Ahora bien, el resultado del estudio crítico, como saben los entendidos, fue precisamente eliminar ese supuesto, es decir: nadie niega que muchos de los escritos fueran redactados en los años cincuenta (por ejemplo, el de la carta a los Corintios que se citaba anteriormente), y nos conducen (a través de sus autores, de sus lectores y destinatarios y de toda la red de referencias de personas vivas y actuantes) a los años cuarenta y treinta, lo mismo que muchos materiales básicos incorporados a los escritos (compuestos ulteriormente a lo largo del siglo primero), remiten también a esos mismos decenios.
Entonces es cuando se comprueba algo que sí suelen reconocer todos los autores de estos planteamientos críticos, cuando realmente son críticos y sinceros, y es que, frente a una convicción que nace en el marco de unos hechos, de una corriente de testimonios, queda al desnudo que el motivo último y primero, el que subsiste cuando fallan todos estos procedimientos críticos, el motivo de los negadores es un a priori. Lo reconocen incluso los más recientes, a los que nos referiremos en otro momento. Es decir, tras la supuesta imposibilidad de las manifestaciones extraordinarias de Dios, bajo distintas formas de análisis textual o de exégesis y de argumentación histórica, late siempre el llamado postulado moderno de la inmanencia, es decir, el de no estar dispuestos a admitir en la Historia lo que no sea pensamiento y acción humana común. Y detrás de esto, caben muchas interpretaciones filosóficas: la panteística (según la cual lo divino solamente se manifiesta en el hombre común, en la historia humana), el ateísmo materialista, o bien un supuesto agnosticismo.
Pero para volver de nuevo a insistir sobre el carácter realista, no simbolista, sobre la facticidad (que es la entraña de nuestra fe cristiana y sin la cual no existiría la fe ni esta tendría contenido: «vana sería nuestra fe, vana sería nuestra predicación», llama la atención una situación realista increíble: ante el acerbo general que hay en la Historia humana y en los escritos de las tradiciones humanas de fábulas, mitos y leyendas (toda esa fabulación imaginativa o intelectual que es normal en la Historia humana, que carece de fundamento real histórico y que son creaciones mentales notorias o incluso incompatibles con alguna verdad científica o histórica comprobada), ¿qué sucede? Que a estas alturas del tiempo, todos -quien más quien menos- estamos de acuerdo en deslindar, sin ningún género de preocupación, los hechos de las fabulaciones simbólicas, y esto aunque, como se hace ahora con mucha razón, se atribuya a estas fabulaciones simbólicas la máxima importancia y no se las someta al desprecio, según se hacía antes, en que la misma palabra mito, fábula o leyenda ya era señal de desprestigio. No: podemos incluso estar de acuerdo en que eso vale más que los hechos, pero lo deslindamos. Las fabulaciones aparecen notoriamente desposeídas de todo enganche con el terreno de lo que es comprobable, empírico o documental. Evocamos a Hércules en sus trabajos y a Mercurio en sus andanzas, o las intervenciones de los dioses en la historia griega de La Ilíada o la romana de La Eneida, y todos estamos de acuerdo -¡pues no faltaba más!- en distinguir lo real de la fábula, y esta cultura es ahora atmósfera universal.
Pues bien, como se sabe, a fines del siglo XVIII y comienzo del siglo XIX, se les ocurrió a muchos que sucedería exactamente lo mismo (es decir, que se llegaría a ese acuerdo por evidencia), respecto a los relatos cristianos, una vez que se les hubiesen aplicado los recursos histórico-críticos. ¿Y qué sucedió? Pues que no es así y que yo, que sé que los dioses de La Eneida son lo que son, creo que Jesucristo resucitado está presente. El proceso crítico ha desembocado en confirmar el entronque substancialmente histórico de los relatos supuestamente inadmisibles sobre Cristo, porque aparecen enmarcados en la experiencia de unas personas históricas, cuyo testimonio se propaga hasta nosotros, sin saltos, en una corriente continua y no en una corriente que sea solo documental, sino encarnada en una institución viva. Bastaría pensar en este hecho sencillo, pero decisivo: en la cadena de Obispos de Roma llegamos hasta Pedro, en cuyos labios se pone, en su segunda carta, esta expresión: «Porque no fue siguiendo artificiosas fábulas como os dimos a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo, sino como quienes han sido testigos oculares» .
En consecuencia, muchos millones aceptamos que Cristo resucitado vive con nosotros, y entre estos millones hay innumerables personas que sintonizan perfectamente con la crítica histórico-literaria, que no tienen la menor adherencia mágica en su espíritu, que no la tenemos; que incluso se pasan, nos pasamos muchos en cierta postura racionalista, que es por principio alérgica a tomar en consideración los fenómenos turbios, los psíquicos paranormales e incluso las llamadas experiencias de la fe, a lo que muchos cristianos somos alérgicos. Es decir, que aquí hay algo extraño o al menos único, pues además esta convicción compartida por millones, resulta que se da en aquel sector del mundo donde más brilla el espíritu crítico, histórico, científico o técnico, que es nuestra Europa actual, la cultura relacionada con ella o con la vieja cultura grecorromana, donde el Racionalismo tiene sus delicias. Pues es ahí donde esta gran persuasión se ha mantenido, y es desde ahí desde donde se ha expandido al universo entero. Por esa razón, en realidad tendríamos que hablar de la Resurrección y de sus relaciones con la esperanza, sin ocuparnos ahora de estos hombres, muchos o pocos (los que sean), que no le dedican suficiente atención, o que dudan, o niegan por las razones antes dichas, porque no aceptan para nada las razones de nuestro conocer y de nuestra condición.
Quisiera anticipar por qué después de todo este proceso crítico del siglo XIX hasta los primeros decenios del XX (muy superado, ya que cada etapa supera a la anterior), en las últimas décadas se ha producido una cierta novedad infiltrada también en ambientes católicos, aunque de un modo todavía incipiente. Esta novedad merece ser considerada, pues los que apelan a la disociación entre testimonio y creencia, antes lo hacían desde fuera de la fe, lo hacían para negar el fundamento de la fe, sin más: no hay tal hecho atestiguado, aunque los testigos sean dignos de fe, porque es que no son testigos. Sin embargo, ahora -y esta es la novedad- algunos propagan una disociación entre el hecho de la Resurrección y la fe en Cristo resucitado como cosas separables y lo hacen considerándose creyentes. Es decir, que en algunos sectores católicos está de moda aplicar al hecho original del Cristianismo la conocida distinción entre el Jesús histórico y el Jesús según lo piensa la fe, la de la comunidad primitiva y la de todas las comunidades. Bien, es una posición que depende de posturas protestantes, que giran fundamentalmente en torno a un gran autor, Bultmann, que dijo estas cosas en los años veinte y más tarde en los años cuarenta de este siglo. Tampoco son muy recientes, porque en lo esencial (y salvando diferencias que se expondrán posteriormente), estaban ya formuladas en el Protestantismo llamado liberal y en el Modernismo católico de fines del siglo XIX y primeros años del siglo XX. La novedad es esa: que aun eludiendo el hecho de la Resurrección, afirman que la predicación sobre Jesucristo resucitado tiene valor, es alimento de fe y de esperanza.
Este es el problema al que quería llegar. Por algo en el título hemos anticipado que Jesucristo es nuestra esperanza porque ha resucitado. En realidad, esta corriente última trata de decirnos: Jesucristo es nuestra esperanza aunque no haya resucitado. Es un cambio notable que está como sesteando por ahí y que muy fácilmente llega de modos directos o indirectos. Por tanto, debe ser conocido aunque sea en la forma esquemática, tosca y pobre en que yo la pueda exponer.
José Guerra Campos