Capítulo 55
De la corrupción de la naturaleza
y de la eficacia de la gracia divina
El alma.– 1. Señor, Dios mío, que me creaste a tu imagen y semejanza, concédeme aquesta gracia que declaraste ser tan grande y necesaria para la salvación, a fin de que yo pueda vencer mi perversa naturaleza, que me arrastra a los pecados y a la perdición.
Pues yo siento en mi carne «la ley del pecado», que «contradice a la ley de mi alma, y me lleva cautivo» (Rom 7,23) a obedecer en muchas cosas a la sensualidad, y no puedo resistir a sus pasiones si no me asiste tu santísima gracia, ardientemente infundida en mi corazón.
2. Necesaria es tu gracia, y grande gracia, para vencer la naturaleza, inclinada siempre a lo malo desde su juventud (Gén 8,21).
Porque caída en el primer hombre, Adán, y viciada por el pecado, pasa a todos los hombres la pena de esta mancha; de suerte que la misma naturaleza, que fue creada por ti buena y derecha, ya se cuenta por vicio y enfermedad de la naturaleza corrompida; porque el propio movimiento suyo, abandonado a sí mismo, la induce al mal y a lo terreno.
Pues la poca fuerza que le ha quedado es como una centellita escondida en la ceniza. Esta es la razón natural, cercada de grandes tinieblas, pero capaz todavía de juzgar del bien y del mal, y de discernir lo verdadero de lo falso; aunque no tiene fuerza para cumplir todo lo que le parece bueno, ni usa de la perfecta luz de la verdad, ni tiene sanas sus aficiones.
3. De aquí viene, Dios mío, que yo, «según el hombre interior, me deleito en tu ley, sabiendo que tus mandamientos son buenos, justos y santos» (Rom 7,12.22), juzgando también que todo mal y pecado se debe huir. Pero «con la carne sirvo a la ley del pecado» (Rom 7,25) cuando obedezco más a la sensualidad que a la razón. De aquí es también que «puedo querer el bien, pero no puedo ponerlo por obra» (Rom 7,18).
Así es también que propongo frecuentemente hacer muchas buenas obras; pero como falta la gracia para ayudar a mi flaqueza, con poca resistencia vuelvo atrás y desfallezco.
Por la misma causa sucede que conozco el camino de la perfección, y veo con bastante claridad cómo debo obrar; mas agravado por el peso de mi propia corrupción, no me levanto a cosas más perfectas.
4. ¡Oh, cuán necesaria me es, Señor, tu gracia, para comenzar el bien, continuarlo y perfeccionarlo!
Porque sin ella ninguna cosa puedo hacer; pero «en ti todo lo puedo, confortado por la gracia» (Flp 4,13).
¡Oh gracia verdaderamente celestial, sin la cual nada son los merecimientos propios, ni se han de estimar en algo los dones naturales!
Ni las artes, ni las riquezas, ni la hermosura, ni las fuerzas, ni el ingenio o la elocuencia, valen delante de ti, Señor, sin tu gracia.
Porque los dones naturales son comunes a buenos y a malos; mas la gracia o la caridad es don propio de los escogidos, y con ella se hacen dignos de la vida eterna.
Tan encumbrada es esta gracia, que ni el don de la profecía, ni el hacer milagros o algún otro saber, por sutil que sea, es estimado en algo sin ella.
Ni siquiera la fe, ni la esperanza, ni las otras virtudes son aceptas a ti, sin caridad ni gracia.
5. ¡Oh beatísima gracia, que al pobre de espíritu le haces rico en virtudes, y al rico de muchos bienes vuelves humilde de corazón!
Ven, desciende a mí, lléname luego de tu consolación, para que no desmaye mi alma de cansancio y sequedad de corazón.
Suplícote, Señor, que halle gracia en tus ojos, pues «tu gracia me basta» (2Cor 12,9), aunque me falte todo lo que la naturaleza desea.
Si fuere tentado y atormentado de muchas tribulaciones, no temeré los males estando tu gracia conmigo.
Ella es mi fortaleza, ella me da consejo y favor. Más poderosa es que todos los enemigos, y más sabia que todos los sabios.
6. Ella enseña la verdad, da la ciencia, alumbra el corazón, consuela en las aflicciones, destierra la tristeza, quita el temor, alimenta la devoción, produce lágrimas afectuosas.
¿Qué soy yo sin la gracia, sino un madero seco y un tronco inútil y desechado?
«Asístame, pues, Señor, tu gracia, para estar siempre atento a emprender, continuar y perfeccionar buenas obras, por tu Hijo Jesucristo. Amén» (Domingo 16 después de Pentecostés).