«…Insisten los textos de la liturgia funeral renovada en que la homilía sea más bien catequesis sobre la muerte cristiana que elogio fúnebre del difunto. Pero no se excluye que la catequesis pueda hacerse basándose justamente en las circunstancias que han rodeado a una muerte concreta. Y éste creemos que es nuestro caso.
Nuestro Jefe de Estado que acaba de fallecer hizo aquí mismo en Salamanca, en el Aula Magna de la Universidad Pontificia, con ocasión de su doctorado «honoris causa», una de las más explícitas manifestaciones que realizó en su vida sobre preocupación por el juicio que le esperaba en la otra. Están oyéndonos personas que lo presenciaron y que le escucharon decir, entre lágrimas, que en manera alguna quería comparecer ante el tribunal de Dios con las manos vacías. Lo que ha expresado en su último mensaje a los españoles estaba ya en su conciencia allá en 1954 de manera bien explícita. Para él, morir era tener que dar cuenta de una actuación. No se trata de un testimonio lejano, sino del resultado de una fe cristiana arraigada, que los salmantinos pudieron apreciar cuando, viviendo en la que hoy es nuestra casa, fueron testigos de la ejemplaridad de su vida familiar, de la devoción en sus prácticas religiosas y de tantos otros rasgos que le acreditaban como cristiano consecuente, ese cristiano que tan manifiesto ha quedado en sus nobles palabras póstumas de testimonio de fe, de perdón a los enemigos, de preocupación por la patria temporal que dejaba.
No se quebró después la línea que aquí se había iniciado. Sin entrar a enjuiciar su actuación política, nadie regateará elogios para la plena entrega a las tareas de gobierno, para la rigurosidad y seriedad impuesta en todas sus funciones, para el ejemplo de su vida privada, para la estabilidad lograda en un país que durante siglo y medio venía siendo atormentado por tremendos vaivenes políticos. No es posible eludir una alusión a sus últimos días. Incorporado a Cristo por el bautismo, por una fe intensamente vivida, por un amor a la Eucaristía patentemente manifestado, le tocó hacer culminar esta incorporación con otra de tipo más personal y humano, si cabe hablar así: la del sufrimiento. Su muerte no fue la trágica de un atentado, de un accidente, sino como la de Cristo, la culminación de un largo período de tremendos sufrimientos de toda índole. Parecía, ya al final, que no había lugar en su cuerpo para una nueva llaga o un nuevo sufrimiento. Acá en la tierra le tocó purificarse antes de pasar la frontera de la muerte. Y esos méritos obtenidos en su vida y en su larga agonía le habrán acompañado ahora ante el Tribunal del Cielo. (…) El Jefe del Estado recién fallecido puede estar ya, a estas horas, en condición de interceder por nosotros, pero puede también necesitar de nuestros sufragios (…).
Carecería de sentido por otra parte rendir un homenaje a la memoria de Franco y desconocer y olvidar sus últimos deseos que fueron los de su vida entera: «Velad también vosotros y para ello deponed frente a los supremos intereses de la patria y del pueblo español toda mirada personal. No cejéis en alcanzar la justicia social y la cultura para todos los hombres de España y haced de ello vuestro primordial objetivo. Mantened la unidad de las tierras de España, exaltando la rica multiplicidad de sus regiones como fuente de la fortaleza de la unidad de la patria».
Marchando hacia la patria eterna, Francisco Franco nos ha precedido con la señal de la fe y duerme el sueño de la paz…»
(Homilía: Boletín Oficial del Obispado, noviembre 1975, », 308, 309, 310, Mil.)
os en cada una de las peregrinaciones que se libre al fin nuestra Patria de la peste del liberalismo y del marxismo en cualquiera de sus versiones sociodemocráticas. Es la gran hora de suplicar por la instauración del Reinado Social de Nuestro Señor Jesucristo. Por eso, como el Papa, peregrinamos.