Contracorriente

~ Blog del P. Manuel Martínez Cano, mCR

Contracorriente

Archivos diarios: 6 octubre, 2014

Cristo, luz para los hombres y para los pueblos 1

06 lunes Oct 2014

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Queridos hermanos: La fiesta de la Epifanía celebra la manifestación del amor de Dios, gracias a la presencia visible de Cristo Jesús entre los hombres.
En la oración de la misa de hoy, pedíamos al mismo Dios que, ya que ha revelado a su Hijo a todas las naciones, por medio de la estrella, nos conduzca a todos a la plenitud de su luz. Y recitábamos tras la primera lección el gran deseo de Dios y de los que creen en Dios: «Que todos los pueblos te sirvan, Señor.»guerra campos3

Mis queridos hermanos, esta revelación de Cristo, «para que todos los pueblos te sirvan», constituye ya, en la historia y para siempre, la luz, el sentido, la alegría, la esperanza, el camino y la vida toda.
Nosotros, los españoles, tenemos que dar gracias a Dios porque desde el comienzo quiso que conociésemos a su Hijo encarnado. España, con imperfecciones, pero con toda sinceridad, cogió como pueblo esta luz que brilla para todos los pueblos. La vida cristiana en España es un don continuamente ofrecido y renovado, vocación constante pero ligada, por voluntad de Dios, al gran don de una herencia. Heredamos la luz para que la transmitamos, siendo fieles a la misma. Desde que esta luz brilla en los horizontes de un pueblo, en este caso de España, pasa a ser indiscutiblemente el valor supremo de la vida personal y de la vida comunitaria y por ello cada uno y la comunidad misma, no obstante las variaciones de algunos individuos, hemos de mantener la fidelidad a lo que es nuestro máximo bien, porque estamos consagrados a Cristo.

Hace menos de dos años, el episcopado español, evocando el cincuentenario de una solemne consagración de nuestra patria al Sagrado Corazón de Jesús, exhortaba a renovar algunas de las exigencias actualísimas de esa consagración:
La primera de ellas, la profesión pública de la fe; con palabras del episcopado, la proclamación valiente y gozosa de la fe que Dios nos ha concedido. No podemos esconder la luz de la verdad, sino levantarla sin temor para que ilumine los caminos de hoy.

La segunda, la aceptación incondicional y también gozosa del reinado de Cristo en todas sus dimensiones, temporales y eternas, y el compromiso de procurar y pedir que este reinado, este señorío vivificante, sea reconocido por todos los hombres; que Dios siga siendo de verdad venerado y servido, esto es, que la vida humana se ordene conscientemente, con subordinación filial, al Dios que se ha revelado en Cristo, de quien viene toda luz, toda esperanza, la plenitud del sentido para toda la vida, tanto en lo que tiene de esfuerzo durante la peregrinación, como en lo que tiene de gracia, objeto de contemplación y de esperanza.
Muchos años antes, el episcopado español, en la carta colectiva que dirigió a todos los obispos del mundo en 1937, afirmó este deseo, que era también propósito y esperanza: «Quiera Dios ser en España el primer bien servido, condición esencial para que la nación sea verdaderamente bien servida.»

La tercera, que el amor de Cristo y a Cristo dé su plenitud a la comunidad humana. Es obligación de la comunidad patria la restauración progresiva del orden social, que «no podrá hacerse con la generosidad, la profundidad y la integridad requeridas si no está inspirada por el amor que brota del Corazón de Cristo». «Desde Él procuraremos renovar a las personas y las estructuras sociales con amor, que es decir con fecunda eficacia y no con irritada y disolvente violencia; podremos defender la justicia, sin convertir esa defensa en la máxima injusticia; impulsaremos el desarrollo en todas sus dimensiones, sin truncar el crecimiento de los valores eternos del hombre» (Exhortación citada).
Cristo, luz de los hombres en comunidad, de los pueblos, se hace visible en todos los tiempos por medio de la Iglesia, que es nuestra madre porque nos da la vida de Dios que baja del cielo; pero, al mismo tiempo, la Iglesia somos nosotros mismos. Nosotros hemos de ser ante los demás la señal visible de la presencia salvadora del Señor. Ciertamente, aun en un país en que gracias al Señor coinciden casi del todo los miembros de la Iglesia y los miembros de la comunidad civil, ella -como dice el Concilio- no se confunde con la comunidad política, porque la Iglesia (aquella dimensión de nosotros mismos, miembros de la patria, por la que somos Iglesia) es signo y salvaguardia de la trascendencia de la persona humana. La Iglesia, por medio de nosotros, propone lo trascendente y, a su luz, inspira y anima las soluciones del orden temporal, pero sin reducirse jamás a ser una solución temporal. Y por eso hay -y todos reconocemos, y exigimos autonomía del orden temporal respecto de la jurisdicción de la Iglesia. Aquel tiene sus fines, sus leyes, sus fuerzas, su organización, su autoridad. Autonomía respecto de la jurisdicción de la Iglesia, pero nunca en relación con la autoridad de Dios, porque, como dice el decreto conciliar sobre el apostolado seglar: «El orden temporal se ha de ajustar a los principios superiores de la vida cristiana» (Aa., 7). Y, como dice también el episcopado español en un documento de 1966, recién terminado el Concilio: «La Iglesia aporta al orden temporal, supuestas la autonomía, fuerzas, leyes y organización de dicho orden, el espíritu del Evangelio, es decir, la ordenación final a Cristo; la iluminación del sentido del hombre por la revelación del misterio de Dios Padre en Cristo resucitado; la defensa sincera y la garantía revelada de la libertad y la dignidad de la persona; la promoción decisiva de la unidad, elevando la vida social a una comunión en la caridad; la orientación del dinamismo humano hacia una actitud de servicio y de esperanza; en una palabra, la energía que la Iglesia puede comunicar a la sociedad humana consiste en la fe y la caridad aplicadas a la vida práctica, no en un dominio externo, ejercitado con medios puramente humanos» (GS., 42).

Ahora bien, es una preocupación en estos tiempos para los hijos de la Iglesia, para los hijos de la patria, contemplar una especie de eclipse de la fe, que queda rebajada al nivel de aspiraciones y valores puramente humanos, patrimonio común de creyentes y de ateos, y el eclipse de la caridad, que se reduce a exaltar la libertad de los hombres y, acaso, a una cierta solidaridad entre los mismos.
En realidad, sabemos muy bien que en algunos sectores, incluso eclesiásticos, se aboga decididamente por la muerte de Dios, so pretexto de favorecer así mejor la convivencia y la cooperación entre los hombres. Se difunde por todas partes, también entre nosotros, una manera turbia de considerar esos bienes divinos que son la libertad y los valores humanos como si fuesen simple expresión de la autosuficiencia del hombre y como si esta autosuficiencia fuese salvadora. Se supone que, rebajándonos todos a ese nivel de patrimonio común, se obtendrá más fácilmente la unidad entre los hombres. Se piensa, por tanto, que las sociedades civiles deberían abstenerse de toda motivación trascendente, e incluso se le pide a la misma Iglesia que se limite a promover esos valores o, al menos, que los cultive como condición previa, omitiendo o posponiendo su evangelio específico, su evangelio revelado, porque éste es causa de división. La consecuencia es que muchos, dentro de la Iglesia misma, patrocinan en nuestro tiempo una especie de inhibición misionera. Ya no aprecian como valor primario la fe, la comunicación consciente con el Dios que se nos ha revelado en Cristo, en la oración, en los sacramentos; la acción misionera, que es humilde, gozoso ofrecimiento de la fe, considerada como el bien máximo.

Nosotros sabemos -y esta tarde pedimos al Señor nos lo confirme- que el único modo válido de considerar ese patrimonio común de valores humanos, al que se nos quiere rebajar, eludiendo lo que tiene de don peculiar la fe, es apreciarlos ciertamente como bienes, pero, según explica el Concilio, bienes referidos a Dios como a su fuente, a su meta, y, por lo mismo, aprovecharlos, no para una reducción a niveles inferiores, sino para una elevación. Que sirvan de disposición para acoger lo que es la plenitud de todos los valores, la revelación de Cristo, respuesta y sentido a las aspiraciones e ideales humanos; raíz y cúpula de todos los valores que asoman en el corazón de nuestros hermanos.

Sí, sin duda el hombre ha de asimilar las motivaciones de su vida de modo libre; pero pedimos al Señor que no se disipe en nuestras mentes la evidencia de que la libertad no es indeterminación arbitraría o escéptica; es camino hacia bienes superiores, que son los que dan consistencia y anchura al vivir de cada uno. Por eso experimentamos que la libertad sin norma es esclavitud para el que la padece y es tiranía para los demás. Por eso experimentamos con gozo la gran definición de la libertad: «Servir a Dios es reinar». Y en aplicación práctica a la vida social, a la vida comunitaria en todos los pueblos, y en nuestra patria, sabemos que el servicio de la sociedad a la libertad, porque no hay libertad sino en la sociedad, en promover positivamente las condiciones favorables para que los hombres descubran y vivan los valores fundamentales, para que puedan conocer y amar a Cristo.

Se nos habla de respeto al pluralismo. Respondemos que, sin duda, merece respeto la libertad creadora en el ancho campo de lo opinable, y que no hemos de restringir arbitrariamente este campo; pero tampoco hemos de caer en el escepticismo absurdo. Ante las desviaciones manifiestas, sobre todo, contra el bien máximo, el respeto y el servicio a la libertad de los demás no consiste en la aceptación ecléctica de un pluralismo caótico. Hay que favorecer la libertad para el bien; y en cuanto a lo demás, la esencia razonable y cristiana de la libertad social o civil importa tres posturas:

La primera, no coaccionar, no violentar a quienes no perciben o no viven los valores; ser pacientes con quienes están en su búsqueda.

La segunda, que tendemos, desgraciadamente, a omitir, proponerles el bien, estimular la atención de los interesados hacia ese bien.

La tercera, defenderse y defender a los hermanos, particularmente a los más débiles, contra la agresión injusta de quienes traten de proyectar su propia oscuridad o su propia turbulencia sobre los demás.
Jesús nos dijo emocionadamente hablando de la oración: ¿Si tu hijo te pide pan, le darás una piedra?; ¿si tu hijo necesita un pez, le darás una serpiente?; ¿si tu hijo necesita un huevo, le darás un escorpión? (Cfr. Lc. 11, 11-12).

Hermanos, que nuestro respeto sincerísimo a la libertad de los demás no consista nunca en esta operación monstruosa de dar escorpiones a nuestros hermanos, especialmente a los pequeños, los que respecto de la patria son de verdad hijos. Y que en esta labor de servicio a las exigencias auténticas de la libertad, camino del bien, no dejemos solas a las autoridades o no nos limitemos a reclamar de ellas, sino que cooperemos todos, conscientes de que se trata no de una limitación de la libertad, sino de su defensa, del ejercicio de un deber y de un derecho.

Muchos otros aspectos de esta manera confusa de apelar a los valores humanos podrían ser evocados aquí; no me atrevo a insistir en ellos para no ocupar demasiado tiempo vuestra atención. Sólo quisiera decir de paso, que Dios, que se nos ha manifestado en Cristo, no podrá tolerar jamás que, los que le conocemos, traicionemos nuestra condición de testigos. Otros, que no le conocen, podrán acercarse, sin darse cuenta, al Señor a través de las aspiraciones confusas de su propio corazón; pero nosotros, no. Tenemos una luz, y no para ocultarla, sino para mostrarla. Nosotros no podemos ocultar al Señor, ni siquiera dentro del hombre; no podemos decir que ya amamos al hombre, si, mientras tanto, omitimos la profesión de nuestro amor a Cristo Jesús, a Dios Padre; porque el Señor que nos ha pedido, como exigencia de una caridad eficaz, el amor y el servicio a los hombres, ha dicho también que «el que me negare delante de los hombres, yo le negaré también delante de mi Padre» (Mt. 10, 33).

Y en cuanto a la unidad, que es, sobre todo en el ámbito íntimo del pensamiento y de los corazones, una de las grandes exigencias de toda vida comunitaria, queremos recordar que no puede lograrse a costa de Cristo. Se fomenta, sin duda, la unidad, aprovechando ese mínimo que nos es común a todos los que convivimos en un ámbito determinado, pero ese grado no puede ser el término de un rebajamiento, de una reducción, sino -como decíamos antes- inicio de ascensión. En definitiva, no hay unidad verdadera entre los hombres, sino cuando todos comulgan en un movimiento ascendente hacia valores que nos trascienden y nunca cuando pretenden lograrla, por la vía fácil de la reducción a un mínimo, porque ese camino conduce a lo inferior, donde reina el egoísmo, manantial incesante de toda división.Cristo-Redentor-4-600x483

La encarnación de Cristo fue un abajarse, pero con finalidad elevadora; si no, carecería de sentido. Por eso, los cristianos esperamos de nosotros mismos y de toda la Iglesia, especialmente de los más responsables en la misma, que cuando practique, en virtud de la caridad, los servicios temporales que necesiten los hombres, los convierta siempre en signo de la presencia del amor que salva; que, como Cristo Jesús, el pan más o menos multiplicado, levante siempre el apetito y el corazón hacia el pan que baja del cielo. Porque cuando no se produce esta elevación desde el pan de la tierra al pan del cielo, entonces -como sucedió a Jesús en Cafarnaún- mejor sería que la Iglesia se quedase sin seguidores. Entonces, Cristo Jesús, implacablemente fiel a su misión de amor, preferirá que se marchen todos. «¿También vosotros os queréis ir?», tendrá que decir, a última hora, al grupo minúsculo de sus discipulos (Cfr. Jn. 6, 6o-67).

Precisamente porque conocemos el valor cristiano de la vida social, no podemos ocultarlo; tenemos que exponerlo, realizarlo, defenderlo, sean cuales fueren las situaciones de desconocimiento o de repulsa de hermanos nuestros. ¿Por qué hemos de tolerar con laxitud cualquier forma de vida social, aunque sea con menosprecio de su contenido religioso y de los más finos valores morales?

Cristo es un dato irreversible. No es algo accidental; es el sentido de la historia, y nada, ninguna concepción por brillante que fuese, aunque la expongan hombres de la Iglesia, puede justificar la traición a la presencia visible, profesada, de Cristo entre los hombres o, lo que es lo mismo, no hay amor a los hombres sin amor a la verdad. Recordemos, a este respecto, las palabras incisivas del Padre Santo, Pablo VI, en su encíclica Humanae Vitae, dirigiéndose a los sacerdotes: «No menoscabar en nada la saludable doctrina de Cristo es una forma de caridad eminente hacia las almas», y continúa diciéndoles que imiten al Señor, «intransigente con el mal, misericordioso con las personas»; al Señor que dijo: ‘La verdad es la que os hará libres» (Jn. 8, 32).

El mismo Papa, hablando, el pasado día 5 de este mes, a todos los obispos del mundo, en conmemoración de la clausura del Concilio Vaticano II y exhortándonos a que presentemos constantemente pura e íntegra la verdad de la fe al pueblo, que tiene imprescriptible derecho de recibirla, nos dice: «Sepamos caminar fraternalmente con todos los que, privados de esa luz que nosotros gozamos, tratan de llegar a la casa paterna a través de la niebla de la duda. Pero si nosotros compartimos sus angustias, que sea para tratar de curarlas; si les presentamos a Jesucristo, que sea el Hijo de Dios hecho hombre para salvarnos y hacernos participar de su vida, y no una figura totalmente humana, por maravillosa y atrayente que sea».
Sin este amor a la verdad (que por ser amor es ya plenamente respetuoso de la intimidad y la libertad de los hermanos), la vida social, so pretexto de lograr la unidad por abajo, mediante un humanismo recortado, da necesariamente paso libre al ateísmo.
El ateísmo se está convirtiendo en muchas partes del mundo, y algunos quieren que también se convierta en nuestra patria, en la forma de convivencia y por lo mismo, prácticamente para la mayoría del pueblo, en forma de vida. A este propósito, no será inoportuno recordar que, cuando terminó el Concilio, el episcopado español expuso con cierta solemnidad las orientaciones de la Iglesia acerca de la vida política y social que habrían de inspirar el perfeccionamiento de la sociedad española y de sus formas institucionales. Sobre el modo de hacerlo, el episcopado declaraba que no se sentía facultado para emitir ningún juicio autoritativo. Invitaba entonces a que opinasen y deliberasen sobre el asunto los que legítimamente participan en la vida pública, con amoroso respeto a los anhelos e indicaciones de todos los conciudadanos, sin que nadie canonice sus opiniones preferidas, y sin que nadie condene, con ligereza, en nombre del Evangelio, las soluciones ajenas. Supuesta -añadía el Episcopado- la voluntad operante de perfeccionamiento, la jerarquía no ve que ni la estructura de las instituciones político-sociales, ni el modo general de su actuación, estuviesen en disconformidad sustancial con los derechos fundamentales de la persona y de la familia y con los bienes que atañen a la salvación de las almas.
«Pero, y la adición es importante, pensando en el futuro, estos dos motivos de orden moral y sobrenatural nos obligarían a rechazar de antemano, bien un sistema de arbitrariedad opresora, bien un sistema fundamentado en el ateísmo o en el agnosticismo religioso, en contra de la profesión de fe de la mayoría de los españoles. Es nuestro deber amonestar a todos los fieles para que de ninguna manera, ni con ningún pretexto, contribuyan a fortalecer las condiciones que pudieran facilitar la implantación de tal sistema.»
Y en 1967, hablando a los militantes del apostolado seglar, con palabras reiteradas luego en 1969 para todos los fieles españoles, se les proponía a éstos, como obligación absoluta, lo siguiente:
«Los fieles, al mismo tiempo que colaboran con todos los hombres, aun los no creyentes, en la recta ordenación de las cosas temporales, evitarán a toda costa contribuir al progreso de los planes de quienes intentan desterrar a Cristo de la vida humana.»

Mis queridos hermanos, en el mismo documento en el que se recogían estas palabras, el episcopado español -subrayando una de las muchas exigencias de la fe cristiana en su proyección social- escribía lo que sigue: «Los ciudadanos de un país consagrado al Señor no pueden permitir con pasividad que la atmósfera social sea contagiada por factores que la hagan irrespirable para la fe y la vida moral de sus hermanos, en particular los más indefensos.» (Ver también Humanae Vitae, núms. 22 y 23.)

Quisiera terminar con dos peticiones al Señor. Una de perdón. Este pueblo nuestro recibió desde el principio la luz de la estrella y, gracias al Señor, esta estrella ha irradiado en tantas partes del mundo. España como comunidad y en muchas ocasiones ha sabido valorar, como le corresponde, la primacía de la fe y, por eso, no tiene por qué lamentar ahora el haber invertido tantos esfuerzos suyos en la acción misionera. Pero… ¡cuánto falta, Señor, para que la estrella brille con toda su pureza; para que dé todo el rendimiento que Cristo espera de nosotros! También con palabras del Episcopado Español, en 1969, pidamos perdón al Señor por los pecados que se oponen al reinado de Cristo en nuestra patria, pecados que expresaba así: Incredulidad, pasividad apostólica, omisión culpable de los deberes de colaboración ciudadana, profanación de la santidad familiar, odio, resentimiento, violencia, impureza, enriquecimiento injusto, falsedad, escándalo, falta de amoroso respeto a los hermanos».

Segunda petición: Que mientras el Señor nos va purificando de nuestros pecados, que confesamos humildemente, y en medio de los pecados mismos, nos mantenga el don supremo de la fidelidad a Cristo. El mundo dicen ahora que cambia. Cambia siempre. En medio de los cambios más o menos acelerados, que sepamos discernir lo que contribuye a implantar más hondamente en las almas la presencia de Cristo, y que sepamos rechazar lo que tiende a oscurecerla por entronización de la autosuficiencia humana, por mucho que aduzca valores de origen divino; porque lo son, pero si se emplean contra Dios, configuran una actitud satánica.

Pidamos que todos los hijos de la santa Iglesia, particularmente los de España, sepan ver como el mejor servicio que pueden ofrecer a los hombres, la valiente, la humilde, la agradecida fidelidad al don que han recibido, para hacer partícipes a los hermanos; que cese dentro de la Iglesia la vergüenza de no ser iguales a lo que gustaría a un sector del mundo; que se realice la gran palabra del evangelio de hoy, es decir, que las ovejas que se encuentren desorientadas o dispersas sin pastor hallen a su pastor, que es Cristo; que descubran esta presencia de Cristo encarnada en la Iglesia y no la sustituyan por ningún valor especioso.

  Pidamos que España, como comunidad temporal, prospere; que mejore con la cooperación y la unidad de todos los ciudadanos; que dé y que reciba en el concierto de las naciones, pero que tampoco se avergüence de aquellas diferencias, si las hubiere, que dimanen de su positiva fidelidad a Cristo; que no identifique el progreso hacia la unidad con la traición a Cristo; que en este país, mis queridos hermanos, luzca siempre la estrella para los que buscan al Niño, para los que necesitan desesperadamente encontrar al Niño.

  La patria es algo más que una agregación de ciudadanos. La patria ejerce verdadera paternidad, y las generaciones venideras tienen derecho a heredar la fidelidad a Cristo, a recibir pan y alimentos integralmente nutritivos; no les demos escorpiones, piedras, serpientes.

Queridos hermanos, que esta fidelidad vigorosa, difícil, constante, pero siempre alegre, porque la luz de la estrella es el único manantial de gozo, que brilla es la noche, en el camino oscuro de los hombres, sea preservada, protegida amorosamente por Santa María, nuestra Madre, y que se mantenga a nuestro lado centinela perpetuo el gran apóstol Santiago, cuyo año santo acaba de abrirse en Compostela. Así sea.

José Guerra Campos

Imitación de Cristo 83

06 lunes Oct 2014

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Capítulo 45

Que no se debe creer a todos,
y que es fácil resbalar en las palabras

El Alma.- 1. «Señor, ayúdame en la tribulación, porque es vana la ayuda del hombre» (Sal 59,12).
¿Cuántas veces no hallé fidelidad donde pensé que la había? ¿Cuántas veces también la hallé donde menos lo pensaba?
Por eso es vana la esperanza en los hombres; mas la salud de los justos está en ti, ¡oh Dios!
Bendito seas, Señor, Dios mío, en todas las cosas que nos suceden.
Flacos somos y mudables; presto somos engañados, y nos mudamos.bla bla cinco

  1. ¿Qué hombre hay que se pueda guardar con tanta cautela y discreción en todo, que alguna vez no caiga el algún engaño o perplejidad?
    Mas el que confía en ti, Señor, y te busca con sencillo corazón, no resbala tan fácilmente.
    Y si cayere en alguna tribulación, de cualquier manera que estuviere en ella enlazado, presto será librado por ti, o consolado; porque no desamparas para siempre al que en ti espera.
    Raro es el fiel amigo que persevera en todos los trabajos de su amigo.
    Tú, Señor, tú solo eres fidelísimo en todo, y fuera de ti no hay otro semejante.
  2. ¡Oh, cuán bien lo entendía aquella alma santa que dijo: «Mi alma está asegurada y fundada en Jesucristo»! (santa Águeda).
    Si yo estuviese así, no me acongojaría tan presto el temor humano, ni me moverían las palabras injuriosas.
    ¿Quién puede preverlo todo? ¿Quién es capaz de precaver los males venideros?
    Si lo que hemos previsto con tiempo nos daña muchas veces, ¿qué hará lo no prevenido sino perjudicarnos gravemente?
    Pues, ¿por qué, miserable de mí, no me previne mejor? ¿Por qué creí de ligero a otros?
    Pero somos hombres, y hombres frágiles, aunque por muchos seamos estimados y llamados ángeles.
    Señor, ¿a quién creeré, a quién sino a ti? Eres la Verdad, que no puede engañar ni ser engañada.
    En cambio, «todo hombre es mentiroso» (Sal 115,2), frágil, mudable y resbaladizo, especialmente en palabras; de modo que apenas se debe creer luego lo que a primera vista parece recto.
  3. Cuán prudentemente nos avisaste que nos guardásemos de los hombres (Mt 10,17), que «los enemigos del hombre son los de su casa» (Mt 10,36) y que no diésemos crédito al que nos dijese: «¡A Cristo míralo aquí o míralo allí!» (Mt 24,23).
    He escarmentado en mí mismo. ¡Ojalá sea para mi mayor cautela y no para continuar con mi imprudencia!
    Cuidado -me dice uno-, cuidado; reserva lo que te digo. Y mientras yo lo callo, y creo que está oculto, él no pudo callar el secreto que me confió, sino que me descubrió a mí y a sí mismo, y se fue.
    Defiéndeme, Señor, de aquestas ficciones, y de hombres tan indiscretos, para que nunca caiga en sus manos ni yo incurra en semejantes cosas.
    Pon en mi boca palabras verdaderas y fieles, y desvía lejos de mí las lenguas astutas.
    De lo que no quiero sufrir, mucho me debo guardar.
  4. ¡Oh, cuán bueno y de cuánta paz es callar de otros, y no creerlo todo fácilmente, ni hablarlo después con ligereza; descubrirse a pocos, buscarte siempre a ti, que miras al corazón, y no moverse por cualquier viento de palabras, sino desear que todas las cosas interiores y exteriores salgan perfectas según el beneplácito de tu voluntad!
    ¡Cuán seguro es para conservar la gracia celestial huir las apariencias humanas y no codiciar las cosas de fuera que causan admiración, sino seguir con toda diligencia las que dan fervor y enmienda de vida!
    ¡A cuántos ha dañado la virtud descubierta y alabada antes de tiempo!
    ¡Cuán provechosa fue siempre la gracia guardada en silencio en esta vida frágil, que toda ha de llamarse malicia y tentación!

 

Mensajes de Fe 1

06 lunes Oct 2014

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A PROPOSITO DE UNA DEUDA

Cuando se recibe una cosa de otro, por pequeña que sea, se tiene respecto a él una deuda, al menos de gratitud. El que habiendo recibido un favor, aunque sea de poquísima importancia, no da las gracias, de muestra que no es educado. Si por ejemplo, un joven enciende el cigarrillo a otro, espera que se lo agradezca, y el otro tiene el deber de agradecérselo. Este deber tan importante es una de las primeras cosas que la madre enseña a sus hijos desde niño. Cuando la tía o el padrino regalan a los niños una fruta, un dulce, la madre quiere que digan “gracias”, y les reprende si no la atienden. Ninguna madre, en efecto, desea que su hijo crezca mal educado y, con hacerle decir “gracias” quiere llevar la mente de su hijito a que reflexione sobre el deber que 8e’ tiene hacia el que da algo. Este deber no es otra cosa que el deber de gratitud.gratitud2

Pero esta deuda de gratitud hacia los que dan alguna cosa es tanto «mayor cuanto más grande es el bien que se recibe. Así sería mayor la deuda con el que nos hubiese procurado una colocación que con el que nos hubiese invitado a un banquete de bodas; pero todavía mayor con quien nos hubiese, librado de la muerte, socorrido en una desgracia, asistido en una enfermedad peligrosa.

Ahora bien: el máximo beneficio recibido en la tierra es la vida. La vida nos la ha dado Dios por medio de nuestros padres. Así, pues, la mayor obligación que un hombre tiene hacia otro hombre es la de los hijos respecto a los padres, que han cooperado con Dios para darles la vida.

Esta deuda es todavía mayor con Dios que con nuestros padres, porque, a fin de cuentas, todo cuanto tenemos, comprendiendo la vida lo hemos recibido del Creador.

Por esto, así, como el conjunto de obligaciones que los hijos tienen respecto a los padres se llama piedad filial, del mismo modo el conjunto de las obligaciones que cada hombre tiene con relación a Dios se conoce con el nombre de “Religión”.

Saquemos algunas consecuencias de lo que se ha afirmado:

***

1) Con frecuencia se oye decir: “¡Yo no voy a la Iglesia, pero soy honrado, y lo soy más aún que aquellos que van a menudo!”

Hablar así es un evidente y gravrsimo error. En efecto, en cualquier diccionario la palabra honrado significa que respeta los derechos ajenos. No es honrado por consiguiente, el que no paga una deuda que tiene con otro; no es honrado quien no paga el traje que le ha hecho el sastre; quien no paga el pan que recibe del panadero o el vino que bebe en la taberna.

Mas, si para ser honrado hay que pagar el pan y el traje, mucho más necesario es pagar la vida, que cuesta bastante más que el alimento que se come o el vestido que uno se pone.

Este deber se halla tan arraigado en nuestra vida que nadie puede existir ni un sólo’ instante sin contraer inmediatamente una deuda de reconocimiento hacia el Creador exactamente igual que el niño que, con motivo de su confirmación, recibe como regalo un reloj no, puedo menos que contraer una deuda de gratitud hacia el padrino que se 10 ha regalado. Esta deuda hacia Dios, siendo verdadera y sacrosanta deuda, se paga únicamente cumpliendo todos los deberes de la Rellgl6n. Por eso es propio de hombres honrados practicar la Religión.

Por el contrario, quien no practica la Religión no sólo no es honrado, sino que es el peor de los malvados. Así, uno es tanto peor y tanto menos honrado cuando más graves sean los derechos que viola. Por ejemplo, el que maltrata e Injuria a su padre es peor que quien maltrata e injuria a un extraño. Un asesino es menos honrado que un ladrón. Ahora bien: nuestros deberes más importantes son los que tenemos hacia Dios.

***

2) La Religión es un deber que dura toda la vida.

Las obligaciones que se tienen hacia un patrono duran solamente mientras se está bajo su dependencia; las obligaciones de la vida militar duran mientras se permanece incorporado al ejército.

La obligación de la Religión dura cuánto dura la vida, ya que mientras vivimos permanece, constantemente, el hecho de que existimos porque Dios nos ha dado la vida y nos mantiene en ella. Si después de la niñez y después de la vida militar continúan los deberes que se tiene hacia los padres, con mayor razón, permanecen siempre los deberes respecto a Dios, porque ÉI es nuestro Creador.

Mejor aún: así como todos pretenden que los niños, al hacerse mayores, ayuden a sus padres más que cuando eran pequeños, así también la práctica de la Religión debería ser en nosotros más Intensa de adultos que cuando éramos muchachos.

***

3) Luego no se debe decir, como algún insensato: “Cada uno practica la Religión, según sus ideas”.

La Religión, como hemos visto, es la deuda que tenemos con Olas por el hecho de habernos dado la vida. y, por consiguiente, al practicarla hay que hacerlo con una cierta regulación, como se hace en el pago de una deuda. Las deudas no se pueden pagar según propio criterio, sino que se han de satisfacer según factura firmada por el acreedor.

Dios es nuestro dueño, y los dueños se les sirve como ellos ordenan, no como se les pone en cabeza a los súbditos. También nosotros, en aquellos de que somos dueños, exigimos que nos traten así. En efecto, quedaríamos muy molestos si un peluquero nos cortase el pelo como a él le agrade y no como nosotros queremos; si un tabernero nos diese vino blanco cuando lo pedimos tinto.

Es, por tanto, un contrasentido practicar la Religión según nuestro parecer y no como Dios desea.

“EL HOMBRE TIENE NECESIDAD DE DIOS COMO TIEINE NECESIDAD DE AGUA O DE OXIGENO” dice el Dr. Alexis Carrel, Premio Nobel de Medicina. Por eso lo mínimo que debemos hacer para vivir en contacto con Dios es rezar cada mañana y cada noche. A lo menos las TRES AVEMARÍAS a la Santísima Virgen.

Meditación sobre el nombre de Maria 2

06 lunes Oct 2014

Posted by manuelmartinezcano in Meditaciones de la Virgen, Uncategorized

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Si este santísimo nombre no puede sernas indiferente, antes bien debe interesarnos mucho el saberlo conocer y pronunciar con fervor, es muy importante el que nos detengamos a’ examinar y meditar lo que significa.Maria– Es muy difícil, acertar con su verdadero significado… Se dan más de trescientas significaciones del mismo, y fue providencia del Señor el que este nombre significase muchas cosas y muy buenas todas, para darnos a entender que en la Santísima Virgen se recopilan todas las excelencias y perfecciones.- De todas estas interpretaciones veamos las más probables, que son las siguientes:

1º Hermosa.– Mejor aún «la Hermosura», por excelencia.- Como si quisiera significar que Ella sola, es «la hermosura» y que toda otra fuera de Ella, no existe más que en apariencia.- «Hermosa como la luna», la canta la Iglesia, porque así como en las oscuridades de la noche, donde todo es feo y triste, aparece la luz plácida, serena y bella de la luna, destacando en medio de las tinieblas y brillando más que todas las estrellas juntas… así María destaca y descuella por su blanca hermosura y la comunica a todos los que de Ella quieren participar.

También la dice Tota pulchra, Toda hermosa- fíjate en esa palabra Toda, esto es, que en Ella no hay nada que no sea hermoso; su cuerpo, su alma, sus ojos, sus sentidos, su corazón… todo; porque en Ella no hay nada feo, ni manchado con ninguna cosa que mancille esa hermosura- Piensa en lo que el mundo llama hermoso y te convencerás de que no conoce siquiera lo que es la hermosura. A una belleza corporal, muchas veces artificial, siempre aparente, pues es algo exterior nada más… a eso llama hermosura…, con esa hermosura se contenta…, no conoce otra. En cambio, mira a María y siempre y en todo momento la verás hermosísima, y Toda hermosa; ¡qué bien, pues, la cuadra este nombre de María, si María significa eso!

2º Señora y Dominadora.- Y qué cierto es que es verdadera Señora- nunca fue esclava, ni sierva del demonio… del pecado… de las pasiones. Sólo esclava del Señor…, pero por eso mismo Reina y Señora.- EI pueblo cristiano así lo entiende y por eso la llama Nuestra Señora. – Recuerda cómo es Señora de los ángeles que se glorían en poderla servir.- Los ángeles fueron muchas veces sus criados; en la Anunciación, en la huida a Egipto, en la cueva de Belén…, en el mismo Calvario, ángeles de dolor fueron a sostenerla y a llorar con Ella. Es Señora de los demonios, que la temen y al oír tan sólo su nombre, huyen.- Ante este santo nombre doblan las rodillas los Cielos, la tierra y los abismos. – El demonio teme a la Señora, aún más que a Jesús, pues así Dios lo quiso, para que la humillación fuera mayor y más admirable el triunfo de Ma­ría.- Es, en fin, Señora de los hombres.- Pero Señora y Reina de Misericordia.- Jesús ha dividido su reino y su cetro, y, quedándose Él con la justicia como Juez que es de vivos y muertos, ha dado a María el poder de la misericordia.- Su majestad y grandeza no ofende, no aterra, sino que arrastra amorosa, pero violentamente, aunque sea muy dulce esta violencia.- Mira si no sientes en ti esto mismo al ponerte a los pies de esta Gran Señora. Por eso es Reina y Señora de corazones.- Nadie sino Ella; tiene derecho a mandar en nuestro corazón.- Examina si es Ella la que realmente manda y dispone como Señora absoluta, de tu corazón.

3º Mar y estrella del mar.- El mar es el conjunto de todas las aguas de la tierra y del cielo, que caen por medio de la lluvia y a él van aparar. Así, dice el Génesis, que al crear Dios la tierra, reunió todas las aguas en un punto y las llamó el mar.- Del mismo modo sucedió con María; todas, las gracias que el Señor repartió entre todas las criaturas, ángeles y hombres, las reunió en María… y por eso, es el mar de gracias, donde se encuentran todas las que queramos buscar.

Del mar se levantan las nubes, que luego caen en forma de lluvia a fecundar la tierra; así derrama María del océano inmenso de sus gracias, las que hacen fructificar a las almas en virtud y santidad. Las aguas del mar son amargas, como fueron amargas las penas del corazón de María, verdadero mar de amargura, pues sufrió más que todos los corazones juntos en la Pasión de su Hijo.- Por eso, se la llama Reina de los Mártires; por haber padecido más que todos ellos.- En fin, es Estrella del mar, porque es la luz que guía a los navegantes de este mar del mundo…, del mar de las pasiones, en el que fácilmente podemos naufragar. .. , en el que navegamos generalmente a oscuras, pues en todo instante nos ciega el amor propio y la fuerza de la pasión dominante.- Ella es la estrella que está en lo alto para que siempre la podamos mirar…, siempre la podamos encontrar.- Por eso la colocó Dios tan alto, para que desde cualquier parte la veamos.- Pero por eso mismo también, no la podemos ver si no levantamos los ojos…, cuanto más los bajes a ver cosas de la tierra, menos la encontrarás.- ¿Ves, qué bien la cuadra a la Virgen este nombre en todos y cada uno de estos significados?- ¿Comprendes, pues, por qué sólo a Ella la conviene nombre tan excelso?- ¿Trabajo por imitarla y tenerla siempre delante, repitiendo sin cesar este dulcísimo nombre, como el amante no gusta sino en repetir constantemente el nombre de la persona que ama?

Los novísimos II

06 lunes Oct 2014

Posted by manuelmartinezcano in Uncategorized

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  1. EL PURGATORIO

En una entrevista con el periodista Vittorio Messori, el Cardenal Ratzinger dijo que si no existiera el purgatorio habría que inventarlo “porque hay pocas cosas tan espontáneas, tan humanas, tan universalmente tan extendidas (en todo tiempo y en toda cultura) como la oración por los propios allegados difuntos”.granpurgatorio2

Los que mueren en gracia de Dios, pero imperfectamente purificados, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del Cielo. (Catecismo de la Iglesia Católica).

“Creemos que… los que verdaderamente arrepentidos murieron en caridad antes de haber satisfecho con frutos dignos de penitencia por sus pecados de obra u omisión, sus almas son purificadas después de la muerte con las penas del purgatorio” (Concilio de Lyón).

La fe en la existencia del purgatorio aparece ya en el Antiguo Testamento: “Por eso mandó Judas Macabeo hacer este sacrificio expiatorio en favor de los nuestros, para que quedaran librados del pecado» (2Mac 12, 46).

Las palabras del Señor: “Al que diga una palabra contra el Hijo del Hombre, se le perdonará, pero al que la diga contra el Espíritu Santo, no se le perdonará, ni en este mundo ni en el otro” (Mt 12, 32), nos dan a entender que unas culpas se pueden perdonar en este mundo y otras en el mundo futuro, en el purgatorio.

Las almas que están en el purgatorio sufren dos clases de penas: la pena de daño y la pena de sentido.

La pena de daño consiste en la dilación temporal de la unión beatífica con Dios: las almas del purgatorio tienen conciencia de ser hijos y amigos de Dios y suspiran por unirse íntimamente con Él, pero la separación temporal es para ellas muy dolorosa.

La pena de sentido consiste en un dolor purificador. Entre otros sufrimientos, en el purgatorio hay un fuego físico que purifica las almas: “El fuego que atormenta a las almas del purgatorio es más cruel que todas las penas que en este mundo nos puedan afligir” (San Agustín).

  1. EL INFIERNO

El infierno es la privación de la unión gozosa de Dios para siempre y la desesperación y sufrimiento que nacen en el condenado de esa misma privación y del fuego que atormenta alma y cuerpo.

Dios quiere que todo el mundo se salve y perdona siempre al que se arrepiente de sus pecados, pero Dios no puede salvar al que no quiere arrepentirse, Dios respeta la libertad de las personas, y los que quieran, en su soberbia, condenarse irán al infierno.

Morir en pecado mortal, sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de Dios para siempre por nuestra propia y libre elección.

“Según la común ordenación de Dios, las almas de los que mueren en pecado mortal, inmediatamente después de la muerte, bajan al infierno, donde son atormentados con suplicios infernales” (Constitución Dogmática Benedictus Deus).

Dios no predestina a nadie al infierno. Para condenarse es necesaria una aversión voluntaria a Dios ( pecados mortales), y persistir en ella hasta el final de la vida.

En el Antiguo Testamento aparece la existencia del infierno: “¡Ay de las naciones que se alzan contra mi raza! El Señor Omnipotente les dará el castigo en el día del juicio. Entregará sus cuerpos al fuego y a los gusanos y gemirán en dolor eternamente” (Judit 16, 17).

Jesucristo habla frecuentemente del infierno. Le llama gehenna de fuego donde el gusano no muere, ni el fuego se extingue (Mt 9, 46), fuego eterno (Mt 25, 41), fuego inextinguible (Mc 9, 42), horno de fuego (Mt 13, 42), suplicio eterno (Mt 25, 46). Allí hay tinieblas (Mt 13, 22), aullidos y rechinar de dientes (Lc 13, 28).

El Nuevo Testamento dice en veintitrés ocasiones que en el infierno hay fuego: “Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles” (Mt 25, 41); los condenados “tendrán su parte en el estanque que arde con fuego y azufre” (Apoc 21, 8); los condenados, junto al diablo, la bestia y el falso profeta, “serán atormentados por los siglos de los siglos” (Apoc 20, 10).

  1. PENA DE DAÑO Y DE SENTIDO

En el suplicio del infierno se distinguen dos clases de penas: la pena de daño y la pena de sentido.

La pena de daño corresponde al apartamiento voluntario de Dios, castigo del pecado mortal. Constituye la esencia del castigo del infierno, que consiste en verse privado eternamente de la visión beatífica de Dios: “No os conozco” (Mt 25, 12), “Apartaos de mí, malditos” (Mt 25, 41).

La pena de sentido corresponde al uso desordenado de las cosas creadas y consiste en los tormentos eternos causados externamente por medios sensibles: “fuego”, “alaridos”, “crujir de dientes”. Las penas del infierno duran toda la eternidad: “Los condenados sufrirán con el diablo suplicio eterno” (Concilio de Letrán).

¡Castigo tremendo! “¿Qué somos, Señor, para que nos améis hasta el punto de amenazarnos con el infierno si no os amamos?” (San Agustín).

“Las puertas del infierno son los pecados, pues por ellas se precipitan los hombres a él, y quienes abren esas puertas del infierno son las ocasiones de pecar, las malas compañías, malos ejemplos, malas lecturas, escándalos… No te fíes de la virtud pasada, ni de los buenos propósitos presentes… Sólo en la huida de las ocasiones está el verdadero remedio para no caer en pecado” (San Enrique de Ossó).

«¿En qué juicio cabe querer más arder con Lucifer que reinar con Cristo?» (San Juan de Ávila).

  1. LIBERTAD Y ETERNIDAD

Las afirmaciones de la Escritura y las enseñanzas de la Iglesia, a propósito del infierno, son un llamamiento a la responsabilidad con la que el hombre debe usar su libertad en relación con su destino eterno.

“Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición; y son muchos los que entran por ella; mas, ¡qué estrecha la puerta y que angosto el camino que lleva a la Vida!; y pocos son los que la encuentran” (Mt 7, 1314).

“Como no sabemos ni el día ni la hora, es necesario, según el consejo del Señor, estar continuamente en vela. Así terminada la única carrera que es nuestra vida en la tierra, mereceremos entrar con Él en la boda y ser contados entre los santos y no nos mandará ir, como siervos malos y perezosos, al fuego eterno, a las tinieblas exteriores, donde habrá llanto y rechinar de dientes” (Vaticano II).

Nadie puede dudar de la infinita misericordia de nuestro Dios y Señor que se entregó y murió por nosotros en la cruz, pero tampoco se puede abusar de la libertad pecando. El que se ríe de ese Dios misericordioso, desconfiando del perdón y misericordia que nace de la cruz, se cierra a sí mismo la única puerta que hay de salvación eterna.

El hombre de nuestros días se ha formado la idea de un Dios bonachón que todo lo perdona, porque el hombre ha perdido la conciencia de pecado y se ha hecho un Dios a su gusto y medida; todos debemos tener muy presente que Dios es infinitamente misericordioso e infinitamente justo.

  1. EL CIELO

Los que mueren en gracia y amistad de Dios y están perfectamente purificados, viven para siempre con Cristo en el Cielo. Son para siempre semejantes a Dios, porque lo ven “tal cual es” (1Jn 3, 2).

El Cielo es un lugar y estado de perfecta felicidad sobrenatural, que consiste en la visión de Dios y en el perfecto amor que de esta visión goza el alma.

El Cielo de los bienaventurados no es el espacio que rodea a la tierra y que ordinariamente lo vemos de color azul, al que llamamos Cielo atmosférico, ni tampoco se trata del firmamento cuajado de estrellas en una noche serena. El Cielo es el lugar y estado de los bienaventurados que gozan de una felicidad sin límites porque sacia todas las apetencias del corazón humano por los siglos de los siglos. ¡Eternamente felices!.

Al Cielo van los justos que en el instante de su muerte, se hallan libres de toda culpa y pena de pecado.

Ninguna otra verdad revelada se repite tantas veces en la Sagrada Escritura como la existencia del Cielo. El Señor dice que pidamos a “Nuestro Padre que está en los Cielos” (Mt 25, 46); “Yo soy el pan vivo que ha bajado del Cielo” (Jn 6, 51); “Hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23, 43); “Los justos irán a la vida eterna” (Mt 25, 46); “Mirad que no despreciéis a uno de esos pequeños, porque en verdad os digo que sus ángeles ven de continuo en el Cielo la faz de mi Padre que está en los Cielos” (Mt 18, 10).

“Quien prescindiendo de la impura realidad que nos rodea reflexionara atentamente sobre la índole de la religión cristiana, habría necesariamente de pensar que, para los cristianos, ninguna idea debía ser más familiar que la del Cielo… Y, con todo, en la práctica, apenas hay otro asunto que menos frecuentemente ocupe los pensamientos de la mayor parte de los cristianos, los cuales, cuando aciertan a levantar los ojos de las cosas bajas y pasajeras de la tierra, piensan a menudo en el pecado, en la muerte, en el juicio, en el purgatorio, en el infierno… ¡Rarísimas veces en el Cielo!” (Ruiz Amado).

Pensemos nosotros en el Cielo. Vivamos de tal manera que merezcamos vivir eternamente felices en el Cielo.

  1. FELICIDAD ESENCIAL DEL CIELO

La felicidad esencial del Cielo es la visión beatífica de Dios, por la cual los bienaventurados contemplan inmediata y directamente la esencia divina de manera clara y sin velos, produciendo en las almas el gozo y la felicidad de la eterna posesión de Dios.

Jesús representa la felicidad del Cielo bajo la imagen de un banquete de bodas (Mt 25, 10) y califica esta bienaventuranza de “vida eterna” (Mt 19, 29). La condición para conocer esta vida eterna es “conocer a Dios y a Cristo” (Jn 17, 3). La posesión de Dios es para los limpios de corazón: “Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios” (Mt 5, 8).

Cuando San Pablo quiere explicar en qué consiste la felicidad del Cielo, dice: “Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre lo que Dios ha preparado para los que le aman” (1Cor 2, 9).La visión beatífica de Dios es una pura y divina intuición de la divina esencia realizada por el entendimiento elevado al orden sobrenatural y fortalecido por el “Lumen Gloriae”. No es un razonamiento lento para alcanzar y gozar de la verdad, sino una contemplación sobrenatural perfectísima, una pura y simple intuición de la primera Verdad tal como es en sí misma, sin intermedio de criatura alguna.

La contemplación sobrenatural en la tierra arrebata el alma de los santos y los saca fuera de sí en un éxtasis místico, ¡qué ocurrirá en el Cielo ante la contemplación de la divina esencia, no a través de la fe, sino clara y abiertamente tal como es en sí misma! ¡Será un éxtasis eterno que sumergirá al alma en una felicidad indescriptible! ¡Inefable! ¡Ver, amar y gozar de Dios, eso es el Cielo!.

  1. FELICIDAD ACCIDENTAL DEL CIELO

A la felicidad esencial del Cielo, que brota de la visión inmediata de Dios, se añade una felicidad accidental que surge del conocimiento y amor de los bienes creados.

Motivo de felicidad accidental para los bienaventurados del Cielo será estar en compañía de Cristo (en cuanto a su humanidad) y de la Virgen, de los ángeles y de los santos; de volver a encontrarse con los seres queridos y con los amigos que tuvieron durante la vida terrena; conocer las obras de Dios.

La unión del alma y el cuerpo, glorificado el día de la resurrección, aumentará la felicidad accidental de la gloria celestial.

La teología enseña que hay tres clases de bienaventurados que reciben una recompensa especial (aureola) por las victorias conseguidas en la tierra: las vírgenes, por su victoria contra la carne; los mártires, por su victoria contra el mundo; los doctores, por su victoria sobre el diablo, padre de la mentira.

 

  1. ETERNIDAD DEL CIELO

 

La felicidad del Cielo dura por toda la eternidad.

 

Jesús compara el premio de las buenas obras a los tesoros guardados en el Cielo, que no se pueden perder (Mt 6, 20) y dice que los justos irán a la “vida eterna” (Mt 25, 46).

 

“Y una vez que haya comenzado en ellos la visión intuitiva, cara a cara, y ese goce, subsistirán continuamente en ellos esa misma visión y ese mismo goce sin interrupción ni tedio de ninguna clase, y durará hasta el juicio final, y desde éste, indefinidamente por toda la eternidad” (Constitución Benedictus Deus, Benedicto XX).

San Agustín deduce racionalmente la eterna duración del Cielo, de la idea de la perfecta bienaventuranza: “¿Cómo podría hablarse de verdadera felicidad si faltase la confianza de la eterna duración?”

La voluntad del bienaventurado del Cielo se halla de tal modo confirmada en el bien por su íntima unión de caridad, que es imposible apartarse de él.

El grado de la felicidad celestial es distinto en cada uno de los bienaventurados, según la diversidad de méritos que acumularon en la tierra: Jesús dice “el Hijo del Hombre dará a cada uno según sus obras” (Mt 16, 27); y San Pablo “cada uno recibirá su recompensa conforme a su trabajo” (1Cor 3, 8), porque “el que siembra escasamente, escasamente cosecha; y el que siembra a manos llenas, a manos llenas cosecha” (2Cor 9, 6).

Una pregunta: ¿Por qué no empezamos ya a vivir en la tierra como un día viviremos eternamente en el Cielo? Sí: “Vivamos de amor, para morir de amor y glorificar al Señor que es todo amor” (Beata Isabel de la Santísima Trinidad).inmaculada

 

AL CIELO, AL CIELO, SÍ,

Al Cielo, al Cielo, sí,
un día a verla iré.
Al Cielo, al Cielo, sí,
un día a verla iré.

Un día a verla iré
al Cielo, Patria mía.
Sí, yo veré a María.
Oh, sí, yo la veré.

Un día a verla iré
a Madre tan querida,
pues que le ofrezco en vida
rendido todo mi ser.

María, yo seré
feliz cuando te vea,
y de Madre tan buena
jamás me apartaré.

Un día a verla iré.
a aquella Virgen bella,
y yendo en pos de ella
mi amor le cantaré

Morir entre tus brazos,
Madre del Salvador,
es dormirse en la tierra
y despertar en Dios.

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"Si el Señor no edifica la casa, en vano trabajan los que la construyen. (Salmo 127, 1)"

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Van al Cielo los que mueren en gracia de Dios; van al infierno los que mueren en pecado mortal

"Id al mundo entro y proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y sea bautizado se salvará; el que no crea será condenado" Marcos 16, 15-16.

"Es necesario que los católicos españoles sepáis recobrar el vigor pleno del espíritu, la valentía de una fe vivida, la lucidez evangélica iluminada por el amor profundo al hombre hermano." San Juan Pablo II.

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