Capítulo 50
Cómo el hombre desconsolado
se debe ofrecer en las manos de Dios
El Alma.– 1. Señor Dios, Padre santo, ahora y para siempre seas bendito, que como tú quieres así se ha hecho, y lo que haces es bueno. Alégrese tu siervo en ti, no en sí ni en otro alguno, porque tú sólo eres alegría verdadera; tú, esperanza mía y corona mía; tú, Señor, eres mi gozo y mi honra.
¿Qué tiene tu siervo sino lo que recibió de ti, aun sin merecerlo? Tuyo es todo lo que me has dado y has hecho conmigo.
«Pobre soy yo, y lleno de trabajos desde mi juventud» (Sal 77,16); y mi alma se entristece algunas veces hasta llorar; y otras veces se turba consigo por las pasiones que la acosan.
2. Deseo el gozo de la paz; pido la paz de tus hijos, que son apacentados por ti en la luz de la consolación.
Si me das paz, si derramas en mí tu santo gozo, estará el alma de tu siervo llena de alegría y devota en tu alabanza.
Pero si te apartares, como muchas veces lo haces, no podrá correr por el camino de tus mandamientos, sino que hincará las rodillas para herir su pecho, porque no le va como los días anteriores, «cuando resplandecía tu luz sobre su cabeza» (Job 29,3) y era defendida de las tentaciones impetuosas debajo de la sombra de tus alas.
3. Padre justo y siempre digno de alabanza: llegó la hora en que tu siervo sea probado.
Padre amable: justo es que tu siervo padezca algo por ti en esta hora.
Padre para siempre adorable: ha llegado la hora que habías previsto desde la eternidad, en la cual tu siervo esté abatido en lo exterior un corto tiempo, pero viva siempre interiormente contigo.
Despreciado sea y humillado un poco y desechado delante de los hombres; sea quebrantado con trabajos y enfermedades, para que nuevamente resucite contigo en la aurora de nueva luz y sea glorificado en los cielos.
¡Padre santo! Así lo ordenaste tú, así lo quisiste, y lo que mandaste se ha hecho.
4. Por cierto, gracia es esta que haces a tu amigo: que padezca y sea atribulado por tu amor en este mundo por cualquiera y cuantas veces lo permitieres.
Sin tu consejo y providencia, y sin causa, nada se hace en la tierra.
«Bueno es para mí, Señor, que me hayas humillado, para que aprenda tus justificaciones» (Sal 118,71), y destierre de mi corazón toda soberbia y presunción.
Provechoso es para mí que la «confusión haya cubierto mi rostro» (Sal 63,8), para que así te busque a ti y no a los hombres para consolarme.
También aprendí en esto a temblar de tu inescrutable juicio, que afliges así al justo como al impío, aunque no sin equidad y justicia.
5. Gracias te doy porque no dejaste sin castigo mis males, sino que me afligiste con amargos azotes, hiriéndome con dolores y enviándome angustias interiores y exteriores.
No hay debajo del cielo quien me consuele sino tú, Señor Dios mío, médico celestial de las almas, que «hieres y sanas, encierras en el sepulcro y sacas de él» (Job 13,2).
«Sea tu corrección sobre mí, y tu mismo castigo me enseñará» (Sal 17,36).
6. Padre amado, vesme aquí en tus manos; yo me inclino bajo la vara de tu corrección.
Hiere mis espaldas y mi cerviz, para que enderece mis torcidas inclinaciones a tu voluntad.
Hazme piadoso y humilde discípulo, como sueles hacerlo, para que ande siempre pendiente de tu voluntad.
Me entrego enteramente a ti con todas mis cosas, para que me corrijas. Más vale ser corregido aquí que en la otra vida.
Tú sabes todas y cada una de las cosas, y no se te esconde nada en la humana conciencia.
Antes que suceda, sabes lo venidero, y no hay necesidad que alguno te enseñe o avise de las cosas que se hacen en la tierra.
Tú sabes lo que conviene para mi adelantamiento, y cuánto me aprovecha la tribulación para limpiar el orín de los vicios.
Haz conmigo tu voluntad y gusto, y no deseches mi vida pecaminosa, a ninguno mejor ni más claramente conocida que a ti solo.
7. Concédeme, Señor, saber lo que se debe saber; amar lo que se debe amar; alabar lo que a ti es más agradable; estimar lo que te parece precioso; aborrecer lo que a tus ojos es vil.
No permitas que «juzgue según la vista de los ojos» exteriores, ni que «sentencie según oigo» (Is 11,3) a los hombres ignorantes, sino que acierte a discernir con verdadero juicio entre lo visible y lo espiritual, y buscar siempre sobre todo la voluntad de tu divino beneplácito.
8. Muchas veces se engañan los hombres en sus juicios, y los mundanos también se engañan en amar solamente lo visible.
¿Qué tiene de mejor el hombre porque otro le tenga por grande?
El falaz engaña al falaz, el vano al vano, el ciego al ciego, el enfermo al enfermo, cuando lo ensalza; y verdaderamente, más le confunde cuando vanamente le alaba.
Porque «cuanto es cada uno en tus ojos, tanto es y no más», dice el humilde san Francisco.