El escritor marxista checo Gardavsky ha escrito sobre San Agustín. Desde su plataforma atea. Pero con innegable honradez científica. Es interesante observar, por ejemplo, que no acepta la teología modernista de la llamada .muerte de Dios». Y reprocha: .No hagamos más pobre en esperanza a la humanidad, para que el hombre la encuentre digna de vivir en ella. Nosotros llamamos a esa esperanza comunismo. Cierto que no creemos en Dios, aunque esto es un absurdo.» Gardavsky tiene una predilección especial por San Agustín. Especial. mente por el converso de las «Confesiones», mejor que por el teólogo de .La Ciudad de Dios». En definitiva, también aquí Gardavsky, como marxista, fabrica dialéctica por no entender como síntesis y plenitud lo que procede de la misma lógica fontal y no de ninguna lucha ni oposición sistemática.
Pero no deja de ser notable este atractivo agustiniano en un autor marxista. Y lo es más si se considera que toda la apasionante peripecia de Agustín tiene por protagonista decisiva a su madre: Santa Mónica. Todas las tragedias morales de Agustín, con su potencia intelectual sojuzgada por el maniqueísmo y el escepticismo, pudo ser doblegada y encauzada y sublimada por la fe sin límites y las lágrimas poderosas de su madre. Lo había ella previsto en un sueño misterioso, muchos años antes de la conversión del hijo. Lo cuenta el mismo Agustín: «De pie sobre una regla de madera, vio ella que se le acercaba sonriéndole un joven hermoso y alegre, mientras que ella estaba abrumada de tristeza. Él le preguntó la causa de su pena y de sus lágrimas cotidianas, no para saberlo, como suele suceder, sino para instruirla. Respondió que se lamentaba de mi perdición. Entonces, para asegurarla, le dijo que mirase atentamente y que vería cómo en donde ella se encontraba me hallaba también yo. Habiéndose ella fijado, me vio cerca de sí, de pie sobre la misma regla de madera.» Cuando Agustín quiso interpretar sofísticamente este sueño, Mónica le contestó: «No se me dijo: allí en donde se encuentra estarás tú, sino en donde tú estás, también estará él… Y así fue efectivamente.
En 387, Agustín fue bautizado. Y entonces entre la madre y el hijo llegó la plena efusión. Nos lo cuenta el mismo Agustín en sus «Confesiones»: «Hablábamos solos con gran dulzura. Olvidando las cosas pasadas, mirando a las venideras, buscábamos en presencia de la verdad, que eres Tú mismo, Dios mío, lo que sería la vida eterna de los santos, esta vida que ni el ojo del hombre vio, ni el oído oyó, ni el espíritu pudo comprender. Aspirábamos con los labios del corazón las aguas de la fuente, de esa fuente de vida que está en Ti, para beber en ella lo más posible, y así formarnos una idea de una cosa tan grande. Ahora bien, nuestra conversación nos había llevado a esa conclusión: que el placer de los sentidos carnales, por grande que sea, y en el mayor resplandor de la luz corporal, no sólo no podía compararse con la alegría de aquella vida, sino que ni siquiera merecía un recuerdo.» En esta ocasión, Mónica siente ya terminada su misión. y le dice a Agustín: «Hijo mío, por mi parte nada me satisface ya en esta vida. No veo que tenga que hacer más, ni por qué he de vivir aquí. Se «desvaneció ya la esperanza de este mundo. Sólo una cosa me hacía desear la vida algún tiempo aquí abajo. Deseaba antes de morir verte católico. Dios me lo concedió con creces. Veo que menosprecias las alegrías terrenales para ser su siervo. ¿Qué hago yo aquí?» Y Agustín registra el fin glorioso de esta madre sin par: «Al noveno día de su enfermedad, a la edad de cincuenta y seis años Y a los treinta y tres de mi edad, esta alma religiosa y pía fue librada de su cuerpo.»
Agustín recordaba gratamente el testimonio de su madre en favor suyo: «Amorosamente me llamó piadoso. Con un gran sentimiento de cariño afirmaba que jamás había oído salir de mi boca ninguna palabra dura u ofensiva para ella.» Y sentía la dureza de la separación temporal: «¡Oh Dios que nos creaste!, ¿qué comparación puede haber entre el honor que recibió de mí y el servicio que ella me hizo? Verme privado así de su gran consuelo era lo que hería mi alma y desgarraba, por decirlo así, mi vida, que no era más que una con la suya.» Mientras tanto, las últimas palabras de Mónica traspasarán los siglos como un testamento para todos los hijos: «Enterrad este cuerpo en donde queráis, no os inquietéis. Solamente os pido que os acordéis de mi en el altar del Señor en donde quiera que estéis.»
Newman llamará a Agustín «la gran lumbrera del mundo occidental que formo la inteligencia de la Europa cristiana.» Seeberg expresará con rotundas afirmaciones: «El alma de Agustín dio a la Iglesia occidental las alas del águila que le permitieron remontar su vuelo regio sobre Ios estados y los pueblos. Él indicó a las aspiraciones místicas la dirección que debían seguir; planteó los problemas sobre os cuales ya bajo la ciencia escolástica; y los mismos adversarios de la escolástica se acercaron a él para refrescar su espíritu… Él se remonto así sobre los siglos de la historia como un rey prodigando los dones más sublimes, como un sacerdote conduciendo las generaciones humanas a las fuentes de la religión.» A estos elogios se unen hoy los del filosofo ateo Gardavsky.
Siempre es lectura sugerente, inolvidable, de vivencias provechosas, la de las «Confesiones» de San Agustín. «Me creerán aquellos a quienes el amor abre los oídos», nos dirá Agustín de sus trascendentes intimidades. Pero no hay que olvidar que debajo de sus líneas palpita eI corazón de su madre, que realizó plenamente esta misma sentencia agustiniana: «Cuando se ama no hay fatiga o si la hay ama la misma fatiga.» La dichosa fatiga de Mónica ha regalado al mundo el don inapreciable del Agustín eterno. Es el gran triunfo de aquella madre. Lo mejor de cada hombre proviene de la herencia y el pálpito sobrenatural de nuestras madres. «Nada acerca tanto a Dios como el recuerdo de una madre santa», decía Ozanam. Muchos lo hemos comprobado que es así realmente.
«QUIEN NO TIENE A MARÍA POR MADRE, NO TIENE A DIOS POR PADRE», dice San Luis María de Montfort. Tenemos tiempo para trabajar, comer, divertirnos, hablar de futbol, de toros, de cine, de modas, de tonterías… ¿Diremos que no tenemos tiempo para rezar? A, lo menos, cada mañana y cada noche, reza, de corazón, no como un papagayo, las TRES AVEMARÍAS a la Santísima Virgen pidiendo por tu salvación y la de tu familia.
Una nonagésima parte
Después de leer tu carta, sentí la tentación de dirigirte una larga epístola, indignada, vehemente, en contestación a la frasecita que te has atrevido a dirigirme: No tengo tiempo de hacer oración. Y hubiera acumulado en ella argumentos numerosos e irrefutables; hubiera defendido los derechos de Dios, derechos a tu alabanza, a tu entrega, a tu sumisión; te hubiera recordado las invitaciones que saltan donde quiera en la Biblia; te hubiera celebrado los beneficios de la oración que equilibra y unifica nuestra vida, agudiza la mirada del espíritu, reafirma la voluntad. Apenas formado este plan lo abandoné. ¿Qué te iba a decir que no lo supieras ya? Y, sin embargo, quiero convencerte; casi se me antoja decir: confundirte.
Coge un metro. Colócalo delante, abierto, ahí, sobre la mesa. Quítale los cuatro últimos centímetros. Aún quedan 96. Y admite que cada centímetro representa uno de los 96 cuartos de hora de la jornada. Ahora, partiendo de la izquierda, corta 32 ó 36 centímetros, es decir, 32 ó 36 cuartos de hora: esto representa nuestro tiempo de dormir. Sigue cortando 36 ó 40 centímetros: es tu tiempo de trabajo; 4 ó 5, desplazamientos; 6 u 8, las comidas… y después mira en el extremo de la derecha el último cuartito de hora el 96.°; bien poca cosa en relación con el conjunto; y, sin embargo, eso es lo que disputas al Señor. ¿Te parece de veras que le das la mejor parte? Para quien lo consagra a Dios, este cuarto de hora transfigura milagrosamente los otros 95: les comunica su vibración de plegaria.
HENRI CAFFAREL
Obra Cultural
Laura, 4 – Barcelona-10