«El luctuoso acontecimiento de su muerte, aunque se temía sobreviniera de un momento a otro, impresionó vivamente. Al escuchar la lectura de su testamento espiritual, tan cristiano como patriótico, hecha por el Jefe del Gobierno con incontenible emoción ante las pantallas de TVE, se agolpaban atropelladamente los sentimientos. Hemos perdido una figura excepcional. (…).
«Ensanchemos el corazón. Nuestro hermano Francisco, piadosamente pensando, pronto irá a gozar de Dios, si no está ya disfrutando de su visión en el Cielo». «Durante casi cuarenta años ha dirigido en el plano supremo los designios de España. Esto ha hecho gravitar sobre sus hombros una responsabilidad asombrosa, ante Dios y ante la sociedad. Sin embargo, y por lo mismo, los méritos con ello contraídos, ante Dios y la sociedad, son también impresionantes».
«No puedo en estos momentos silenciar un hecho que dejó grabada una profunda huella en mi espíritu. Era el año 1953. Yo obispo novel. Asistió invitado a la inauguración del Seminario Mayor construido en tiempos de mi venerable antecesor. Solos los dos ante la ventana del Obispado del Seminario, que mira a los terrenos y a la ciudad, le indicaba las propiedades del Seminario y las fincas de extraños que se entremezclaban. Le indiqué que me pedían precios muy elevados, y aludí a la posibilidad de expropiación. Me contestó inmediatamente: «No haga usted odiosa la Iglesia usando sin verdadera necesidad sus privilegios». «De frente tenemos el Seminario Menor muy pequeño y en pobrísimas condiciones. «Tal vez sea suficiente —le dije—, aunque apretadamente y con grandes deficiencias, para las necesidades de la Diócesis, pero es totalmente incapaz para dar cobijo conveniente y formación adecuada a las numerosas vocaciones, valiosísimas, que se me presentan».
«No tiene derecho —me contestó— a despreciar las vocaciones sacerdotales, que Dios le da. Si no las necesita usted, las necesita la Iglesia, y, concretamente, América y las misiones». Este hecho es certísimo. Refleja un profundo sentido tan sobrenatural y una visión tan cristiana del futuro eclesial que me dejo estupefacto. Fue para mí una lección que jamás olvidaré.
«No quisiera que mis palabras sonaran a halago (…). Pero tampoco es lícito, sería injusto, silenciar en esta ocasión sus grandes y excepcionales merecimientos para con la Iglesia y para con el pueblo español. Es una grave obligación reconocer la paz, no corriente entre nosotros, el profundo bienestar, el impresionante progreso que nos ha proporcionado durante este prolongado período de nuestra historia.
«El precioso testamento que nos legó revela que pasó las últimas jornadas de su existencia terrena mirando al futuro de nuestra Patria. Así quería dar feliz remate a su obra. Sintiendo con serenidad cristiana que le había llegado la hora de dar cuenta a Dios de sus actos, debió ofrecer aquellas terribles penalidades, así como las súplicas que por su salud se dirigían al Cielo, para que Dios mirara con ojos de bondad su amada España. Éste era también el pensamiento fundamental de cuantos por él orábamos».
«Y Dios nos ha escuchado, y nos ha inspirado la consoladora confianza de que seguirá protegiendo a nuestro pueblo… Sólo resta que nosotros no nos hagamos inmerecedores de su paternal protección y nos esforcemos por continuar y perfeccionar la tarea que tan brillantemente él durante casi cuarenta años ha llevado a cabo».
«Confiamos también que nuestro Caudillo, permítaseme designarle así con este nombre, que nos fue familiar en estos años, nuestro Caudillo, digo, que tan ejemplarmente amó a Dios, y apasionante sirvió a España, desde el Cielo, como buen soldado cristiano, seguirá sirviendo a su patria con las valiosas armas de su intercesión».
(Homilía: Boletín citado, págs. 229, 230, 231.)