a priori nada exterior a ella misma; exigiéndole una sola condición ineludible; que no se contradiga, que no juegue con trampas.
Tomemos, pues, la opinión que legitima el aborto: que ahora en muchas partes pugna por por adquirir vigencia social; que conforma ya un número creciente de legislaciones en el mundo; que pretende justificarse, no sólo por razones de tolerancia política de un mal, sino como un derecho, y, por tanto, no se contenta con leyes permisivas sino que reclama la cooperación social. Es un hecho espectacular. No interesa ahora atender a las diferencias entre los opinantes ‑en cuanto a los motivos justificantes, en cuanto a la amplitud y las limitaciones de la autorización legal. El núcleo central de ese hecho es clarísimo: para servir a determinados intereses de los adultos, se postula el derecho a disponer de la vida de una criatura humana incipiente, inocente, indefensa, confiada al cobijo insustituíble de quien la mata o deja matar.
No será inútil sacar a la luz los caracteres que configuran ese hecho, y ponerlos en fila esquemáticamente:
a) El eclipse de una intuición básica: que la sociedad, para no ser criminal, ha de defender a los más débiles e inocentes, aunque para ello hayan de sacrificarse muchos. Frente a ese eclipse recientemente el Magisterio de la Iglesia, en todo el mundo y de manera absolutamente unánime, ha reiterado que el aborto procurado es un «crimen abominable» (palabras de la Constitución «Gaudium et spes»); es con palabras de Juan Pablo II (6) «asesinato de una criatura inocente, y toda legislación favorable…, gravísima ofensa a los derechos primarios del hombre y al mandamiento divino de «No matarás»~.
(Siendo así, cabe anticipar una pregunta, que, proyectada sobre los criterios políticos vigentes en tantas partes del mundo, es bien inquietante: un orden político en que, por ejemplo, se tenga por normal hacer propaganda de eso, o que obligue a un Jefe de Estado a sancionar eso, ¿no estará, no sólo moralmente débil, sino moralmente corrompido?)
b) Pero no olvido que no he de juzgar todavía desde una concepción moral, sino dentro de la perspectiva de los partidarios del aborto. Pues bien, antes de juzgarlos, hay que decirles que practican una flagrante contradicción: el que justifica o permite el aborto pierde el derecho a recusar moralmente el terrorismo. Moralmente, esto es: como algo exigible ante la conciencia de los demás. El caso moral es el mismo; y si hay alguna atenuante, será, por comparación, en favor del terrorista. La imposibilidad de evitar la contradicción ¿no revela que estamos ante un absoluto moral, que no se puede dejar de afirmar incluso cuando se lo viola? Es la regla de oro de la tradición moral, recogida también en el Evangelio como fórmula «operativa» de la Ley del Amor: «No hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a tí» (7).
c) El ejemplo muestra que el orden moral es indivisible. Juan Pablo II lo expresó así el 1 de octubre de 1979: «Atacar una vida que todavía no ha visto la luz en cualquier momento de su concepción es minar la totalidad del orden moral, auténtico guardián del bien humano» (7 bis). Querer justificarlo es subvertir los propios derechos; y hace dudar de que las altisonantes proclamaciones de la dignidad e inviolabilidad de la persona sean de índole moral, y no más bien cobertura de intereses egoístas: pues el no nacido, cuando no lo cubre el instinto amoroso, sólo está protegido si se estima su condición radical de persona; todavía no ha creado en torno intereses, ni afectivos ni económicos.
d) Se ve muy bien que el absoluto moral no es una vaguedad polivalente. Es concretísimo (se trata siempre de matar o no matar a una criatura individual) (8). Por eso, para la bondad moral no basta cualquier «buena voluntad» o «buena intención», si no busca el bien real y determinado, suprasubjetivo. No basta la veleidad de quien afirma «yo no quiero mal a nadie», pero reservándose plenamente la determinación de lo que se ha de hacer. Como si el «amor» nos independizase de las directrices, los preceptos, las direcciones marcadas. Bien claro está en la Carta de San Pablo a los Romanos que el que ama al prójimo ha cumplido la Ley: ¡pero no por anulación sino por cumplimiento de todos los mandatos del Decálogo! (9).
e) Aparece por lo mismo el error, frecuentísimo, de los que dicen que la universalidad de la norma se afirma a costa de !a persona concreta. ¡Es esa universalidad la tutela de la persona!: la que impide que una persona sea degradada a instrumento de otras. Quedan descalificados los falsos juegos de lo «existencial».
Es la evidencia expresada por Kant, según el cual la libertad de cada uno se revela precisamente en la ley moral que se impone por si misma de modo incondicional, y de la que es ley fundamental esta: «Obra de tal modo que la máxima de tu voluntad pueda valer siempre, al mismo tiempo, como principio de una legislación universal» (10). (Pretender que la ley no sea universal, pero que proteja al interesado, es parasitismo) (11).
f) Lo característico, en la situación reflejada por el ejemplo, no es el hecho de las violaciones de la integridad de los no nacidos. En mayor o menor número las ha habido siempre. Pero ahora se busca el aprecio social, el prestigio, para ellas. Los que vemos la desfachatez con que se montan campañas de exaltación de los abortistas, evocamos el tremendo dictamen de San Pablo, quien después de pintar el cuadro de las depravaciones de su tiempo, añade: «Y no sólo las hacen, sino que aplauden a quienes las hacen» (Rom. 1, 29‑32).
g) El modo como se aboga por el aborto es síntoma de anemia moral. Aunque a veces los propagandistas y los gobernantes se excusan (en este como en otros casos de permisivismo) apelando a casos‑límite o a la liberación de situaciones angustiosas, de hecho se crean situaciones que favorecen y estimulan las formas menos confesables de egoísmo. Las campañas pro aborto invocan la mera emancipación irresponsable. (No hace mucho leimos el testimonio de una pareja joven, enamorada, «feliz» y sin problemas, que obtuvo de los servicios estatales de Lyon la reducción de su primer hijo a una masa sanguinolenta, ¡sólo porque el momento en que iba a nacer perturbaba su plan de vacaciones en España!) (12).
(Hasta ahora, sólo con abrir las entrañas del abortismo, han quedado patentes: el desprecio monstruoso de los más débiles (a) la imposibilidad lógica de condenar el terrorismo (b), el socavamiento de todo el orden moral y de los propios derechos (c), la imposibilidad de ser honrado sin someterse a norma universal (d), la manipulación de las personas y el parasitismo (e), el aplauso a las depravaciones (f), el fomento del egoísmo más inconfesable (g).)
h) ¿Reacción de muchos fautores del aborto ante tal reventón de tejido canceroso? Se resisten a reconocerlo, aunque no puedan anular su evidencia. ¿Cómo?
En un primer momento, cerrando los ojos. Protestando contra el cirujano que saja el tumor. Les irrita incluso que esas cosas se planteen como cuestión moral y se relacionen con un orden moral absoluto. Hablan de exageración.
Pero tampoco aceptan ser excluidos del orden moral. ¡Y cómo evitar la contradicción sangrante! Postulando un «orden moral» que no incluya esas exigencias. (Como si dijéramos: implantando un libro de Patología que no incluya como enfermedad ni la sífilis ni el cáncer.) ¿Y cómo se realiza esa operación? La profesora, ya citada, del Simposio comillense daba una pista cuando, a falta de norma moral absoluta, abogaba por la racionalidad «intersubjetiva» o «dialógica», aunque no alcance el consenso total. Para tener socialmente una base, sin salir del subjetivismo, algunos políticos o intelectuales agnósticos acuden a un «consenso» o «apariencia de consenso» en el sentido que interese. Para sentirse seguros, basta contar, por ejemplo, con que unos cuantos órganos de opinión repitan impávidos que la humanidad civilizada ve muy mal el terrorismo, pero estima como un derecho el aborto (y sólo se oponen algunos recalcitrantes, reaccionarios o al servicio de turbios intereses); que digan que este tema no es de orden moral, sino un «opinabile politicum», y por eso el Papa y los Obispos no deben intervenir…
Excluida la referencia trascendente, se trata de una moral convencional, artificiosa; de un estado de «opinión» más o menos extendido. Y, para ensanchar la apariencia de solidez, entran en juego automáticamente: el acoso a los que siguen proclamando la evidencia de que la vida humana necesita fundamento más real (y no pudiendo acallarlos moralmente, es decir, en conciencia, se intenta amordazarlos con la bruta presión externa); el falseamiento constante, incluso del dato social, con propagandas engañosas, con representatividades ficticias.
Sin embargo, el tejido canceroso de las contradicciones y las inconsistencias no cambia por ello. Aunque se consiguiera que una gran parte de la sociedad consintiera momentáneamente en lo que se le repite, no se lograría una base moral sin contradicciones. Agrietada la base, se busca refugio en una moral parcializada: una moral que no lleva a los hombres a ser buenos según la total exigencia de la Verdad y el Bien, sino en relación con ciertas conveniencias subjetivas; una moral que es «buena» sólo en cuanto favorece a un determinado régimen convencional de convivencia. A esta Moral, y por estas razones, Santo Tomás de Aquino, con total imparcialidad técnica, la compara a la que vige en una sociedad o partida de bandoleros (13). Moral que funciona en ese acotado, pero está arbitrariamente parcializada. ¿Que sólo eso es posible? Bien; mas eso es radicalmente incapaz de fundar la comunidad del orden político a la medida de la dignidad del hombre. Los bandoleros se pondrán de acuerdo en que les es lícito para sus fines disponer de la vida y hacienda de otros hombres; pero no podrán repudiar en el orden moral que otros hombres ‑incluso miembros de la partida‑ piensen por la misma razón que les es lícito disponer de la vida y el botín de los bandoleros.
i) Lo que antecede pone al desnudo un preocupante fenómeno de ceguera. (Al defender la vida del que va a nacer ‑‑ha dicho el Papa‑‑ «defendemos las conciencias humanas… para que llamen bien al bien y mal al mal, para que vivan en la verdad») (14).
j) Y si hay ceguera en punto tan simple y evidente, relacionado con la Justicia, cabe sospechar que también se dé en otras áreas delicadísimas, tratadas con tanta despreocupación (15). Pensando en la proyección social de la ceguera, parece resonar la voz de Jesús ante los fariseos: «si un ciego guía a otro ciego, ambos caerán en la hoya» (Mt. 15, 14).