Atendiendo a la petición de la Junta Diocesana de Acción Católica, que ha querido que en esta primera semana de Cuaresma dijese algo provechoso para nuestra vida de fe, he pensado hablar de Jesucristo como nuestra esperanza, pero afirmando ya desde el título que Jesucristo es nuestra esperanza porque ha resucitado. Desde el comienzo invito a valorar el realismo impresionante de nuestra fe y de nuestra esperanza cristianas, porque hay muchas esperanzas que apenas son más que expresiones de aspiraciones o de proyectos, sin ninguna realidad presente, mientras que la esperanza cristiana se funda en algo que es ya la realización prototípica y garantizadora de lo que esperamos.
Los cristianos creemos -y casi debería resultar increíble para nosotros mismos, porque es un milagro- que Jesucristo, el mismo que nació, vivió y murió hace veinte siglos, ha resucitado y que, con su cuerpo glorificado, nos acompaña sin limitación de tiempos ni de espacios. Los cristianos creemos que ese cuerpo, el mismo que dio a luz y cuidó santa María, está realmente presente en la Eucaristía, y lo creemos no como un mito simbólico, sino como realidad, que es a la vez tanto histórica como transformadora y elevadora de la Historia. Por eso, esta convicción, que es el núcleo mismo de nuestra fe y la razón de nuestra esperanza, se enlaza necesariamente con el testimonio original que nos viene de los Apóstoles. Todo el movimiento de la fe de la Iglesia brota del testimonio de los Apóstoles, lo prolonga y lo continúa en el tiempo.
Desde el principio, los Apóstoles y otros muchos testigos oculares, como nos refiere san Lucas, atestiguan el hecho de haber visto y tratado a Cristo Jesús resucitado, hecho que les hizo pasar de una fe que se desvanecía, a una fe reavivada y contagiosa. Por la transmisión de aquel hecho con signos, milagros y palabras, surge la fe de los creyentes, la fe de las primeras comunidades. Desde entonces, toda la vida de la Iglesia en la Historia no es más que la actualización continua de ese testimonio y ahí está toda la fe católica.
Conviene señalar un punto elemental, que ha de ser el vértice de todas las consideraciones que queramos hacer en torno a la Resurrección. Las fuentes que nos notifican lo que pasó en ese tiempo, recogen, en este orden, precisamente dos hechos: uno, la experiencia y el testimonio de los Apóstoles, y otro, la fe de las comunidades. Y esto tiene mucha importancia, como se puede adivinar y posteriormente comprobar. Primero, el testimonio y, después, la creencia de las comunidades; no el testimonio como reflejo de la creencia, sino como causa y sostén de esa fe.
Ahora bien, si nos trasladamos a la mente de los que dudan, se desentienden o niegan, comprendemos que hasta cierto punto es explicable, ya que mirando desde el exterior de esta continuidad testimonial, lo primero que ve un observador es la creencia del grupo cristiano, bien sea del siglo I o del siglo XX. El humilde amor a la verdad invita naturalmente a considerar el enlace entre esta creencia y el testimonio al que ella misma remite. Pero, por otra parte, los varios factores que se oponen al examen de una verdad (sobre todo cuando se quiere resistir a la misma), hacen que muchos observadores se queden en una de estas dos posiciones: o la simple comprobación de que está ahí la fe en la resurrección como una opinión humana entre tantas, o el intento de utilizar los mismos datos de las fuentes cristianas y apostólicas para construir explicaciones que eliminen el valor de ese testimonio inicial.
El hecho es que, siempre, los enormes esfuerzos críticos e histórico-literarios realizados en los siglos XIX y XX para tratar de explicar, sin conseguirlo nunca, el misterio del origen del Cristianismo -naturalmente sin aceptar la Resurrección- se apoyan sin excepción alguna en esta operación sencillísima consistente en la inversión de las fuentes, convergiendo en este punto todas las teorías que puedan existir: lo primero habría sido la creencia en un vivir misterioso de Jesús pero sin hechos comprobatorios, una creencia interna, subjetiva; y lo segundo habría sido la acción creadora de esta creencia que lleva a imaginar sencillamente hechos, formas concretas y explicaciones causales. El testimonio, por tanto, sería una interpretación derivada de la creencia, y todo lo que podemos leer en centenares de volúmenes, cargados de espléndida erudición y aparato crítico, se concentra en esta sencillísima operación.
Conviene también indicar desde ahora que esta teoría (que es pura hipótesis) se explica muy bien como tal para quien mira el fenómeno desde fuera, pero resulta inadmisible para aquel que lo vive desde dentro, en continuidad con el testimonio apostólico. Como sería inadmisible para los compañeros de Colón -si se permite este ejemplo- la tesis de un posible erudito europeo que dijese (como se acostumbra a decir en casos semejantes) que las narraciones del descubrimiento de las tierras ignotas tras el océano, no eran más que plasmaciones imaginativas del viejo deseo de explorar ese mar misterioso, empeño que está consignado en tantas fuentes plásticas. El docto pensador podría decir esto y tendría mucho aplauso en la universidad; el compañero de Colón no podría prestarle la menor atención.
A nosotros nos pasa algo semejante. Estamos dentro de una continuidad histórica ininterrumpida y caudalosa y, si la recorremos hacia atrás para comprobar los comienzos del río, topamos en pleno siglo primero con una documentación realmente abundante, no tanto como quisiéramos, pero muchísimo más de la que tienen la mayor parte de los viejos hechos históricos, que refleja las actividades y el sentir de los cristianos en los primeros decenios de su historia, en el tiempo apostólico, es decir, en los años 30, 40, 50 o 60 del siglo I. Ante estos documentos, resulta evidente algo que parece obvio y, sin embargo, tiene en nuestro tiempo mucha importancia: lo que yo llamaría para abreviar la «facticidad» testimonial, el carácter «fáctico». Es decir, que para aquellos hombres lo primero fue un hecho experimentado y atestiguado, y lo segundo, fue una idea, o lo que es lo mismo, la interpretación del sentido salvífico de ese hecho, las consecuencias de ese acontecimiento para interpretar nuestra vida, las implicaciones morales, las adaptaciones para iluminar desde él las distintas situaciones anímicas o el entorno comunitario.
Al hablar de esta documentación, me refiero al Nuevo Testamento haciendo notar algo evidente, pero olvidado. El Nuevo Testamento no es un libro, sino una colección de veintisiete escritos, que nacieron y circularon independientemente, en momentos distintos, y que corresponden a once o doce autores diferentes: los tres Evangelios que llamamos sinópticos, el cuarto, la Historia o Hechos de los Apóstoles, las trece cartas de Pablo, la carta a los Hebreos, la carta de Santiago, las dos cartas de Pedro, las tres cartas de Juan, la carta de Judas y el Apocalipsis. En todo el entramado de estos múltiples escritos, algunos de los cuales tienen relaciones mutuas directas (aunque otros muchos no), aparece esta facticidad, es decir, esta prioridad de un hecho que los Apóstoles dicen haber experimentado y del que dan testimonio, y el carácter derivado de las ideas que en torno a ese hecho pensaron y propagaron.
Esto, como es sabido, se puede comprobar de una manera especialmente luminosa, si vamos a uno de los escritos más antiguos: la primera carta de san Pablo a los de Corinto en Grecia, que data de la mitad de los años 50. En el capítulo 15 de esa carta, sin hablar directamente de la Resurrección del Señor (lo cual aumenta la fuerza del testimonio), Pablo remite a ella hablando con los de Corinto, y recuerda algo que, según cita él, ya sabían ellos, porque se trataba de un patrimonio común. Era el Evangelio recibido por ellos y por el mismo Pablo y común a todas las comunidades cristianas: «Que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y resucitó al tercer día, según las Escrituras, y que se apareció a Cefas y luego a los Doce. Se apareció también a más de quinientos hermanos de una vez, de los cuales muchos permanecen todavía; otros murieron. Luego se apareció a Santiago, después a todos los apóstoles; y después de todos, como a un aborto, se me apareció también a mí».
En este recordatorio (verdadero sentido de este texto), Pablo remite a «algo» notorio para todos en su predicación anterior (que se había realizado en Corinto hacia el año 50, aunque en otras partes de Grecia y del Asia Menor había comenzado ya antes del año 40) y, además, como saben todos los estudiosos de estos textos, Pablo -tanto aquí como en otras cartas- utiliza, al referirse a la Resurrección, fórmulas o frases hechas que preexisten a su carta, que son un patrimonio corriente y en curso en las comunidades. El mismo Pablo sabemos que se convirtió de la hostilidad absoluta a Cristo (en cuya supervivencia no creía) y a las comunidades cristianas, aproximadamente dos o a lo sumo cuatro años después de la muerte de Jesús. Situemos ahora provisionalmente la muerte de Jesús entre los años 30 y 33 del siglo primero.
Cuando entra en contacto con las comunidades que están cimentadas ya sobre la fe en la Resurrección (como por ejemplo la de Damasco y más tarde la de Antioquia), Pablo se encuentra con ese patrimonio común, que él después presentará a los de Corinto y a todos los pueblos que él evangeliza. Dentro de los mismos años 30 -entre el año 37 y 39 aproximadamente- Pablo se entrevista en Jerusalén con los testigos principales que allí permanecían. Nos cita a dos: Pedro y Santiago -el primer pastor de la comunidad local de Jerusalén-, los cuales no solamente eran testigos de las primeras manifestaciones del Señor Resucitado, sino de la vida anterior y de la muerte del mismo Jesús. Por tanto, lo que evoca Pablo como un dato fundamental compartido por todas las comunidades cristianas (como se ve por estas referencias cronológicas sencillísimas), es «algo» que empalma con el tiempo mismo de Jesús.
En los años 30, década en la que murió Jesús, todas las comunidades cristianas se apoyan sobre la condición de que han tratado a Cristo Resucitado, y por ese motivo no se trata de una predicación por razones o por ideas en primer término, sino de una predicación por testimonio y de hecho, que es el que origina y da sentido a las ideas. En la misma carta a los Corintios, después de citar tantos testigos que aún vivían y con los que Pablo trataba o había tratado, asegura que si hubiera error, no sería tal, sino un falso testimonio contra Dios por parte de los Apóstoles y de los predicadores. Más tarde que esta carta de san Pablo se escriben los Evangelios, que recogen con más pormenores lo que, según Lucas en su prólogo, trasmitían desde el principio los testigos oculares y ministros de la palabra.
José Guerra Campos