1. NOCIÓN DE GRACIA
En el cristiano hay dos clases de vida: Una natural y otra sobrenatural. La vida natural procede de la unión del alma con el cuerpo. La vida sobrenatural consiste en la maravillosa unión del alma con Dios, por la gracia santificante, que recibimos por los sacramentos.
La gracia es un don sobrenatural que Dios concede para alcanzar la vida eterna.
Se llama gracia porque Dios, en virtud de los méritos de Jesucristo, nos la concede gratuitamente, sin haberla merecido nosotros.
Hay dos clases de gracia: la gracia santificante y la gracia actual.
La gracia santificante es un don sobrenatural, infundido por Dios en el alma de modo permanente, que nos hace santos y participantes de la vida divina.
La gracia actual es un auxilio de Dios que ilumina nuestro entendimiento y mueve nuestra voluntad para obrar el bien y evitar el mal en orden a la salvación eterna.
El Papa Pablo VI dijo que “la participación en la naturaleza divina, que los hombres reciben como don mediante la gracia de Cristo, tiene cierta analogía con el origen, el crecimiento y el sustento de la vida natural”.
El Señor que conoce nuestra debilidad para cumplir los Mandamientos y obrar como corresponde a nuestra dignidad de hijos de Dios, nos concede el auxilio sobrenatural de la gracia para que seamos buenos hijos de Dios.
2. EFECTOS DE LA GRACIA SANTIFICANTE
La gracia santificante produce en el cristiano los siguientes efectos: eleva a un estado sobrenatural; convierte al justo en amigo de Dios, hijo de Dios, heredero del Cielo y templo del Espíritu Santo.
La gracia santificante eleva al hombre al estado sobrenatural y le hace participar de la divina naturaleza: “Habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios” (1Cor 6, 11). “Vestíos del hombre nuevo, creado según Dios en justicia y santidad verdaderas” (Ef 4, 24).
Así como el fluido eléctrico transforma la bombilla y la savia produce en el árbol hojas, flores y frutos, de la misma manera la gracia santificante produce frutos sobrenaturales en el alma.
La gracia santificante convierte al justo en amigo de Dios. Lo dijo el mismo Jesús: “Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que oí a mi Padre os lo he dado a conocer” (Jn 15, 14).
La gracia santificante convierte al justo en hijo de Dios y heredero del cielo. San Pablo, en su carta a los romanos, dice: “No habéis recibido el espíritu de siervo para recaer en el temor, antes habéis recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre! El Espíritu mismo da testimonio con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios, y si hijos, también herederos de Dios, coherederos de Cristo” (Rom 8, 15).
La gracia santificante convierte al justo en templo del Espíritu Santo. “¿No sabéis que sois templos de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?” (1Cor 3, 16).
3. AUMENTO Y PÉRDIDA DE LA GRACIA SANTIFICANTE
La gracia santificante aumenta en el alma por medio de la oración, los sacramentos y las buenas obras. Se pierde por el pecado mortal.
La gracia santificante aumenta por medio de la oración, los sacramentos y las buenas obras. “El que es justo practique más la justicia, y el que es santo santifíquese más” (Apoc 22, 11). “Si alguno dijere que la justicia recibida no se conserva y también que no se aumenta delante de Dios por medio de las buenas obras… sea anatema” (Concilio de Trento).
La gracia santificante se pierde por el pecado mortal. Frente a la doctrina de Calvino sobre la imposibilidad de perder la gracia y frente a la doctrina de Lutero, según la cual el estado de gracia sólo se pierde por el pecado de incredulidad, el concilio de Trento enseñó que: “no sólo por el pecado de infidelidad, sino por cualquier otro pecado mortal, se pierde la gracia de la justificación”.
El que está en pecado mortal puede hacer obras buenas, pero con ellas no merece ni la gracia ni la gloria, aunque puede alcanzar de la misericordia divina la gracia de su conversión.
“Vigilad y orad para que no caigáis en tentación” (Mt 26, 41). “El que cree estar en pie, mire no caiga” (1Cor 10, 12).
4. NECESIDAD DE LA GRACIA ACTUAL
El hombre necesita de una fuerza que está por encima de su capacidad natural (esa fuerza es el don gratuito de la gracia actual sobrenatural), sin la cual no puede pensar, ni hacer nada, en orden a su salvación eterna. “Pues Dios es el que obra en nosotros el querer y el obrar” (Fil 2, 13).
Dice Nuestro Señor Jesucristo: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ese da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5). San Agustín comentando estas palabras de Jesús, dice: “Para que nadie piense que el sarmiento podría producir por sí sólo al menos un pequeño fruto, el Señor no dijo: ”Sin mí podéis hacer poco», sino que afirmó rotundamente: “Sin mí no podéis hacer nada”. Así, pues, sea poco o mucho, nada se puede hacer sin Aquel fuera del cual nada es posible hacer».
“Dios Nuestro Señor quiere que todos los hombres se salven” (1Tim 2, 4). Y para que se salven el Señor concede a todos la gracia actual para cumplir los preceptos divinos: “Fiel es Dios, que no permitirá que seáis tentados sobre vuestras fuerzas; antes dispondrá con la tentación el éxito para que podáis resistirla” (1Cor 10, 13).
Ahora bien, Cristo nos exhorta a la lucha: “Entrad por la puerta estrecha, porque ancha es la entrada y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella; mas ¡qué estrecha la entrada y qué angosto el camino que lleva a la vida!, y pocos son los que la encuentran” (Mt 7, 13).
“Dios no abandona a los justos con su gracia si no es abandonado antes por ellos” (San Agustín).
5. MÉRITO SOBRENATURAL
Todo acto moralmente bueno tiene su mérito o valor moral y es digno de un premio. A un mérito corresponde un premio. “Venid, benditos de mi Padre, y tomad posesión del reino de los cielos… porque tuve hambre y me disteis de comer” (Mt 25, 34). “Cada uno recibirá su recompensa conforme a sus obras” (1Cor 3, 8).
Para que el alma consiga un mérito sobrenatural es necesario que la obra meritoria sea conforme a la ley de Dios, que se realice con libertad y en gracia de Dios.
La persona que hace el acto meritorio ha de estar en estado de peregrinación terrenal: “Mientras hay tiempo hagamos el bien a todos” (Gal 6, 10), porque “el tiempo de merecer solamente lo ha dado Dios a los hombres en esta vida” (San Fulgencio).
La obra meritoria ha de hacerse en estado de gracia: “Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en mí” (Jn 15, 4).
La pérdida de la gracia santificante por el pecado mortal tiene como consecuencia la pérdida de todos los méritos. Pero según doctrina general de todos los teólogos, los méritos reviven en el alma cuando se restaura el estado de gracia santificante, con una buena confesión.
6. LA ORACIÓN
Orar es hablar con Dios, Nuestro Padre Celestial, para alabarle, darle gracias y pedirle toda clase de bienes.
San Juan Damasceno decía que “la oración es la elevación del alma a Dios”, “la petición a Dios de las cosas convenientes”. Santo Tomás, recogiendo las dos definiciones anteriores, enseña que “la oración es la elevación de la mente a Dios para alabarle y pedirle cosas convenientes a la eterna salvación”.
Como la oración es una elevación de la mente a Dios, el que está completamente distraído, el que no cae en la cuenta de que está hablando con Dios, en realidad no hace oración.
La Iglesia ha enseñado siempre a orar. No para cambiar la providencia divina, que es absolutamente inmutable, sino para obtener de Dios lo que desde toda la eternidad ha determinado conceder a la oración. Como si el Señor hubiera dicho desde toda la eternidad: “Concederé tal cosa si se me pide, y si no, no”.
La oración eleva y engrandece nuestra dignidad de personas humanas. Nunca es más grande el hombre que cuando está de rodillas orando. El trato humilde, amoroso y confiado con Dios proporciona al alma gozo y consuelo espiritual.
7. NECESIDAD DE LA ORACIÓN
La oración no sólo es conveniente para el hombre, sino que es absolutamente necesaria. La oración es como la respiración y alimento del alma.
El mandato divino consta expresa y repetidamente en la Sagrada Escritura: “Vigilad y orad” (Mt 26, 41); “pedid y recibiréis” (Mt 7, 7); “orad sin intermisión” (1Tim 5, 17); “permaneced vigilantes en la oración” (Cel 4, 2).
Es doctrina común y absolutamente cierta en teología que la oración es necesaria para la salvación de los adultos. San Alfonso María de Ligorio, dice: “El que reza, se salva ciertamente, y el que no reza, ciertamente se condena. Si dejamos a un lado los niños, todos los demás bienaventurados se salvaron porque rezaron, y los condenados se condenaron porque no rezaron. Y ninguna otra cosa les producirá en el infierno más espantosa desesperación que pensar que les hubiera sido cosa muy fácil el salvarse, pues lo hubieran conseguido pidiendo a Dios sus gracias, y que ya serán eternamente desgraciados porque pasó el tiempo de la oración”.
“Dios no manda imposibles, y al mandarnos una cosa, nos avisa que hagamos lo que podamos y pidamos lo que no podamos y nos ayuda para que podamos” (San Agustín).
La oración más excelente es el Padrenuestro; también podemos hacer oración a la Virgen, a los ángeles y a los santos, para que intercedan por nosotros ante Dios. Las principales oraciones a la Virgen María son el Avemaría y la Salve.
8. EFICACIA DE LA ORACIÓN
Si oramos conseguiremos de Dios todo lo que necesitamos para ser santos y salvarnos.
La oración es de eficacia infalible, como afirma Cristo Nuestro Señor: “Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, halla; y al que llama se le abrirá. ¿O hay acaso alguno entre vosotros que al hijo que le pide pan le da una piedra, o si le pide un pescado le da una culebra? Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que se las pidan!” (Mt 7, 711).
“Todo cuanto con fe pidiereis en la oración yo lo haré” (Mt 21, 22). “Cualquier cosa que pidiereis en mi nombre, eso haré, para que sea glorificado el Padre en el Hijo. Si algo me pidiereis en mi nombre, Yo lo haré” (Jn 14, 13 y 14).
Para que nuestra oración tenga eficacia infalible se requiere que uno pida algo para sí mismo, que lo que pida sea necesario o conveniente para la salvación y que lo pida en nombre de Jesucristo.
Podemos y debemos orar también por todas las personas capaces de alcanzar la gloria eterna, sin excluir ni a herejes ni a excomulgados, ni a nuestros enemigos. La caridad cristiana y a veces la justicia nos urge esta obligación: “Orad unos por otros para que os salvéis” (Sant 5, 16).
Para que nuestra oración sea agradable a Dios hemos de orar con la reverente atención que se debe a la Majestad divina; con la humildad del pobre pecador necesitado; con la confianza del hijo para con el Padre y con la perseverancia que tanto inculcó Nuestro Señor Jesucristo.