Pero en todo caso, lo que debería sorprendernos y obligarnos a una reflexión muy cuidadosa es la pasividad con la que consideramos que deben estar en vigencia las actitudes cristianas que favorecen la justicia (y hay que propagarlas y enraizarías en todos) y rechazamos, sin embargo, las actitudes cristianas que favorecen, por ejemplo, la castidad en cualquiera de los estados. Y, sin embargo, la voluntad de Dios es la misma y la influencia de esas actitudes en nuestro propio bien es la misma. Son partes de una armonía integral, el orden moral y no se puede tocar una pieza sin que se desmoronen las demás. Pero no nos damos cuenta, no lo vemos: sólo nos damos cuenta de lo que tiene enlace directo con nuestra seguridad y tranquilidad, con nuestros derechos, y en definitiva, con nuestra propia ventaja, aunque sea legítima. Y todo lo que no parece afectar de pronto inmediatamente a este núcleo de intereses no lo vemos, estamos ciegos para ello.
El hecho es que una de las grandes tentaciones que se está infiltrando cada vez más (y en los tiempos que se avecinan, lo hará todavía en forma más peligrosa en muchísimos católicos), es el ateísmo. Pues no nos hagamos ilusiones: la tercera tentación de Jesús es prácticamente atea. Es negarle la adoración, la gratitud, la esperanza y la confianza filial a Dios; es centrarnos en los poderes fuera de Dios, en nosotros mismos, que es ahora la forma más corriente de humanidad: unimismo autónomo.
Y hay un extraño contagio, unas veces por un influjo de origen inmediatamente político, otras veces de origen filosófico o cultural. El caso es que entre muchos creyentes, jóvenes y no jóvenes, tienen éxito las insinuaciones y las propagandas que nos invitan a pensar que, desvinculándonos de las exigencias de la tradición cristiana, de los llamamientos conocidos e indiscutibles de los Evangelios (que han salido de la boca de Jesús y nos han transmitido los Apóstoles), somos más libres.
Hay como un aire de emancipación en el que parece que esa tradición cristiana que hemos heredado y que hemos recibido directamente por la acción de Dios en los sacramentos, es una carga, un peso, o algo casi esclavizante. ¡Qué triste señal! ¿No hemos dicho al principio, que la clave misma de toda construcción de una vida humana auténtica está en la coincidencia entre nuestro deber, nuestra vocación, nuestra misión y la sensación íntima de libertad al cumplirlo; y que, cuando falta esta impresión íntima de libertad, es una mala señal, ya que estamos obcecados, desviados, más o menos momentáneamente, pero siempre peligrosamente?
Hay una extraña emancipación de aquello que debería ser la luz, la inspiración cotidiana, el atractivo, la fuerza interior. Por tanto, hay un grave peligro de que nuestra propia condición de fe se resquebraje y luego no sirvamos para nada, ni siquiera para hacer la construcción atea del mundo a la que tantos tienden, porque al fin, y gracias a Dios, nuestro corazón -así lo espero- ya nunca servirá para eso, porque ha sido tocado alguna vez por el dedo de Dios.
Tampoco serviremos, no ya para la acción apostólica (que en esas situaciones de tentación es más necesaria que nunca para orientar a los hermanos), sino que ni siquiera valdremos para vivir con gozo nuestra propia vida interior. Por eso, seríamos los hombres más desgraciados. De ahí que tengamos que pedirle al Señor la luz escarmentadora de las tres tentaciones, las cuales brotan de la falta de docilidad y de no querer aceptar del todo que el Señor es el que nos salva, que es Él quien tiene razón y que por tanto en seguirle, aunque a veces cueste, está no solamente nuestro deber, sino nuestra dicha y nuestra libertad.
Necesitamos que el Señor, a la luz de este «escarmiento» de las tentaciones, nos devuelva el gusto del Evangelio. Es decir, que descubramos el plan de Dios en todas las dificultades: en la cruz, la muerte, el escándalo del dolor, el fracaso aparente en vez del triunfo espectacular de la segunda tentación…
Precisamos ver que los sufrimientos de toda índole, en vez de la fácil solución de convertir las piedras en panes, son noticia alegre, revelación luminosa: Evangelio. Que volvamos a saborear el significado de esta palabra en su misma literalidad, no ya como un conjunto de doctrinas, verdades y normas, sino como algo más interior y más radical, como una luz que de pronto nos marca el rumbo, disipa los nubarrones y nos devuelve la confianza y la alegría, sabiendo que, si esto es posible, es gracias a la fe.
Que no tenemos que contentarnos, como los hombres sin fe, con el estímulo de las palabras bonitas, de las consideraciones más o menos sabias, ya que a ellos no les queda otro recurso frente a los grandes interrogantes del corazón (como son, por ejemplo, la melancolía o el ansia infinita de felicidad -que es insaciable frente al acoso del dolor y, sobre todo, del sufrimiento-, o la incomprensión de los demás, o la injusticia y la derrota de la muerte -ante la cual no hay nada-). Nosotros no tenemos que satisfacernos con palabras, delaciones o consideraciones que son de veras opio del pueblo; nuestra fe nos dice que el Evangelio para nosotros es la Persona viva de Jesús, el poder y el amor de alguien que nos conoce, nos quiere y acompaña, que nos abre camino y va delante con nosotros. Jesús ha abierto ya el acceso a la meta de nuestra esperanza: Él es nuestra esperanza, pero no un anhelo soñado o pensado, no una ilusión, sino nuestra esperanza vivida y realizada ya. Sólo falta que nosotros nos asociemos a Él en ese camino de esperanza.
José Guerra Campos