Moral cívica

Perdidas estas verdades, que son como principios del orden natural, trascendentales para el conocimiento y la práctica de la vida, fácilmente aparece el giro que ha de tomar la moral pública y privada. No nos referimos a las virtudes240px-Leo_XIII sobrenaturales, que nadie puede alcanzar ni ejercitar sin especial don gratuito de Dios. Por fuerza no puede encontrarse vestigio alguno de estas virtudes en los que desprecian como inexistentes la redención del género humano, la gracia divina, los sacramentos y la bienaventuranza que se ha de alcanzar en el cielo. Hablamos aquí de las obligaciones derivadas de la moral natural. Un Dios creador y gobernador providente del mundo; una ley eterna que manda conservar el orden natural y prohíbe perturbarlo; un fin último del hombre, muy superior a todas las realidades humanas y colocado más allá de esta transitoria vida terrena. Éstas son las fuentes, éstos son los principios de toda moral y de toda justicia. Si se suprimen, como suelen hacer el naturalismo y la masonería, la ciencia moral y el derecho quedan destituidos de todo fundamento y defensa. En efecto, la única moral que reconoce la familia masónica, y en la que, según ella, ha de ser educada la juventud, es la llamada moral cívica, independiente y libre; es decir, una moral que excluya toda idea religiosa. Pero la debilidad de esta moral, su falta de firmeza y su movilidad a impulso de cualquier viento de pasiones, están bien demostradas por los frutos de perdición que parcialmente están ya apareciendo. Por dondequiera que esta educación ha comenzado a reinar con mayor libertad, suprimiendo la educación cristiana, ha producido la rápida desintegración de la sana y recta moral, el crecimiento vigoroso de las opiniones más horrendas y el aumento ilimitado de las estadísticas criminales. Muchos son los que deploran públicamente estas consecuencias. Incluso no son pocos los que, aun contra su voluntad, las reconocen obligados por la evidencia de la verdad.

Pero, además, como la naturaleza humana quedó manchada con la caída del primer pecado y, por esta misma causa, más inclinada al vicio que a la virtud, es totalmente necesario para obrar moralmente bien sujetar los movimientos desordenados del espíritu y someter los apetitos de la razón. Y para que en este combate la razón vencedora conserve siempre su dominio se necesita muy a menudo el despego de todas las cosas humanas y la aceptación de molestias y trabajos muy grandes. Pero los naturalistas y los masones, al no creer las verdades reveladas por Dios, niegan el pecado del primer padre de la humanidad, y juzgan por esto que el libre albedrío «no está debilitado ni inclinado al pecado». Por el contrario, exagerando las fuerzas y la excelencia de la naturaleza y poniendo en ésta el único principio regulador de la justicia, ni siquiera pueden pensar que para calmar los ímpetus de la naturaleza y regir sus apetitos sean necesarios un prolongado combate y una constancia muy grande. Por esto vemos el ofrecimiento público a todos los hombres de innumerables estímulos de las pasiones; periódicos y revistas sin moderación ni vergüenza alguna; obras teatrales extraordinariamente licenciosas; temas y motivos artísticos buscados impúdicamente en los principios del llamado realismo; artificios sutilmente pensados para satisfacción de una vida muelle y delicada; la búsqueda, en una palabra, de toda clase de halagos sensuales, ante los cuales cierre sus ojos la virtud adormecida. Al obrar así proceden criminalmente, pero son consecuentes consigo mismos todos los que suprimen la esperanza de los bienes eternos y la reducen a los bienes caducos, hundiéndola en la tierra. Los hechos referidos pueden confirmar una realidad fácil de decir, pero difícil de creer. Porque como no hay nadie tan esclavo de las hábiles maniobras de los hombres astutos como los individuos que tienen el ánimo enervado y quebrantado por la tiranía de las pasiones, hubo en la masonería quienes dijeron y propusieron públicamente que hay que procurar con una táctica pensada sobresaturar a la multitud con una licencia infinita en materia de vicios; una vez conseguido este objetivo, la tendrían sujeta a su arbitrio para acometer cualquier empresa.

Papa León XIII