Cumpliendo, hermanos, la honrosa invitación de vuestro pastor inmediato, vamos a reflexionar durante estos días como lo que somos, como creyentes. No hablamos ahora con incrédulos, con gentes alejadas, con gentes que buscan, más o menos afanosamente, entre las sombras. Somos creyentes, miembros de la gran familia de la fe y de la esperanza, y si nuestras reflexiones en estos días van a ser propias de creyentes, esto significa que serán estrictamente religiosas, o lo que es igual: que cada uno de nosotros -yo el primero-al pensar o al escuchar, nos vamos a situar en la presencia de Dios.
Hay una tendencia frecuente, que conocéis bien, a reducir todas las consideraciones, discusiones o estudios a una especie de confrontación horizontal entre personas y grupos sociales, señalándose los unos a los otros con el dedo, buscando los unos en los otros la responsabilidad o el mérito. Sin juzgar ahora ese procedimiento, sí quiero señalar que durante la santa Cuaresma, en la presencia del Señor y sabiendo sobre todo que nos preside el mismo Jesús muerto y resucitado por nosotros, es necesario que cada uno entre en sí mismo y se compare, no con los demás, sino con Dios y con la llamada de Dios.
Esto no excluye que, en algún momento, tendamos la mirada hacia situaciones ambientales que nos condicionan y ante las cuales tenemos que intentar reaccionar con actitud de cristianos. Y tampoco excluye el que, en algún momento, hablemos de la proyección de la fe sobre el campo social, de nuestra responsabilidad de cristianos ciudadanos en el orden de la configuración de la sociedad, de las leyes y, sobre todo, en el orden de la acción educadora respecto a los niños y a los más jóvenes. Pero incluso estas aplicaciones, recordadas con sencillez, serán como una derivación de la vida interior, de nuestra comunión con Cristo, de la fe.
La Cuaresma, como sabéis, es un tiempo de preparación para la Pascua, pero es mucho más que un sector especial del año en víspera de una fiesta señalada. Pues tanto la Cuaresma como su final glorioso, la Resurrección de Jesús, afecta a la totalidad de nuestra vida: se trata de caminar hacia la vida atravesando la muerte y el dolor. De ahí que las reflexiones cuaresmales, si se hacen con sencillez, docilidad interior y suficiente seriedad, tengan que abarcar toda nuestra vida, pues se trata de orientar, no unas semanas, sino la vida entera.
En esta labor de orientación, hay dos aspectos absolutamente indispensables que tenemos que replantearnos muchas veces, porque en numerosas ocasiones sentimos necesidad de ellas.
La primera, la conversión, ya que, en realidad, nadie puede vivir seriamente si no se marca de vez en cuando con claridad el rumbo, el norte de su vida. La diferencia respecto a otros hombres radica en que, mientras ellos deben ordenar su vida a la luz del proyecto que se han elaborado para sí mismos (más o menos convencionalmente), nosotros, los creyentes, sabemos que este proyecto o manera de enfocar la vida que cada uno tiene que seguir (y sin la cual seríamos hojas muertas arrastradas por el viento) es un proyecto subordinado, gracias a Dios, a una vocación: a la voluntad del Padre. Convertirse es volver a aceptar que no estamos solos y que la totalidad de nuestra vida debe realmente quedar condicionada por la voluntad del Padre.
Para descubrir (o redescubrir) y para realizar esta ordenación de nuestra vida, necesitamos, en segundo término, purificación. Continuamente nos vamos deteriorando por el desgaste, el descuido, la desgana, las adherencias torcidas, las mil pequeñas deformaciones del egoísmo y, por eso, de forma constante, necesitamos limpiarnos de nuestras desganas y nuestros criterios desviados, incluso para ver: porque la gracia principal que un cristiano ha de pedir al Señor cuando se detiene a reflexionar sobre la voluntad de Dios, es la gracia de la vista. Lo más trágico de la condición humana es que cuanto peor actuamos, menos nos damos cuenta de lo que hacemos. Ésa es nuestra ceguera.
Junto a la vista, necesitamos la recuperación de la visión exacta de los criterios, así como el impulso para seguir esa voluntad superando el cansancio y la inapetencia interior, con un nuevo espíritu gozoso que recobre la adhesión a la verdad y al bien y que, en última instancia, logre lo que es la clave misma de una vida cristiana auténtica o de una vida humana normal: la sensación de experimentarnos más libres cuanto más fieles somos a nuestra propia vocación y misión.
La señal de que andamos mal, de que necesitamos rectificar, es precisamente esa disociación entre la llamada, el deber, la misión, el objeto de nuestra esperanza y nuestra impresión íntima de libertad. La señal de que estamos ciegos se aprecia cuando, al servir a Dios o al cumplir nuestra misión en la vida, nos sentimos como esclavizados: porque lo que constituye al hombre en su perfección, incluso natural, es precisamente lo contrario, la coincidencia de su servicio a la misión que le corresponde y la espontaneidad, el amor, la alegría, la ilusión íntima. Entonces, todas las energías del hombre se canalizan en la buena dirección y su vida es fecunda y al mismo tiempo, en cuanto cabe, feliz.
Queridos hermanos: para lograr este esfuerzo de purificación -que hay que renovar siempre, de reorientación tendiendo a esa meta maravillosa, de recobrar de nuevo el gusto, la alegría, la satisfacción interior en el servicio de Dios, en la aceptación de la voluntad del Padre y por tanto, para recuperar la libertad auténtica (que no consiste nunca en hacer lo que viene en gana, sino en que nuestro corazón espontáneamente se sienta movido hacia las metas a las cuales debe dirigirse), tenemos que volver los ojos con sencillez a Jesús. Y aquí, sobra cualquier tipo de palabras eruditas o de consideraciones sutiles.
Nuestra Cuaresma está siempre presidida por la Cuaresma de Jesús, que inició con las tentaciones a las que Él mismo se vio sometido en el desierto. Son exactamente las mismas que nos atenazan a nosotros en todos los tiempos y nos impiden conquistar ese gozo y esa libertad en la obediencia liberadora. ¿Cuáles son las tentaciones de Jesús y dónde está su valor y su significación actual, actualísima (pues ésta es siempre permanente)?
En la primera tentación se le sugiere al Señor que utilice su poder milagroso, pues estaba hambriento, para convertir las piedras en panes. En la segunda tentación se le sugiere al Señor que utilice el poder milagroso, con la esperada protección de Dios, para hacer un gesto espectacular que impresione a las gentes, a los testigos de la gran ciudad de Jerusalén: «Tírate desde aquí arriba y no te pasará nada”.
Ambas sugerencias van manifiestamente encaminadas a desviar al Señor de cumplir la voluntad del Padre. Jesús venía a instaurar el Reino de Dios, a promover el bien pleno de los hombres en comunión con el Padre. ¿Cómo se consigue ese bien, cómo se instaura ese Reino? Había y hay siempre dos enfoques: primero, el enfoque de la mayor parte de sus propios contemporáneos y el enfoque de la mayor parte de nosotros mismos cuando nos dejamos llevar por el egoísmo. Segundo, el enfoque del Padre.
El enfoque del egoísmo, individual o colectivo, es utilizar el poder de Dios para conseguir el triunfo fácil, la solución rápida de nuestros problemas inmediatos. Es, con una visión menos individualista, instaurar sin dificultades y sin ningún género de conversión interior, sólo por el brazo poderoso de Dios, un orden social satisfactorio, restableciendo el reino de Israel. En aquel caso concreto, expulsar a los romanos.
La voluntad del Padre era precisamente la contraria: disponer desde la raíz los corazones a una esperanza más alta que todos los triunfos y las ventajas transitorias de la vida terrenal, caminar hacia una vida superior y gozar ya en ella como hijos, poniendo los ojos en la meta de la resurrección (victoria total sobre la muerte), por el camino que conjuga la sumisión, la obediencia filial, la superación del egoísmo, la docilidad ante Dios y, al mismo tiempo, la aceptación paciente y serena de la lucha, del esfuerzo, de las dificultades, del fracaso, de la muerte.
La tercera tentación, que parece dar un salto casi infinito, más allá de las anteriores, no es sino su prolongación. Mostrándole todos los reinos de la tierra, todo lo que suele atraer nuestra atención y nuestra apetencia egoísta e inmediata, le dijo: «Todo es tuyo si te postras y me adoras». Esta tentación ya no trata de utilizar el poder de Dios para nuestros fines, sino que intenta independizarse de Dios. Es una apostasía: una adoración al diablo, a los poderes adversos al Señor, a uno mismo, a la humanidad, a los planes humanos o a las construcciones y proyectos humanos.
Pero esta tercera tentación que parece tan abominable por su carácter diabólico y absoluto, presenta dos opciones. Una de dos: o es el germen que existe desde el principio (una actitud íntima de independencia que nos empuja a utilizar a Jesús no por lo que Él es, ni aceptando su ofrecimiento, sino únicamente para ponerlo al servicio de nuestros fines, para que nos convierta en panes las piedras, para conseguir la paz y la justicia y el progreso y el desarrollo y todas las demás bienandanzas legítimamente deseables en este mundo, pero nada más), o es como la desembocadura del despecho, pues ya que Dios (o la Iglesia) no nos consigue pronto y de una manera fácil todas estas ventajas, tangibles e inmediatas, no queremos saber nada con Dios, intentando conseguirlas nosotros solos.
Ahora se habla mucho -con razón en parte- de que todos esos movimientos culturales y políticos ateos que hay en el mundo, en parte son como una extraña emanación, o si se quiere, como una desembocadura del Cristianismo, pues de alguna manera ellos presumen de asumir valores cristianos y a veces se llaman a sí mismos humanismo cristiano. Pero ese humanismo cristiano exalta al hombre y niega la sumisión a Cristo. Se trata de una apostasía a la que se llega por la falta de la plena docilidad y conformidad de nuestra voluntad con la de Dios. Porque le ponemos condiciones. Sin ir muy lejos, muchas corrientes de opinión y actitudes de ese tipo se dan por todas partes y tienen contaminado el aire que respiramos donde quiera que estemos.
Pero centrándonos quizá en nosotros mismos, que gracias a Dios todavía proclamamos al Señor y confesamos que lo es y ponemos en Él, con más o menos defectos, nuestra esperanza, también es verdad que abunda mucho entre nosotros mismos esa forma de utilitarismo que consiste en reducir la fe a conseguir ayudas y valores transitorios, en cuanto que tenemos la osadía, en muchas ocasiones, de hacer distinciones en la Palabra de Dios entre lo que nos conviene y lo que nos interesa menos.
Por ejemplo, una de las actitudes típicas más extendidas, a veces donde menos debiera pensarse, es la de aquellos que distinguen en la moral cristiana, en la expresión de la voluntad de Dios para orientar nuestra vida hacia el bien y hacia la felicidad, dos bloques: el primero de ellos es el de aquellas actitudes, mandamientos o virtudes que favorecen lo que podemos llamar brevemente -para entendernos- la justicia social, y a eso sí se le da mucha importancia. ¿Por qué se le da mucha importancia? ¿Por amor a la justicia? Dios quisiera que fuera así. Pero cuántas veces es sólo egoísmo, porque en ello se juegan derechos propios, posibilidades, seguros, ventajas, tranquilidad, que nos dejen en paz por lo menos, que no suframos violencia, etc., todo lo cual está muy bien.
La señal, sin embargo, de que no siempre hay amor a la justicia es que, si la infracción de la justicia no toca el sosiego o la seguridad de nuestras vidas, entonces la infringimos. Por ejemplo, si la justicia consiste en eliminar a los niños de las entrañas de su madre, entonces muchos cristianos están dispuestos a considerarlo legítimo o aceptable, porque no se juegan nada en ello: no tienen relación con esas personas ni vínculo de afecto o de intereses, no han penetrado todavía en la producción de las relaciones sociales, no cuentan. Por tanto, es una señal evidente de que las apelaciones a la justicia, que suelen ser muy ruidosas precisamente en este tipo de personas, no son profundamente sinceras.
José Guerra Campos