- El mal radical de la masonería
– Dogmática depravada
La naturaleza y los métodos de la masonería quedan suficientemente aclarados con la sumaria exposición que acabamos de hacer. Sus dogmas fundamentales discrepan tanto y tan claramente de la razón, que no hay mayor depravación ideológica. Querer destruir la religión y la Iglesia, fundada y conservada perpetuamente por el mismo Dios, y resucitar, después de dieciocho siglos, la moral y la doctrina del paganismo, es necedad insigne e impiedad temeraria. Ni es menos horrible o intolerable el rechazo de los beneficios que con tanta bondad alcanzó Jesucristo, no sólo para cada hombre en particular, sino también para cuantos viven unidos en la familia o en la sociedad civil; beneficios, por otra parte, señaladísimos según el juicio y testimonio de los mismos enemigos. En este insensato y abominable propósito parece revivir el implacable odio y sed de venganza en que Satanás arde contra Jesucristo. De manera semejante, el segundo propósito de los masones, destruir los principios fundamentales del derecho y de la moral y prestar ayuda a los que, imitando a los animales, querrían que fuese lícito todo lo agradable, equivale a empujar al género humano ignominiosa y vergonzosamente a la muerte. Aumentan este mal los peligros que amenazan a la sociedad doméstica y a la sociedad civil. Porque, como hemos expuesto en otras ocasiones, el consentimiento casi universal de los pueblos y de los siglos demuestra que el matrimonio tiene un algo sagrado y religioso; pero además la ley divina prohíbe su disolución. Si el matrimonio se convierte en una mera unión civil, si se permite el divorcio, la consecuencia inevitable que se sigue en la familia es la discordia y la confusión, perdiendo su dignidad la mujer y quedando incierta la conservación y suerte posterior de la prole. La despreocupación pública total de la religión y el desprecio de Dios, como si no existiese, en la constitución y administración del Estado, constituyen un atrevimiento inaudito aun para los mismos paganos, en cuyo corazón y en cuyo entendimiento estuvo tan grabada no sólo la creencia en los dioses, sino la necesidad de un culto público, que consideraban más fácil encontrar una ciudad en el aire que un Estado sin Dios. En realidad, la sociedad humana, a que nos sentimos naturalmente inclinados, fue constituida por Dios, autor de la naturaleza; y de Dios procede, como de principio y fuente, toda la perenne abundancia de los bienes innumerables que la sociedad disfruta. Por tanto, así como la misma naturaleza enseña a cada hombre en particular a rendir piadosa y santamente culto a Dios, por recibir de Él la vida y los bienes que la acompañan, de la misma manera y por idéntica causa incumbe este deber a los pueblos y a los Estados. Y los que quieren liberar al Estado de todo deber religioso, proceden no sólo contra todo derecho, sino además con una absurda ignorancia. Y como los hombres nacen ordenados a la sociedad civil por voluntad de Dios, y el poder de la autoridad es un vínculo tan necesario a la sociedad que sin aquél ésta se disuelve necesariamente, síguese que el mismo que creó la sociedad creó también la autoridad. De aquí se ve que, sea quien sea el que tiene el poder, es ministro de Dios. Por lo cual, en todo cuanto exijan el fin y naturaleza de la sociedad humana, es razonable obedecer al poder legítimo cuando manda lo justo como si se obedeciera a la autoridad de Dios, que todo lo gobierna. Y nada hay más contrario a la verdad que suponer en manos del pueblo el derecho de negar la obediencia cuando le agrade. De la misma manera nadie pone en duda la igualdad de todos los hombres si se considera su común origen y naturaleza, el fin último a que todos están ordenados y los derechos y obligaciones que de aquéllos espontáneamente derivan. Pero como no pueden ser iguales las cualidades personales de los hombres y son muy diferentes unos de otros en los dotes naturales de cuerpo y alma y son muchas las diferencias de costumbres, voluntades y temperamentos, nada hay más contrario a la razón que pretender abarcarlo y confundirlo todo en una misma medida y llevar a las instituciones civiles una igualdad jurídica tan absoluta. Así como la perfecta disposición del cuerpo humano resulta de la unión armoniosa de miembros diversos, diferentes en forma y funciones, pero que vinculados y puestos en sus propios lugares constituyen un organismo hermoso, vigoroso y apto para la acción, así también en la sociedad política las desemejanzas de los individuos que la forman son casi infinitas. Si todos fuesen iguales y cada uno se rigiera a su arbitrio, el aspecto de este Estado sería horroroso. Pero si, dentro de los distintos grados de dignidad, aptitudes y trabajo, todos colaboran eficazmente al bien común, reflejarán la imagen de un Estado bien constituido y conforme a la naturaleza.
Los perturbadores errores que hemos enumerado bastan por sí solos para provocar en los Estados temores muy serios. Porque, suprimido el temor de Dios y el respeto a las leyes divinas, despreciada la autoridad de los gobernantes, permitida y legitimada la fiebre de las revoluciones, desatadas hasta la licencia las pasiones populares, sin otro freno que la pena, forzosamente han de seguirse cambios y trastornos universales. Estos cambios y estos trastornos son los que buscan de propósito, sin recato alguno, muchas asociaciones comunistas y socialistas. La masonería, que favorece en gran escala los intentos de estas asociaciones y coincide con ellas en los principios fundamentales de su doctrina, no puede proclamarse ajena a los propósitos de aquéllas. Y, si de hecho no llegan de modo inmediato y en todas partes a los mayores extremos, no ha de atribuirse esta falta a sus doctrinas ni a su voluntad, sino a la eficaz virtud de la inextinguible religión divina y al sector sano de la humanidad que, rechazando la servidumbre de las sociedades clandestinas, resiste con energía los locos intentos de éstas.
Papa León XIII