Hace treinta años me regalaron el libro “vida después de la vida”. Vivía en una aldea de la Alcarria conquense. El contenido de la obra eran varios testimonios de personas que, después de muertas volvieron a la vida, tras contemplar paisajes hermosísimos, luces divinas, jardines paradisíacos y belleza, mucha belleza. Este verano del 2014 una periodista y antigua alumna me regaló un libro en el que la autora afirma que estuvo nueve minutos en el cielo. Dios lo puede todo, indiscutiblemente, pero la revelación divina nos dice: “Está instituido que todo hombre muera una sola vez, y después el juicio” (Heb 9,27).
La muerte es la separación del alma y el cuerpo que volverán a unirse el día del juicio universal. El cuerpo hecho de barro, vuelve a la tierra: “Recuerda que eres polvo y en polvo te has de convertir” (Gen 3,19). El cuerpo separado del alma es un cadáver frío, inmóvil, insensible… Y el alma ¿qué? El alma es espiritual e inmortal, vivirá eternamente en el cielo o en el infierno. El alma separada del cuerpo y limpia de todo pecado y pena temporal se une a Dios para siempre en eterna y gozosa felicidad. “La hermosura del cuerpo es el alma y la hermosura del alma es Dios” (San Agustín).
El demonio dijo a Eva que no moriría si comía del fruto de la ciencia del bien y del mal “de ninguna manera moriréis” (Gen 3,4); y murieron. Y, por su desobediencia también morimos nosotros ¿Cuándo?: “Velad, pues, porque no sabéis cuando llegará vuestro Señor” (Mt 24, 42). “Oculto está el último día, para que observemos todos los días” (San Agustín). “Acuérdate de tus postrimerías (muerte, juicio, infierno y cielo) y no pecarás jamás” (Eclo 7, 40).
Señora, Reina y Madre nuestra, Santa María, que muramos en gracia de Dios: ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte.
P. Manuel Martínez Cano, mCR.