El pasado 14 de octubre falleció nuestro hermano Ramón. No pretendo hacer un panegírico de sus virtudes, que eran muchas, ni convertir estas líneas en un recuerdo suyo, aunque sin duda lo merecía, porque era un hombre bueno. Quiero hacer algunas reflexiones a propósito de los momentos vividos junto a él cuando se nos iba.

Su muerte fue repentina, pues aunque estaba enfermo, su estado no revestía gravedad inmediata. Pero tuvo una complicación inesperada que fue irreversible. Tuvimos el tiempo justo de llevarle al hospital, llegar a su lado, procurarle los auxilios espirituales y acompañarle en sus últimas horas de vida en la tierra. Ya estaba preparado. El día anterior había ido a la Misa vespertina y comulgado. Estaba en gracia de Dios, un sacerdote le había administrado, hacía un par de meses, más o menos, la Unción de los enfermos. Y en el hospital volvió a recibirla, en estado consciente, y repondiendo a las oraciones del sacerdote. Recibió la absolución, y la sagrada comunión del día anterior le sirvió de viático, porque al tener el tubo de oxígeno, no pudo comulgar. Se dió cuenta de todo, se dio cuenta de que le acompañábamos con nuestro cariño y con nuestras oraciones, y estuvimos junto a su lecho de muerte hasta que Dios y la Virgen se lo llevaron. Tuvo una buena muerte. Insisto en ello porque con mucha frecuencia las personas que nos dan el pésame nos hablan de que tuvo una buena muerte, porque tuvo una muerte rápida. Y NO ES ESO. Una buena muerte es una muerte en gracia de Dios, con sufrimiento o sin él, rápida o lenta. No es una buena muerte aquella que te sobreviene sin enterarte, sin saber que te mueres, sin darte tiempo a entrar en tus moradas interiores y a arrepentirte de tus pecados -muchos o pocos- ni a despedirte de alguna manera de quellos a los que amas. Aunque no haya sufrimiento material, aunque la agonía sea corta o inexistente. Si la muerte llega sin tiempo a prepararse no es una buena muerte.Ramon Frigola 1

Otro detalle sobre el que me gustaría llamar la atención fue mi madre. En urgencias nos dijeron que podíamos entrar a acompañar a Ramón, pero que lo hiciéramos por turnos. Así lo hicimos, hasta que al acercarse el final, poco a poco, nos fuimos colando todos, y en el momento de su muerte, todos -mamá, hermanos/as y cuñados/as- estábamos a su lado. Pero la que en todo momento estuvo allí fue mamá. Recordando ese día, su dolor y su resignación, su fortaleza junto al hijo que la necesitaba y se le moría, pienso en la Virgen. Pienso que no meditamos bastante en el dolor de perder a un hijo, ni en el dolor de perderlo como lo perdió Ella. Veo reflejado en el dolor de mi madre terrena el dolor de mi madre celestial, y pienso que así como me esforzaba en acompañar y consolar a mi madre, debía parame más a menudo en acompañar y consolar a mi madre celestial en sus dolores al pie de la cruz.

El entierro de mi hermano fue otro momento muy emotivo. La iglesia estaba llena, y había 5 sacerdotes presentes: el celebrante y otro que le asistía, un tercero en el confesionario, y otros dos que asisiteron en calidad de amigos de mi hermano y de la familia. Y estuvimos sus 5 hermanos con todos nuestros hijos -sus sobrinos- desde la mayor con 18 años hasta la más pequeña de dos. Uno de los comentarios que hemos escuchado hace referencia al entierro. Los asistentes nos vieron como una familia unida en el dolor, pero sobre todo como una familia de fe. A más de uno imporesionó que, con haber tantos niños -38- hubiera tanto silencio, tanto respeto, tanto orden. Ni gritos, ni lloros, ni movimiento excesivo… Y algunos son pequeños, unos cuantos de menos de 5 años, y no pocos de entre 5 y 10. Pero supieron estar, supieron comportarse. Y rezaron y cantaron. Y lloraron también. A veces nos hablan del ejemplo que damos. Y es verdad que damos ejemplo -en ese momento nosotros lo dimos sin advertirlo-, sólo que normalmente no pensamos en ello, ni para bien ni para mal. Si vivimos una vida de fe, si somos buenos, si somos santos, honrados, trabajadores, responsables,… damos buen ejemplo. Pocas veces hablarán de nosotros, pero los que nos rodean lo ven, y contribuímos a la santidad de nuestros allegados.

Si por el contrario llevamos una vida y un comportamiento desordenado también damos ejemplo. Mal ejemplo. Y probablemente hablarán más de nosotros, aunque para hablar mal. Y contribuiremos al escándalo y a la perversión de aquellos que nos rodean.

Rara vez hablamos del ejemplo, bueno o malo. Pocas veces nos damos cuenta de la influencia que ejercemos sobre los demás. Normalmente tendemos a pensar que los demás no nos ven, que si hacemos algo bueno no se nota, si hacemos algo malo, no importa. Pero se nota e importa bastante más de lo que creemos. Quiera Dios que el día que podamos calibrar todo el bien o el mal que hayamos podido hacer a los demás con nuestro buen o mal ejemplo, el balance nos sea favorable.

Finalmente otra idea. La he insinuado antes, y quisiera profundizar en ella. Tendemos a considerar un bien para nuestros familiares el hecho de que no sufran a la hora de la enfermedad y de la muerte. Y tal vez deberíamos ponerlo en entredicho. El no sufrimiento de nuestros familiares es, sin duda, un consuelo para los que han de cuidarles, quieren aliviar su dolor y a veces se ven impotentes para hacerlo. Pero el sufrimiento es una gracia que Dios nos concede para nuestra santificación. Gracia dada al enfermo que sufre, y gracia dada a sus familiares, que sufren con el ser amado. Y aunque nos cuesta, hemos de aprender a verlo así. El único bien real para todos nosotros es el cielo. Todo lo demás, son medios para llegar a nuestro fin último, y como tales medios, su importancia es relativa. Es bueno lo que nos lleva al cielo. Es malo lo que nos aleja de él. El sufrimiento, a veces, nos acerca más al cielo, porque el sufrimiento aceptado como reparación por nuestros pecados acorta nuestro purgatorio. Sabemos que la absolución perdona nuestros pecados, pero también sabemos que debemos reparar el mal que hicimos. Sabemos que los sufrimientos de este mundo, tienen un valor de reparación mayor que las penas del purgatorio, y que las oraciones y sufrimientos pueden ser ofrecidos por nuestros hermanos, vivos y difuntos, para reparar los pecados nuestros y suyos, y llegar antes al cielo. El dolor físico y moral de las enfermedades propias y ajenas tiene un valor reparador que como cristianos debemos aprender a aceptar y aprovechar en beneficio tanto propio como de nuestros hermanos. Dios nos da lo que necesitamos. Si nos da algo de dolor a la hora de la muerte, tal vez sea para acortar nuestro purgatorio y llevarnos antes al cielo. Aceptémoslo confiadamente y demos gracias a Dios.

Mª Pilar Frigola