II ATEÍSMO COMO NEGACIÓN DIRECTA DE LA EXISTENCIA DE DIOS

guerra campos3Ahora sigue la exposición, lo más sencilla y elemental que me sea posible pero no carente de rigor, de las formas del ateísmo de la negación. Así como las formas de desentendimiento son de todos los tiempos, y no necesitan especial formulación por su condición primaria, las formas del ateísmo de negación han recibido su formulación clásica en los siglos XVIII y XIX. Sobreviven ahora de manera residual y como por inercia. Pueden reducirse a dos principales: 1) reacciones ante el enigma del mal y del azar; 2) interpretaciones monistas, especialmente materialistas, del universo.

1. Ateísmo por reacción ante el problema del mal.

El dilema clásico.

La primera forma es una respuesta o «solución» negativa a la pregunta sobre Dios, fundándose en la dificultad o en la supuesta imposibilidad de conciliar entre sí los . atributos propios de Dios y ciertas realidades observadas. Estamos hablando de la famosa aporía, dificultad o contradicción del Mal, que es la que subyace bajo tantas decepciones a las que hemos aludido antes. Podría recogerse en una síntesis elemental, antiquísima y, por su aparente vigor dialéctico, insuperable en su línea: Si Dios puede evitar estos males y no quiere, le falta amor aunque tenga poder; si Dios quiere evitarlos y no puede, le falta poder aunque tenga amor: y como parecen inseparablemente necesarios el poder y el amor para aceptar a Dios…, Dios no existe, o es dudosa su existencia. Esta aporía fue desarrollada en algunos escritos de la ilustración del siglo XVII-XVIII: es tópico ya el artículo de Pedro Bayle en el «Diccionario histórico-crítico»[1], en el cual expone esa inconciliabilidad entre el mal del mundo y Dios, aunque realmente el autor no llega más que a una posición escéptica o de duda.

La Teodicea.

También es sabido que estas formulaciones dieciochescas dieron lugar a la intervención de un filósofo de primer plano, Leibniz, el cual, además de tocar el tema en otros escritos, le dedicó una obra de cuyo título tomó el nombre una disciplina escolar que ha tenido fortuna: la Teodicea. Lo que pudo llamarse «Teología» (tratado sobre Dios) se llama «Teodicea»: «defensa o justificación de Dios»[2]. Tanto Leibniz como otros «defensores» de Dios -de la conciliabilidad de la bondad y poder divinos con el mal que vemos en el mundo–se inspiran en autores más antiguos, empezando por San Agustín y siguiendo por Santo Tomás de Aquino. El tema del mal ha sido muy estudiado, y se ha llegado sin duda a delimitaciones y observaciones muy atinadas[3].

Es cierto que ese tipo de consideraciones sobre el sentido del mal y su posible inserción en una bondad radical y en el marco de un destino orientado hacia el bien del mundo nunca satisface nuestra curiosidad y aún menos nuestra inquietud en la hora del dolor. Mas en todo caso contribuyen a que el obsesionado por la aporía del mal ensanche su propio horizonte y no se enclaustre en perspectivas unilaterales y a veces egocéntricas.

Especial ambigüedad en relación con la persona.

No obstante, es muy difícil para el hombre, sobre todo, para el hombre de los siglos recientes y el contemporáneo, pensar en el problema del bien y del mal sin una perspectiva antropocéntrica. No acaba de interesarle ni de convencerle una exposición que presenta una bondad del Todo, al que debe subordinarse la apetencia individual del sujeto. Entendemos la bondad como bondad para nosotros -para mí-, y sólo así nos parece aceptable. Para calificar de bueno o malo el plan universal, queremos saber si la persona humana -yo mismo-es un centro, ya que no el centro, de dicho plan. Esta pretensión está íntimamente relacionada con la tensión dramática, a la que nos hemos referido ya, que produce en nosotros la confrontación de una perspectiva objetivante (lo «natural», las fuerzas y leyes universales y necesarias, y también «ciegas») y la perspectiva del propio sujeto (la intimidad, la libertad, la persona, las aspiraciones intransferibles). Al pensar el problema del mal como problema «para mí», la bondad de Dios, considerada solamente a través de razonamientos o de los fenómenos naturales, queda a veces en una luz ambigua. Es fácil mostrar que nosotros no somos el eje de la bondad del mundo; pero no es tan fácil ver de modo convincente y consolador, que todo lo que ocurre es bueno, precisamente para mí y para cada uno.

La luz de la Revelación cristiana.

En este sentido -abramos un paréntesis-está claro que una de las manifestaciones más gozosas y estimulantes de la fe cristiana se da precisamente en este punto. Porque la respuesta a la ambigüedad de las manifestaciones de la bondad de Dios en la Naturaleza está en la Revelación de Cristo. El lenguaje de la Naturaleza es ambiguo: el fuego, el aire, el agua producen bienes y producen desgracias, y parece además como si produjesen unos y otros frutos con ciego automatismo. Cristo es la revelación personal de las intenciones de Dios, es Aquel en quien la Revelación se identifica con la persona del Revelador: por eso, la fe cristiana es asociación del creyente a esa Persona. Y Cristo nos garantiza el amor de Dios, contra todas las apariencias contrarias que subsisten, no tanto con explicaciones, que tampoco las da en forma satisfactoria, como por su solidaridad fraterna con nosotros en nuestro dolor. Así nos demuestra que, siendo nuestro destino como el suyo, estando asemejados, por la. fraternidad con Él, en la relación con el Padre, el Padre nos ama a nosotros como le ama a Él. Aunque no lo parezca. Esta demostración fáctica, insuficiente para disipar nuestras dudas o para responder a nuestras preguntas en el campo del conocimiento, es más que suficiente para fundamentar nuestra confianza con una orientación válida, no subjetiva e ilusoriamente estimulante, sino objetiva-mente fundada en el hecho histórico de Cristo muerto y resucitado.

El «escándalo» de la cruz y el «silencio de Dios«.

Pero ahora hablamos de posturas de hecho y de sus motivaciones, por 10 menos las alegadas, sean o no valederas. Y es un hecho que así como la solidaridad de Jesús con nuestro dolor y nuestra muerte provoca, en el ámbito de la fe, gratitud y confianza, se torna para otros en motivo o pretexto de oscuridad y escándalo: porque la cruz del Señor, que es esa misma solidaridad fraterna con nuestra situación ambigua, oscurece la trascendencia y el poder de Dios. Dios se manifiesta, sí, pero humilde; no luce cegador en el sol del mediodía, sino que nos alumbra el camino sobriamente con la linterna o el candil de la noche. Por lo cual hasta algunos creyentes vuelven a sentir la angustia de eso que recientemente se ha insistido en llamar el «silencio de Dios»: el silencio ante las súplicas, el silencio ante los retos y ante los sarcasmos («Si eres Hijo de-Dios, baja de la Cruz», demuestra que Dios te ama); y, como no 10 demuestra con una respuesta inmediata al reto, a algunos les parece que la falta de respuesta es falta de existencia, es vacío de Dios[4].

Entonces las señales anteriores, que habían manifestado la presencia y el amor de Dios, se desvanecen; algunos sufren la impresión tremenda de que lo fatal triunfa siempre, de que Cristo fue en un momento dado de la historia un luminar espléndido, pero que también esta luz ha sido reabsorbida y devorada por la noche, por la trágica fatalidad de las fuerzas ciegas. Y unos van a parar de nuevo al ateísmo. Otros, a una fe que ha degenerado ya en nostalgia, al modo de los discípulos de Emaús («nosotros esperábamos…»; aunque mientras decían esto en pretérito, su corazón estaba todavía ligado al Señor, quien por otra parte no andaba lejos: iba con ellos, hablaban con Él).

Progresismo ateo nostálgico.

Esta nostalgia -sobre todo en el ambiente de progresismo más o menos romántico que se dio en el siglo XIX-muchos intentaron al mismo tiempo expresarla, cantándola casi morbosamente, y expelerla, sacudírsela de encima, para alistarse en nuevas esperanzas. Es una forma típica del progresismo postcristiano, que trata de «pasar más allá» de Cristo proclamando su admiración por Él. Más de una vez he citado unos versos de un notable poeta portugués, Antero de Quental, que me parecen los más expresivos de esa actitud, compartida por otros muchos; versos que se refieren al atractivo de Jesús, al que sin embargo hay que abandonar pasando más allá, si más allá hay más luz:

¡Avante! Os martas ¡icarao sepultos…
mas os vivos que sigam, sacudindo
como o pó da estrada os velhos cultos!

Doce e brando era o seio de Jesús…
¿Qué importa? Havemos de passar, seguindo,
se além do seio d’éle houver mais luz.[5]

Parece cruel hacer en este punto una anotación inevitable: ¿»Más luz»?, al poco tiempo Antero de Quental se suicidaba.

Ateísmo-Hoy
José Guerra Campos
Obispo de Cuenca
Fe Católica-Ediciones, Madrid, 1978

[1] P. Bayle, Dictionnaire historique et critique, 1695.

[2] G. G. LEIBNIZ, Essais de Théodicée sur la bonté de Dieu, la liberté de l’homme et l’origine du mal, Amsterdam, 1710.

[3] Algunos tratados sobre el mal: SAN AGUSTÍN, passim y especialmente en las Confesiones y en De Civitate Dei 11. 22.

SANTO TOMÁS DE AQUINO: Quaestio disputata de Malo; Lib. III Contra Gentiles, c. 3, 4, 7, 10, 11, 12, 13, 14, 15; Summa Theol. l.a q. 19, 9; q. 48, artículos 1 al 6; q. 49, arto 1 al 3.

  1. SADET, Si Dieu existe, pourquoi le mal, Aviñón, 1927.
  2. D. SERTILLANGES, Le probleme du mal, Paris, 1948 y 1951.
  3. M. J. CONGAR, El problema del mal, en la obra colectiva «Dios, el hombre y el cosmos» (citada en la Bibliografía final), pp. 599-643.
  4. PETIT, El problema del mal, en núm. 20 de la «Enciclopedia del Católico en el siglo xx», Ed. Casal i Vall, Andorra, 1958.

Ch. JOURNET, El mal (estudio teológico), ed. española, Rialp, Madrid, 1965.

[4] Sobre los reflejos literarios del «silencio de Dios», cf. Ch. MOELLER, Literatura del siglo XX y Cristianismo, vol. 1 («El silencio de Dios»), edición Gredas, Madrid, 1961: introducción y análisis de obras de Camus, Gide, A. Hux1ey, Simone Weil, Graham Greene, Julien Green, Bernanos.

La oposición entre 10 «natural» y 10 «personal» aparece en el siguiente texto de GIDE: «Yo me guardo de confundir bajo ese nombre de Dios dos cosas completamente diferentes, tan diferentes que llegan a oponerse:

Por un lado, el conjunto del Cosmos y de las leyes naturales que 10 rigen: materias, fuerzas y energías. Esta es la parte de Zeus. Y podríamos muy bien llamarle Dios, pero sólo quitando a esta palabra todo significado personal y moral

Por otro lado, el haz de todos los esfuerzos humanos hacia el bien, hacia lo bello; la lenta apropiación de esas fuerzas brutales y su sometimiento a la realización del bien y la belleza sobre la tierra. Esta es la parte de Prometeo y es asimismo la parte de Cristo. …Ese Dios… no existe más que en el hombre y por el hombre. Y es vano todo esfuerzo para exteriorizarlo mediante la oración. Cristo está vinculado con él. Pero es el Otro al que se dirige cuando, al morir, lanza su grito de desesperación: «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» Yo, que no creo, no puedo ver en eso más que un trágico equívoco. No existe abandono alguno, ya que nunca existió entendimiento; porque el Dios de las fuerzas naturales no tiene oídos y permanece indiferente a los sufrimientos humanos, tanto al de Prometeo encadenado en el Cáucaso como al de Cristo clavado en la cruz». (Texto de 1942, editado en Feuillets d’automne, Paris, 1949, pp. 257-58; traducción de Ed. Cristiandad en El ateísmo contemporáneo (citado en la Bibliografía final), vol. 1, t. 2

[5] Antero de Quental, Sonetos