Ambiciones masónicas
¡Ojalá juzgasen todos del árbol por sus frutos y conocieran la semilla radical de los males que nos oprimen y de los peligros que nos amenazan! Tenemos que enfrentarnos con un enemigo astuto y doloso que, halagando los oídos de los pueblos y de los gobernantes, se ha cautivado a los unos y a los otros con el cebo de la adulación y de las suaves palabras. Insinuándose entre los gobernantes con el pretexto de la amistad, pretendieron los masones convertirlos en socios y auxiliares poderosos para oprimir el catolicismo. Y para estimularlos con mayor eficacia, acusaron a la Iglesia con la incalificable calumnia de que pretendía arrebatar, por envidia, a los príncipes el poder y las prerrogativas reales. Afianzados y envalentonados entre tanto con estas maniobras, comenzaron a ejercer el influjo extraordinario en el gobierno de los Estados, preparándose, por otra parte, para sacudir los fundamentos de las monarquías y perseguir, calumniar y destronar a los reyes, siempre que éstos procediesen en el gobierno de modo contrario a los deseos de la masonería. De modo semejante engañaron a los pueblos por medio de la adulación. Voceando a boca llena libertad y prosperidad pública y afirmando que por culpa de la Iglesia y de los monarcas no había salido ya la multitud de su inicua servidumbre y de su miseria, sedujeron al pueblo y, despertando en éste la fiebre de las revoluciones, le incitaron a combatir contra ambas potestades. Sin embargo, la espera de estas ventajas tan deseadas es hoy todavía mayor que su realidad; porque la plebe, más oprimida que antes, se ve forzada en su mayor parte a carecer incluso de los mismos consuelos de su miseria que hubiera podido hallar con facilidad y abundancia en una sociedad cristianamente constituida. Y es que todos los que se rebelan contra el orden establecido por la Providencia divina suelen encontrar el castigo de su soberbia tropezando con una suerte desoladora y miserable allí mismo donde, temerarios, la esperaban, conforme a sus deseos, próspera y abundante.
La Iglesia, en cambio, que manda obedecer primero y por encima de todo a Dios, soberano Señor de la creación, no puede sin injuria y falsedad ser acusada ni como enemiga del poder político ni como usurpadora de los derechos de los gobernantes. Por el contrario, la Iglesia manda dar al poder político, como criterio y obligación de conciencia, cuanto de derecho se le debe. Por otra parte, el que la Iglesia ponga en Dios mismo el origen del poder político aumenta grandemente la dignidad de la autoridad civil y proporciona un apoyo no leve para obtenerle e1 respeto y la benevolencia de los ciudadanos. La Iglesia, amiga de la paz y madre de la concordia, abraza a todos con materno cariño. Ocupada únicamente en ayudar a los hombres, enseña que hay que unir la justicia con la clemencia, el poder con la equidad, las leyes con la moderación; que no debe ser violado el derecho de nadie; que hay que trabajar positivamente por el orden y la tranquilidad pública; que hay que aliviar, en la medida más amplia posible, pública y privadamente la miseria de los necesitados. «Pero la causa de que piensen -para servirnos de las palabras de Agustín- o de que pretendan hacer creer que la doctrina cristiana no es provechosa para el Estado, es que no quieren un Estado apoyado sobre la solidez de las virtudes, sino sobre la impunidad de los vicios». Según todo lo dicho, sería una insigne prueba de prudencia política y una medida necesaria para la seguridad pública que los gobernantes y los pueblos se unieran no con la masonería para destruir a la Iglesia, sino con la Iglesia para destrozar los ataques de la masonería.
Papa León XIII