Capítulo 2
Que Dios muestra al hombre gran bondad
y caridad en este sacramento
El Alma.– 1. Señor, confiado en tu bondad y gran misericordia, vengo yo, enfermo, al médico; hambriento y sediento, a la fuente de la vida; pobre, al Rey del cielo; siervo, al Señor; criatura, al Creador; desconsolado, a mi piadoso consolador.
Mas, ¿de dónde a mí tanto bien que tú vengas a mí? ¿Quién soy yo para que te me des a ti mismo?
¿Cómo se atreve el pecador a comparecer delante de ti? Y tú, ¿cómo te dignas de venir al pecador?
Tú conoces a tu siervo y sabes que ningún bien tiene por donde merezca que tú le hagas este beneficio.
Yo te confieso, pues, mi vileza, reconozco tu bondad, alabo tu piedad y te doy gracias por tu extremada caridad.
Pues así lo haces conmigo, no por mis merecimientos, sino por ti mismo, para darme a conocer mejor tu bondad, para que se me infunda mayor caridad y se recomiende más la humildad.
Y pues así te agrada a ti, y así mandaste que se hiciese, también me agrada a mí que tú lo hayas tenido por bien. ¡Ojalá que no lo impida mi maldad!
2. ¡Oh dulcísimo y benignísimo Jesús! ¡Cuánta reverencia y gracias, acompañadas de perpetua alabanza, te son debidas, por habernos dado tu sacratísimo cuerpo, cuya dignidad ningún hombre es capaz de explicar!
Mas, ¿qué pensaré en esta comunión, al llegarme a mi Señor, a quien no puedo venerar debidamente y, sin embargo, deseo recibir con devoción?
¿Qué cosa mejor y más saludable pensaré sino humillarme profundamente delante de ti y ensalzar tu infinita bondad sobre mí?
Yo te alabo, Dios mío, y deseo que seas ensalzado para siempre. Despréciome y me rindo a tu Majestad en el abismo de mi bajeza.
3. Tú eres el Santo de los santos y yo el más vil de los pecadores.
Tú te bajas a mí, que no soy digno de alzar los ojos para mirarte.
Tú vienes a mí, tú quieres estar conmigo, tú me convidas a tu mesa.
Tú me quieres dar a comer el manjar celestial y el pan de los ángeles, que no es otra cosa, por cierto, sino tú mismo, «pan vivo que descendiste del cielo y das vida al mundo» (Jn 6,33.51).
4. ¡Cuánto es, pues, tu amor, cuál tu dignación y cuántas gracias y alabanzas te son debidas por esto!
¡Oh, cuán saludable y provechoso designio tuviste en la institución de este sacramento! ¡Cuán suave es y cuán agradable este convite en que te das a ti mismo por manjar!
¡Oh, cuán admirables son tus obras, Señor! ¡Cuán poderosa tu virtud! ¡Cuán inefable tu verdad!
Pues tú hablaste, y fue hecho el universo; y se hizo lo que tú mandaste.
5. Admirable cosa es, digno objeto de la fe, y superior al entendimiento humano, que tú, Señor Dios mío, verdadero Dios y hombre, eres contenido entero debajo de las especies de pan y vino, y sin detrimento eres comido por el que te recibe.
Tú, Señor de todo, que de nada necesitas, quisiste habitar entre nosotros por medio de este sacramento.
Conserva mi corazón y mi cuerpo sin mancha, para que con alegre y limpia conciencia pueda celebrar frecuentemente y recibir para mi eterna salvación tus misterios, que ordenaste y estableciste principalmente para honra tuya y memoria continua.
6. Alégrate, alma mía, y da gracias a Dios por don tan excelente y consuelo tan singular que te fue dejado en este valle de lágrimas.
Porque cuantas veces te acuerdas de este misterio y recibes el cuerpo de Cristo, tantas renuevas la obra de tu redención y te haces participante de todos sus merecimientos.
Porque la caridad de Cristo nunca se disminuye, y la grandeza de su misericordia nunca mengua.
Por eso te debes preparar siempre con nueva devoción del alma y meditar con atenta consideración este gran misterio de salud.
Así te debe parecer tan grande, tan nuevo y agradable cuando celebras u oyes misa, como si fuese el mismo día en que Cristo, descendiendo en el vientre de la Virgen, se hizo hombre; o aquel en que, puesto en la cruz, padeció y murió por la salud de los hombres.