guerra camposSabemos que ninguno de los Evangelios se propone dar una narración sistemática y total, sino que toman algunos de entre los muchos episodios y no tienen ningún empeño en integrarlos en un relato seguido satisfactorio. Por eso, las variantes o los vacíos en los cuatro relatos evangélicos resultan muy enojosos para un autor o un observador que con esos materiales quiere construir ese relato seguido. No es posible, porque a los evangelistas no les preocupaba. Pero todos convergen en dos afirmaciones clave: el hallazgo del sepulcro vacío -dato que ya estaba en san Pablo al citar que Cristo fue sepultado- y el dato de las apariciones reiteradas de Jesús a personas que pudieron comprobar su identidad.

Esto mismo sucede en esa historia parcial de los primeros tiempos, los Hechos de los Apóstoles, que relata los primeros pasos después de Jesús, el nacimiento de las primeras comunidades, las campañas iniciales de predicación en Palestina, Asia Menor, Grecia e Italia, hasta Roma. De forma constante, en este texto aparecen las menciones de la Resurrección, casi siempre breves y esquemáticas, pero muy precisas. Igualmente, en el resto de los libros del Nuevo Testamento (en concreto en las cartas), las alusiones son continuas, pero no solamente esto, sino que allí la Resurrección de Jesús, el hecho de que Cristo vive con un cuerpo transformado, glorificado, es como el supuesto radical de toda la doctrina y de todas las exhortaciones morales y sobre todo de la esperanza, la esperanza nueva.

En suma, que la referencia a la Resurrección considerada como un hecho es la clave de todo el fenómeno inicial cristiano, registrado en el Nuevo Testamento, y perdón por la insistencia en algo que parece evidente, pero que muchos niegan. En general, todos los que se oponen a la Resurrección con algún conocimiento de causa, como no se atreven (no hay nadie que se atreva) a poner en duda la veracidad de las fuentes, necesitan emplear la llamada «inversión de las fuentes» para, a toda costa, indicar o suponer que ni siquiera los primeros cristianos partieron de un hecho (porque si en verdad lo hicieron, ¿cómo lo negamos sin llamarlos mentirosos?), sino que partieron de unas ideas, de unas meditaciones. Por esta razón, es importante volver a asentar de nuevo lo que parece tan sólido, comprobando al menos que los cimientos están sobre roca.

Resulta evidente para el que se acerca a las fuentes del Nuevo Testamento con sencillez o con verdadero dominio crítico histórico-literario, que al comienzo no se trata de una idea, creencia o valoración magnificadora de Jesús, sino de algo que se vive como un sorprendente hecho experimental. Esto se podría condensar en una de tantas menciones de los Hechos de los Apóstoles. Por ejemplo: como recoge en síntesis el capítulo 10 (una de las primeras alocuciones de Pedro): «(…) Dios lo resucitó al tercer día, y le dio manifestarse, no a todo el pueblo, sino a los testigos de antemano elegidos por Dios: a nosotros, que comimos y bebimos con Él después de resucitado de entre los muertos».

Este carácter fáctico, que es lo más importante de todo, es decir, esta seguridad de que en los primeros cristianos no habría surgido la idea, la convicción gloriosa acerca de Jesús después de la muerte, si no hubiera sido desencadenada por un hecho precedente, se corrobora si, a la vista del conjunto de los testimonios y prescindiendo de pormenores, tratamos de captar panorámicamente la génesis de aquella convicción en aquellos hombres. Es notorio -y muchísimos autores lo han expuesto con lucidez- que a través del conjunto de noticias y alusiones, la génesis de los comportamientos y de los estados de ánimo de la primera comunidad cristiana aparece, así, con estos pasos:

  • Primero, abatimiento, desorientación por la muerte de Jesús: «Creíamos -dijeron los de Emaús- que Él iba a restaurar el reino de Israel, y no ha sido así, ha muerto ajusticiado, ha fracasado»24.
  • Segundo, no se da jamás ninguna noticia directa del hecho de la Resurrección en sí misma, pero esto se debe a que no fue objeto de observación. Siendo de este modo, notémoslo: si los relatos fuesen fruto, no de una experimentación, sino de una idea o de la inventiva creadora de la comunidad, ¿por qué había de faltar ese informe? De hecho, en algunos escritos posteriores no falta, se lo imaginan: ¿qué pasó en el momento mismo de la Resurrección?
  • Tercero, lo primero que introduce una novedad en aquel clima de abatimiento, de laxitud y fracaso, es la extraña noticia de que unas mujeres hallaron vacío el sepulcro. Pero las mujeres no pensaron en la Resurrección, sino en el robo. Cuando los dos apóstoles más destacados, Pedro y Juan, van a comprobar lo sucedido, el resto de los discípulos no se convencen por ello, todo les parece sospechoso. Naturalmente, la revelación angélica a las mujeres les parece precisamente eso: cosa de mujeres25.
  • Cuarto, Jesús se da a ver a varios discípulos. ¿Apariciones subjetivas, plasmación de deseos o convicciones? Se da a ver en lugares, tiempos y circunstancias diversas. No precede en ellos ninguna expectación excitada y predispuesta a verlo, sino todo lo contrario: tropieza con la duda y el temor y, en el caso de Pablo, con la absoluta orgullosa seguridad de que no había nada y con la hostilidad más dinámica: estaba en camino respirando amenazas.

La desconfianza es vencida, porque el Aparecido insiste en dar pruebas de su identidad con el Jesús que habían tratado: fracción del pan en Emaús, el tono y el modo de llamar (la Magdalena), la palpación, la ingestión de alimento (con los Discípulos). No son apariciones en sueños, o en trance, sino en las situaciones normales de vela, en la conversación o en el trabajo.

Por ejemplo, quien lee el capítulo 21 del cuarto Evangelio no puede dejar de sorprenderse, si está un poco preocupado por estos problemas, al ver cómo aquella persona desconocida y absolutamente normal que se presenta en la orilla, está allí sin que los discípulos que faenan en la barca lo reconozcan. Después que se ha presentado, durante un tiempo largo siguen trabajando, echan las redes en el lugar que les indicó y solo cuando obtienen la pesca abundante, uno de ellos, Juan, dice: «Es el Señor», y Pedro reacciona en seguida, pero todo en un clima de absoluta normalidad: la naturalidad del trabajo. Por tanto, no hay nada más inconciliable, no ya con las ensoñaciones o las alucinaciones, sino ni siquiera, por poner un ejemplo recientísimo, con esas experiencias que narran los que han sido reanimados después de la muerte clínica, según la exposición famosa del doctor Moody  en este mismo año pasado. Esas experiencias (que el doctor considera, por cierto, reales y no creaciones de la imaginación o del subconsciente), no se parecen absolutamente en nada a esta naturalidad realística con que se producen las manifestaciones de Jesús a sus discípulos.

Así fue, y solo de este modo unos hombres tardos para creer adquirieron una convicción que transformó su estado de ánimo: de desilusionados, acobardados y abatidos pasaron a ser testigos intrépidos hasta la muerte. Cristo, el muerto, pasó a ser para ellos la Vida, a la que se subordina todo, en un absolutismo intransigente y entusiasta. Los dispersos por la derrota, se convierten en núcleo de un grupo compacto y conquistador espiritualmente. Y lo que es más llamativo e increíble (caso único en la Historia): purificados interiormente de todos sus viejos resabios de triunfo temporalista, de establecimiento del reino de Israel, se transforman en núcleo creador de la Iglesia primitiva.

Por esto, como se sabe, son muchos los autores, incluso algunos de los que viven, que estiman que la señal más reveladora, la más difícil de eludir respecto a la Resurrección de Cristo, es el hecho mismo de que la Iglesia esté ahí. Este es uno de ese tipo de hechos que no se explicarían sin enlace con otro suceso proporcional. Sería inexplicable sin él ese brotar de un movimiento caudaloso (de transformación íntima, a contracorriente, tanto exterior como de los propios hábitos y expectaciones previas), que es mundialmente expansivo, partiendo de unos judíos desanimados que tienen que renunciar a todas las ilusiones humanas que habían puesto en un Jesús que ha muerto derrotado y que, además, para darse a la predicación, tienen que desgajarse de su propia condición de judíos o pasar como traidores de su pueblo, perdiendo ese hogar acogedor que es un pueblo de ciertas características para sus miembros. Esto solo se explica por el brotar súbito de un hecho y no por la meditación lenta, creadora, interior, que es psíquicamente inexplicable en estas condiciones.

José Guerra Campos