A la mayoría de nosotros nos cuesta, metidos en la vorágine de la vida moderna, encontrar tiempo para Dios. Me avergüenza decirlo porque escatimarle tiempo a Dios es como decir a una persona amada que no tienes tiempo para ella, pero es así. Cuando medito sobre mi vida, cómo ocupo el día, mis obligaciones y su cumplimiento o incumplimiento, siempre acabo entonando un «mea culpa», proponiéndome dedicar más tiempo a Dios, y en definitiva fracasando en el intento.
A veces es porque los imprevistos echan por la borda mis cuidadosos horarios: Que si mi marido me necesita para que le ayude a resolver un problema o le acompañe a tal o cual sitio; que si uno de los niños se ha dejado tal o cual cosa en el colegio y hay que llevarle a buscarlo; que si me siento con un libro de lectura espiritual y la pequeña está juguetona y no hace más que cerrármelo; que si el otro ha perdido el autobús y hay que ir a recogerlo en tal o cual sitio… y cincuenta mil razones más, todas ellas distintas cada día, todas ellas más o menos justificables o injustificables (que de todo hay).
Algunas veces, simple y llanamente me vence la pereza. Y esa es la que me duele más, porque para esa no hay excusa.
En ocasiones son otro tipo de distracciones: un programa de televisión que me «engancha» y me cuesta o no soy capaz de dejarlo cuando debo; un concierto en la plaza al lado de casa, que hace tanto ruido que parece que tengas al músico metido dentro de la habitación y no deja centrarse; una visita inesperada (también las hay) que te pilla en medio del Santo Rosario o del Mes de María, por ejemplo…
Y no vamos a negar que a veces la causa de la falta de oración es la mala organización y ciertas dosis de respetos humanos.
Sea coom sea, las dificultades están para vencerlas, y lo logremos o no, no debemos dejar de intentarlo si queremos avanzar en el camino de la santidad.
Huelga decir que es irrenunciable un mínimo de oración al día, porque no podemos decir «Señor» sin la gracia del Espíritu Santo. Porque un alma que no reza es como un cuerpo que no se alimenta y muere al poco tiempo de inanición. El mínimo que considero imprescindible es fácil de cumplir, pero creo bueno consignarlo. Sería la oración de la mañana y de la noche, la misa los domingos y fiestas de precepto, y la confesión y comunión frecuentes (al menos una vez al mes). Aparte de ese mínimo hemos de aspirar a mucho más: Misa diaria, si es posible, meditación, lectura espiritual, obras de caridad, apostolado y mortificación y presencia de Dios.
Estas son algunas de las estrategias que en ocasiones me han ayudado a salir victoriosa, con la gracia de Dios.
La Primera es huir de la tentación. Si la televisión me distrae y no soy lo bastante santa para quitarla de casa, puedo no encenderla, o esconder el mando para que sea más laborioso y complicado caer en la tentación que no caer.
Lo segundo es que si una visita inesperada o una distracción justificada me aparta de una oración o práctica de devoción ya iniciada, cuando la causa de la interrupción desaparece, se acaba lo que se estaba haciendo: si era rezar, se reza, si era lectura o meditación, se lee o se medita lo que se había propuesto.
Lo tercero, la tecnología puede venir en nuestro auxilio, y no la desdeñemos. Hay cadenas de radio y televisión como Radio María o la televisión de la Madre Angélica que rezan con su audiencia o que emiten programas formativos. Sintonizarlas en casa es una ayuda para rezar o, al menos, para mantener la presencia de Dios.
Cuarto, si no podemos sintonizar estas cadenas, hay muchas grabaciones de oraciones, conferencias o meditaciones, comentarios del catecismo o del Evangelio a la venta en librerías religiosas. Y si no las encontramos, podemos grabarlas nosotros asistiendo a charlas o en la radio. Poner, por ejemplo, una cada día es muy santificante. Y nada nos impide, por ejemplo, poner una cinta con el Rosario y rezar mientras limpiamos.
Quinto, tampoco desdeñemos la ayuda de los demás. Si me casé para santificarme con mi marido, y él para santificarse conmigo, bien puede ayudarme a ser más fiel si se lo pido (Y si no se lo pido también), y yo a él. Recordarme que es la hora de orar, rezar juntos, él y yo, o en familia. Quitarle a él, o que él me quite a mí las distracciones que son un lastre para mi santidad,…
Y acudir a la imaginación. Si alguien te distrae, siempre puedes invitarle a rezar contigo. Puedes conseguir dos cosas, que se asuste, se vaya y te deje rezar… o que reze contigo con lo que la victoria es mayor.
Mª Pilar Frigola