1. EL PURGATORIO

En una entrevista con el periodista Vittorio Messori, el Cardenal Ratzinger dijo que si no existiera el purgatorio habría que inventarlo “porque hay pocas cosas tan espontáneas, tan humanas, tan universalmente tan extendidas (en todo tiempo y en toda cultura) como la oración por los propios allegados difuntos”.granpurgatorio2

Los que mueren en gracia de Dios, pero imperfectamente purificados, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del Cielo. (Catecismo de la Iglesia Católica).

“Creemos que… los que verdaderamente arrepentidos murieron en caridad antes de haber satisfecho con frutos dignos de penitencia por sus pecados de obra u omisión, sus almas son purificadas después de la muerte con las penas del purgatorio” (Concilio de Lyón).

La fe en la existencia del purgatorio aparece ya en el Antiguo Testamento: “Por eso mandó Judas Macabeo hacer este sacrificio expiatorio en favor de los nuestros, para que quedaran librados del pecado» (2Mac 12, 46).

Las palabras del Señor: “Al que diga una palabra contra el Hijo del Hombre, se le perdonará, pero al que la diga contra el Espíritu Santo, no se le perdonará, ni en este mundo ni en el otro” (Mt 12, 32), nos dan a entender que unas culpas se pueden perdonar en este mundo y otras en el mundo futuro, en el purgatorio.

Las almas que están en el purgatorio sufren dos clases de penas: la pena de daño y la pena de sentido.

La pena de daño consiste en la dilación temporal de la unión beatífica con Dios: las almas del purgatorio tienen conciencia de ser hijos y amigos de Dios y suspiran por unirse íntimamente con Él, pero la separación temporal es para ellas muy dolorosa.

La pena de sentido consiste en un dolor purificador. Entre otros sufrimientos, en el purgatorio hay un fuego físico que purifica las almas: “El fuego que atormenta a las almas del purgatorio es más cruel que todas las penas que en este mundo nos puedan afligir” (San Agustín).

  1. EL INFIERNO

El infierno es la privación de la unión gozosa de Dios para siempre y la desesperación y sufrimiento que nacen en el condenado de esa misma privación y del fuego que atormenta alma y cuerpo.

Dios quiere que todo el mundo se salve y perdona siempre al que se arrepiente de sus pecados, pero Dios no puede salvar al que no quiere arrepentirse, Dios respeta la libertad de las personas, y los que quieran, en su soberbia, condenarse irán al infierno.

Morir en pecado mortal, sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de Dios para siempre por nuestra propia y libre elección.

“Según la común ordenación de Dios, las almas de los que mueren en pecado mortal, inmediatamente después de la muerte, bajan al infierno, donde son atormentados con suplicios infernales” (Constitución Dogmática Benedictus Deus).

Dios no predestina a nadie al infierno. Para condenarse es necesaria una aversión voluntaria a Dios ( pecados mortales), y persistir en ella hasta el final de la vida.

En el Antiguo Testamento aparece la existencia del infierno: “¡Ay de las naciones que se alzan contra mi raza! El Señor Omnipotente les dará el castigo en el día del juicio. Entregará sus cuerpos al fuego y a los gusanos y gemirán en dolor eternamente” (Judit 16, 17).

Jesucristo habla frecuentemente del infierno. Le llama gehenna de fuego donde el gusano no muere, ni el fuego se extingue (Mt 9, 46), fuego eterno (Mt 25, 41), fuego inextinguible (Mc 9, 42), horno de fuego (Mt 13, 42), suplicio eterno (Mt 25, 46). Allí hay tinieblas (Mt 13, 22), aullidos y rechinar de dientes (Lc 13, 28).

El Nuevo Testamento dice en veintitrés ocasiones que en el infierno hay fuego: “Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles” (Mt 25, 41); los condenados “tendrán su parte en el estanque que arde con fuego y azufre” (Apoc 21, 8); los condenados, junto al diablo, la bestia y el falso profeta, “serán atormentados por los siglos de los siglos” (Apoc 20, 10).

  1. PENA DE DAÑO Y DE SENTIDO

En el suplicio del infierno se distinguen dos clases de penas: la pena de daño y la pena de sentido.

La pena de daño corresponde al apartamiento voluntario de Dios, castigo del pecado mortal. Constituye la esencia del castigo del infierno, que consiste en verse privado eternamente de la visión beatífica de Dios: “No os conozco” (Mt 25, 12), “Apartaos de mí, malditos” (Mt 25, 41).

La pena de sentido corresponde al uso desordenado de las cosas creadas y consiste en los tormentos eternos causados externamente por medios sensibles: “fuego”, “alaridos”, “crujir de dientes”. Las penas del infierno duran toda la eternidad: “Los condenados sufrirán con el diablo suplicio eterno” (Concilio de Letrán).

¡Castigo tremendo! “¿Qué somos, Señor, para que nos améis hasta el punto de amenazarnos con el infierno si no os amamos?” (San Agustín).

“Las puertas del infierno son los pecados, pues por ellas se precipitan los hombres a él, y quienes abren esas puertas del infierno son las ocasiones de pecar, las malas compañías, malos ejemplos, malas lecturas, escándalos… No te fíes de la virtud pasada, ni de los buenos propósitos presentes… Sólo en la huida de las ocasiones está el verdadero remedio para no caer en pecado” (San Enrique de Ossó).

«¿En qué juicio cabe querer más arder con Lucifer que reinar con Cristo?» (San Juan de Ávila).

  1. LIBERTAD Y ETERNIDAD

Las afirmaciones de la Escritura y las enseñanzas de la Iglesia, a propósito del infierno, son un llamamiento a la responsabilidad con la que el hombre debe usar su libertad en relación con su destino eterno.

“Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición; y son muchos los que entran por ella; mas, ¡qué estrecha la puerta y que angosto el camino que lleva a la Vida!; y pocos son los que la encuentran” (Mt 7, 1314).

“Como no sabemos ni el día ni la hora, es necesario, según el consejo del Señor, estar continuamente en vela. Así terminada la única carrera que es nuestra vida en la tierra, mereceremos entrar con Él en la boda y ser contados entre los santos y no nos mandará ir, como siervos malos y perezosos, al fuego eterno, a las tinieblas exteriores, donde habrá llanto y rechinar de dientes” (Vaticano II).

Nadie puede dudar de la infinita misericordia de nuestro Dios y Señor que se entregó y murió por nosotros en la cruz, pero tampoco se puede abusar de la libertad pecando. El que se ríe de ese Dios misericordioso, desconfiando del perdón y misericordia que nace de la cruz, se cierra a sí mismo la única puerta que hay de salvación eterna.

El hombre de nuestros días se ha formado la idea de un Dios bonachón que todo lo perdona, porque el hombre ha perdido la conciencia de pecado y se ha hecho un Dios a su gusto y medida; todos debemos tener muy presente que Dios es infinitamente misericordioso e infinitamente justo.

  1. EL CIELO

Los que mueren en gracia y amistad de Dios y están perfectamente purificados, viven para siempre con Cristo en el Cielo. Son para siempre semejantes a Dios, porque lo ven “tal cual es” (1Jn 3, 2).

El Cielo es un lugar y estado de perfecta felicidad sobrenatural, que consiste en la visión de Dios y en el perfecto amor que de esta visión goza el alma.

El Cielo de los bienaventurados no es el espacio que rodea a la tierra y que ordinariamente lo vemos de color azul, al que llamamos Cielo atmosférico, ni tampoco se trata del firmamento cuajado de estrellas en una noche serena. El Cielo es el lugar y estado de los bienaventurados que gozan de una felicidad sin límites porque sacia todas las apetencias del corazón humano por los siglos de los siglos. ¡Eternamente felices!.

Al Cielo van los justos que en el instante de su muerte, se hallan libres de toda culpa y pena de pecado.

Ninguna otra verdad revelada se repite tantas veces en la Sagrada Escritura como la existencia del Cielo. El Señor dice que pidamos a “Nuestro Padre que está en los Cielos” (Mt 25, 46); “Yo soy el pan vivo que ha bajado del Cielo” (Jn 6, 51); “Hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23, 43); “Los justos irán a la vida eterna” (Mt 25, 46); “Mirad que no despreciéis a uno de esos pequeños, porque en verdad os digo que sus ángeles ven de continuo en el Cielo la faz de mi Padre que está en los Cielos” (Mt 18, 10).

“Quien prescindiendo de la impura realidad que nos rodea reflexionara atentamente sobre la índole de la religión cristiana, habría necesariamente de pensar que, para los cristianos, ninguna idea debía ser más familiar que la del Cielo… Y, con todo, en la práctica, apenas hay otro asunto que menos frecuentemente ocupe los pensamientos de la mayor parte de los cristianos, los cuales, cuando aciertan a levantar los ojos de las cosas bajas y pasajeras de la tierra, piensan a menudo en el pecado, en la muerte, en el juicio, en el purgatorio, en el infierno… ¡Rarísimas veces en el Cielo!” (Ruiz Amado).

Pensemos nosotros en el Cielo. Vivamos de tal manera que merezcamos vivir eternamente felices en el Cielo.

  1. FELICIDAD ESENCIAL DEL CIELO

La felicidad esencial del Cielo es la visión beatífica de Dios, por la cual los bienaventurados contemplan inmediata y directamente la esencia divina de manera clara y sin velos, produciendo en las almas el gozo y la felicidad de la eterna posesión de Dios.

Jesús representa la felicidad del Cielo bajo la imagen de un banquete de bodas (Mt 25, 10) y califica esta bienaventuranza de “vida eterna” (Mt 19, 29). La condición para conocer esta vida eterna es “conocer a Dios y a Cristo” (Jn 17, 3). La posesión de Dios es para los limpios de corazón: “Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios” (Mt 5, 8).

Cuando San Pablo quiere explicar en qué consiste la felicidad del Cielo, dice: “Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre lo que Dios ha preparado para los que le aman” (1Cor 2, 9).La visión beatífica de Dios es una pura y divina intuición de la divina esencia realizada por el entendimiento elevado al orden sobrenatural y fortalecido por el “Lumen Gloriae”. No es un razonamiento lento para alcanzar y gozar de la verdad, sino una contemplación sobrenatural perfectísima, una pura y simple intuición de la primera Verdad tal como es en sí misma, sin intermedio de criatura alguna.

La contemplación sobrenatural en la tierra arrebata el alma de los santos y los saca fuera de sí en un éxtasis místico, ¡qué ocurrirá en el Cielo ante la contemplación de la divina esencia, no a través de la fe, sino clara y abiertamente tal como es en sí misma! ¡Será un éxtasis eterno que sumergirá al alma en una felicidad indescriptible! ¡Inefable! ¡Ver, amar y gozar de Dios, eso es el Cielo!.

  1. FELICIDAD ACCIDENTAL DEL CIELO

A la felicidad esencial del Cielo, que brota de la visión inmediata de Dios, se añade una felicidad accidental que surge del conocimiento y amor de los bienes creados.

Motivo de felicidad accidental para los bienaventurados del Cielo será estar en compañía de Cristo (en cuanto a su humanidad) y de la Virgen, de los ángeles y de los santos; de volver a encontrarse con los seres queridos y con los amigos que tuvieron durante la vida terrena; conocer las obras de Dios.

La unión del alma y el cuerpo, glorificado el día de la resurrección, aumentará la felicidad accidental de la gloria celestial.

La teología enseña que hay tres clases de bienaventurados que reciben una recompensa especial (aureola) por las victorias conseguidas en la tierra: las vírgenes, por su victoria contra la carne; los mártires, por su victoria contra el mundo; los doctores, por su victoria sobre el diablo, padre de la mentira.

 

  1. ETERNIDAD DEL CIELO

 

La felicidad del Cielo dura por toda la eternidad.

 

Jesús compara el premio de las buenas obras a los tesoros guardados en el Cielo, que no se pueden perder (Mt 6, 20) y dice que los justos irán a la “vida eterna” (Mt 25, 46).

 

“Y una vez que haya comenzado en ellos la visión intuitiva, cara a cara, y ese goce, subsistirán continuamente en ellos esa misma visión y ese mismo goce sin interrupción ni tedio de ninguna clase, y durará hasta el juicio final, y desde éste, indefinidamente por toda la eternidad” (Constitución Benedictus Deus, Benedicto XX).

San Agustín deduce racionalmente la eterna duración del Cielo, de la idea de la perfecta bienaventuranza: “¿Cómo podría hablarse de verdadera felicidad si faltase la confianza de la eterna duración?”

La voluntad del bienaventurado del Cielo se halla de tal modo confirmada en el bien por su íntima unión de caridad, que es imposible apartarse de él.

El grado de la felicidad celestial es distinto en cada uno de los bienaventurados, según la diversidad de méritos que acumularon en la tierra: Jesús dice “el Hijo del Hombre dará a cada uno según sus obras” (Mt 16, 27); y San Pablo “cada uno recibirá su recompensa conforme a su trabajo” (1Cor 3, 8), porque “el que siembra escasamente, escasamente cosecha; y el que siembra a manos llenas, a manos llenas cosecha” (2Cor 9, 6).

Una pregunta: ¿Por qué no empezamos ya a vivir en la tierra como un día viviremos eternamente en el Cielo? Sí: “Vivamos de amor, para morir de amor y glorificar al Señor que es todo amor” (Beata Isabel de la Santísima Trinidad).inmaculada

 

AL CIELO, AL CIELO, SÍ,

Al Cielo, al Cielo, sí,
un día a verla iré.
Al Cielo, al Cielo, sí,
un día a verla iré.

Un día a verla iré
al Cielo, Patria mía.
Sí, yo veré a María.
Oh, sí, yo la veré.

Un día a verla iré
a Madre tan querida,
pues que le ofrezco en vida
rendido todo mi ser.

María, yo seré
feliz cuando te vea,
y de Madre tan buena
jamás me apartaré.

Un día a verla iré.
a aquella Virgen bella,
y yendo en pos de ella
mi amor le cantaré

Morir entre tus brazos,
Madre del Salvador,
es dormirse en la tierra
y despertar en Dios.