“Quas primas” del Sumo Pontífice Pío XI sobre la fiesta de Cristo Rey (III)
I. La realeza de Cristo
Fundada en la unión hipostática
Y es San Cirilo de Alejandría el que describe acertadamente el fundamento de esta dignidad y de este poder de Nuestro Señor: “Posee Cristo el poder supremo sobre toda la creación, no por violencia ni por usurpación, sino en virtud de su misma esencia y naturaleza”. Es decir, la autoridad de Cristo se funda en la admirable unión hipostática. De donde se sigue que Cristo no sólo debe ser adorado como Dios por los ángeles y por los hombres, sino que, además, los ángeles y los hombres deben sumisión y obediencia a Cristo en cuanto hombre; en una palabra, por el solo hecho de la unión hipostática, Cristo tiene potestad sobre la creación universal
Por otra parte, además, ¿hay realidad más dulce y consoladora para el hombre que el pensamiento de que Cristo reina sobre nosotros, no sólo por un derecho de naturaleza, sino además por un derecho de conquista, adquirido, esto es, el derecho de redención? Ojalá los hombres olvidadizos recordasen el gran precio con que nos ha rescatado nuestro Salvador: Habéis sido rescatados… no con plata y oro corruptibles, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de Cordero sin defecto ni mancha. No somos ya nuestros, porque Cristo nos ha comprado a precio grande. Nuestros mismos cuerpos son miembros de Cristo.
II. Carácter de la Realeza de Cristo
Triple potestad
En segundo lugar, para declarar brevemente la eficacia y la naturaleza de esta autoridad regia es casi innecesario afirmar que abraza el triple poder que es esencial a toda verdadera autoridad. Los testimonios, citados de la Sagrada Escritura sobre la universalidad del reino de nuestro Redentor constituyen una prueba más que suficiente de esta afirmación, Y es, por otra parte, dogma de fe católica, que Jesucristo fue dado a los hombres como Redentor, en quien deben confiar, y como legislador, a quien deben obedecer (24). Los santos Evangelios no sólo refieren que Cristo legisló; más aún, lo presentan legislando; y el divino Maestro, en diferentes circunstancias y con diversas expresiones, ha enseñado que los que cumplen sus leyes son los que demuestran que le aman y los que permanecen en su caridad. Por lo que toca al poder judicial, Jesús, al responder personalmente a los judíos que le acusaban de haber violado el sábado con la maravillosa curación del paralítico, afirma que el Padre le había dado el poder judicial: Porque el Padre no juzga a nadie, sino que ha entregado al Hijo todo el poder de juzgar. Y en este poder queda incluido el derecho de premiar y de castigar a los hombres, aun durante su vida mortal, porque este derecho no puede quedar separado del poder judicial. Además, hay que atribuir a Jesucristo el poder ejecutivo, por estar todos los hombres obligados a obedecer las órdenes de Cristo, poder dotado de las facultades necesarias para imponer castigos, a los que nadie puede sustraerse.
Espiritualidad y temporalidad de la Realeza de Cristo
Sin embargo, los textos citados de la Biblia demuestran con toda evidencia que este reino es principalmente espiritual y que su objeto propio son las realidades del espíritu, conclusión confirmada personalmente por la manera de obrar del Salvador. Porque en varias ocasiones, cuando los judíos, y aun los mismos apóstoles juzgaron equivocadamente que el Mesías devolvería la libertad al pueblo judío y restablecería el reino de Israel, Cristo deshizo y refutó esta idea vanamente esperanzada. Cuando la muchedumbre maravillada, quería proclamarle rey, Cristo rehusó este honroso título huyendo y escondiéndose en la soledad. Finalmente, en presencia del gobernador romano manifestó que su reino no era de este mundo. Los evangelios describen este reino como un reino cuyo ingreso exige una penitencia preparatoria, ingreso que a su vez sólo es posible por medio de la fe y del bautismo, el cual, si bien es un rito externo, significa y produce la regeneración del alma. Este reino no se opone solamente al reino de Satanás y a la potestad de las tinieblas; y exige de sus súbditos no sólo que, con el desprendimiento espiritual de las riquezas y de los bienes temporales, observen una moral pura y tengan hambre y sed de justicia, sino que exige además la abnegación de sí mismos y la aceptación de la cruz. Cristo, como Redentor, rescató a la Iglesia con su sangre; y Cristo, como sacerdote, se ofreció a sí mismo y se sigue ofreciendo perpetuamente como víctima por los pecados del mundo; ¿quién no ve, por tanto, que la dignidad real del Salvador participa y muestra la naturaleza de ambos oficios? Por otra parte, incurriría en un grave error el que negase a la humanidad de Cristo el poder real sobre todas y cada una de las realidades sociales y políticas del hombre, ya que Cristo como hombre ha recibido de su Padre un derecho absoluto sobre toda la creación, de tal manera, que toda ella está sometida a su voluntad. Sin embargo, mientras vivió sobre la tierra, Cristo se abstuvo totalmente del ejercicio de este poder, y así como entonces despreció la propiedad y la administración de los bienes humanos, así también permite, y sigue permitiendo el uso de éstos a sus poseedores. Expresa bien esta permisión el conocido texto: No arrebata el reino temporal el que da el reino celestial. Por tanto, la autoridad de nuestro Redentor abarca a todos los hombres; extensión bien declarada por nuestro predecesor, de inmortal memoria, León XIII, con las siguientes palabras, que hacemos nuestras: El poder de Cristo se extiende no sólo sobre los pueblos católicos y sobre aquellos que, por haber recibido el bautismo, pertenecen de derecho a la Iglesia, aunque el error los tenga extraviados o el cisma los separe de la caridad, sino que comprende también a cuantos no participan de la fe cristiana, de tal manera que bajo la potestad de Jesús se halla todo el género humano. Y en esta extensión universal de poder de Cristo no hay diferencia alguna entre los individuos y el Estado, porque los hombres están bajo la autoridad de Cristo, tanto considerados individualmente como colectivamente en sociedad. Cristo es en efecto, la fuente del bien común y del bien privado: En ningún otro hay salvación, pues ningún otro nombre nos ha sido dado bajo el cielo, entre los hombres, por el cual podamos ser salvos. Es el dador de la prosperidad y la felicidad verdadera a los individuos y a los Estados, porque la felicidad del Estado no procede de distinta fuente que la felicidad de los ciudadanos, ya que el Estado no es otra cosa que el conjunto concorde de ciudadanos. No nieguen, pues, los gobernantes de los Estados el culto debido de veneración y obediencia al poder de Cristo, tanto personalmente como públicamente, si quieren conservar incólume su autoridad y mantener la felicidad y la grandeza de su patria. Porque lo que escribíamos, al comenzar nuestro pontificado, acerca de la decadencia de la autoridad del derecho y del respeto de la autoridad, sigue manteniendo su validez en estos días, a saber: “Desterrados Dios y Jesucristo -lamentábamos- de las leyes y del gobierno de los pueblos, y derivada la autoridad, no de Dios, sino de los hombres, ha sucedido que… hasta los mismos fundamentos de autoridad han quedado arrancados, una vez suprimida la causa principal de que unos tengan el derecho de mandar y otros la obligación de obedecer. De lo cual no ha podido menos de seguirse una violenta conmoción de toda la humana sociedad, privada de todo apoyo y fundamento sólido.



