Bienes del reconocimiento de la realeza de Cristo

Por tanto, si los hombres reconocen pública y privadamente la regia potestad de Cristo, necesariamente recogerá toda la sociedad civil increíbles beneficios, como son los de una justa libertad, una disciplinada tranquilidad y una pacífica concordia. Porque la regia dignidad de Nuestro Señor, de la misma manera que consagra en cierto modo la autoridad humana de los jefes y gobernantes del Estado, así también ennoblece los deberes y la obediencia de los gobernados. Por esta razón, el apóstol san Pablo, aunque mandó a los casadas y a los siervos que reverenciasen a cristoreyCristo en la persona de sus maridos y señores, también les advirtió, sin embargo, que no obedeciesen a éstos como simples hombres, sino sólo como representantes de Cristo; pues es indigno de hombres redimidos por Cristo servir a otros hombres: Habéis sido comprados a precio, no os hagáis siervos de los hombres. El día en que los reyes y los gobernantes legítimamente elegidos se convenzan de que mandan, más que por derecho propio, en virtud de un mandato y un Rey divino, es evidente que harán un uso recto y santo de su autoridad y respetarán el bien común y la dignidad humana de sus gobernados, tanto en la creación de leyes como en el cumplimiento de éstas. De esta manera se seguirá el florecimiento seguro de un orden tranquilo, con la supresión de todas las causas de revolución; porque, aunque el ciudadano vea en el gobernante y en las restantes autoridades públicas hombres de naturaleza igual a la suya e incluso indignos y vituperables por alguna causa, no por esto les negará su obediencia cuando contemple en aquéllos una imagen de la autoridad de Jesucristo, Dios y hombre verdadero. En lo tocante a una pacífica concordia, es evidente que cuanto mayor es la amplitud de un reino y mayor la universalidad con que abarca a todo el género humano, tanto más profundo es el arraigo que adquiere en la conciencia humana el vínculo de fraternidad que une a todos los hombres. Esta conciencia de fraternidad alejará y suprimirá los frecuentes conflictos sociales y disminuirá en sus asperezas. Si el reino de Cristo incluyera de hecho a todos los hombres, como de derecho los incluye, ¿por qué no habríamos de esperar aquella paz que el Rey pacífico trajo a la tierra, aquel Rey que vino para reconciliar todas las cosas; que no vino a ser servido, sino a servir; que, siendo el Señor de todos, se dio a sí mismo como ejemplo de humildad y estableció como ley principal esta virtud, unidad al mandato de la caridad; que, finalmente, dijo: Mi yugo es suave y mi carga es ligera? ¡Qué felicidad tan grande podría gozar la humanidad si los individuos, las familias y los Estados se dejaran gobernar por Cristo! “Entonces, finalmente –diremos con las mismas palabras que nuestro predecesor León XIII dirigió hace veinticinco años a todos los obispos del orbe católico-, podrán ser curadas tantas heridas, entonces todos los derechos recobrarán su primitivo vigor, será devuelta la paz, y caerán de las manos las espadas y las armas, cuando los hombres acepten de buen grado el poder de Cristo, le obedezcan voluntariamente y toda lengua confiese que Nuestro Señor Jesucristo está en la gloria de Dios Padre”.[1]

[1] León XIII, encíclica Annum sacrum, 25 de marzo de 1899: ASS 31 [1898-1899] 647