La prensa mundial informó que el banquero sueco Marc Wallenberg, el hombre más rico de Suecia, fue encontrado muerto en un bosque al sur de Estocolmo. Se había suicidado de un tiro con una escopeta de caza. Marc Wallenberg, de 47 años era el más destacado hombre de las finanzas suecas y uno de los propietarios del consorcio familiar «Enskilda Banken». Formaba parte de los consejos de administración de 65 sociedades. En treinta y cinco de ellas era presidente o vicepresidente del consejo de administración. He aquí una noticia a todas luces detonante y sórdida. Y un mentís a las teorías de todo materialismo y del progreso indefinido. No es lo mismo el progreso material, técnico e incluso científico que el mejoramiento real del hombre. Y esto es lo único trascendental.
Cuando Marc Wallenberg se abismó en el suicidio, fue necesario que antes hubiera perdido esta noción clara y segura del hombre. De ahí que no sirve la filosofía de Platón, imantada en las ideas eternas, negando otras realidades. Ni la misma filosofía de Aristóteles, incompleta, porque se muestra incapaz de acertar en el problema de la inmortalidad. Ni Descartes soluciona sino que vivisecciona el hombre en un dualismo que termina en idealismos quiméricos o materialismos groseros. Ni el marxismo comprende el hombre, rechazando toda espiritualidad. Ni sirve al hombre la novelería sensual, instintiva y epicúrea. Ni el existencialismo con sus bandazos a lo absurdo y a la desesperación. Sólo en la filosofía tomista se abarca la unidad sustancial del hombre, con su alma y cuerpo, unidad de ser que entraña la unidad de la persona e ilumina el destino humano. Como destaca el teólogo P. Philipon, «con el hombre predestinado, en el cristianismo, en la intimidad de la Trinidad, nos encontramos lejos de Aristóteles; y, sin embargo, todas las profundas miradas de la psicología aristotélica son mantenidas y encuentran aún aquí su aplicación suprema, inesperada, insospechable a la sola razón humana, pero que la sabiduría divina nos ha revelado haciéndola una realidad de cada uno de nosotros. A los ojos de Santo Tomás de Aquino, como en toda la tradición cristiana, el destino del hombre es su redención y su divinización en Cristo. Su naturaleza, de animal racional permanente. La gracia dei-forme descenderá sobre el hombre de manera diferente que si lo fuera a un puro espíritu. Ella le dejará en condiciones carnales, las sinuosidades de su pensamiento discursivo, las fluctuaciones de su sensibilidad y de su voluntad… Pero esta vida deiforme sobre la tierra sufrirá todas las retardaciones (retrasos), todas las deficiencias de nuestra condición carnal, y el prototipo de esta vida divina no será la de un puro espíritu, sino la de un Dios encarnado, caminando entre nosotros sobre la tierra, en medio de nuestros sufrimientos y de nuestras duras labores». De ahí las últimas razones que explican el tremendo fracaso de Marc Wallenberg. No bastan ni las riquezas, ni las empresas, ni la juventud, ni la salud, ni el prestigio humano para justificar la existencia. Cuando sólo se apoya en esto, viene lógicamente la horrísona catástrofe de este suicidio.
Por contraste falleció en Barcelona, en diciembre de 1971, el jesuita P. José María Llagostera, a la edad de 53 años. Murió serenamente, diríamos gozosamente. Entregando su alma a Dios y su propio cuerpo para el bien de los hombres. En la festividad de Nuestra Señora de Montserrat del mismo año, como adivinando su próximo fin temporal, escribió la homilía que debía ser predicada en su Misa exequial. Y esta homilía tiene un verdadero halago de frescor cristiano entrañablemente vivido y comunicado. He ahí las últimas y sugestivas lecciones de este profesor, primordialmente sacerdote y jesuita. Estas son sus palabras: «He pensado muchas veces en mi muerte y no me da miedo. Si vivir es caminar hacia la casa del Padre, morir es llegar a la meta, es sentir muy cerca la hora del encuentro, y esto no puede ser nunca una hora triste, al contrario. Yo sé que no llegaré en condiciones de entrar inmediatamente. Sé que cuando llegue con el corazón lleno de alegría por haber acertado el camino, me encontraré sucio del polvo y barro del camino, y que habré de esperar a limpiarme, a purificarme; porque en la casa del Padre sólo se puede entrar con el vestido blanco, sin mancha. Pero no pienso hacer como el niño que protesta y se rebela cuando la madre lo limpia por la mañana, antes de comenzar un día de fiesta. Yo lo aceptaré todo, y sé que no se me hará largo el esperar, porque la certeza de lo que me espera será ya la primera felicidad. Nos hemos encontrado con Cristo muchas veces. Cada mañana, desde hace muchos años, nos encontramos en la mesa del altar, de este altar que ahora os reúne a todos. Nos hemos encontrado en horas de desánimo y de incertidumbre, en horas de cansancio y de tedio, en días de soledad interior, en que se experimenta que todo te abandona, que andas solo y en medio de la tiniebla. Y Él nos ha hecho. sentir que nunca estamos solos, que siempre lo tenemos a nuestro lado para darnos la mano, que siempre nos mira desde tierra firme, cuando nuestra barquichuela se convierte en juguete de las olas del mar. Y que siempre está Él caminando sobre las aguas hasta el momento preciso en que nos da la mano y nos dice: «Soy Yo, no tengas miedo, ¿por qué has dudado»? Envuelto por los velos de la Eucaristía, recluido en el Sagrario, Él me ha hablado muchas veces. Con Él hemos planeado el trabajo de cada día, con Él hemos compartido los éxitos de nuestro esfuerzo, con Él hemos triunfado en las contrariedades que se nos presentaban. Y cuando yo todo lo estropeaba Él ponía su mano y todo quedaba bien. Nos hemos encontrado muchas veces en el trabajo, en la plegaria, en la soledad de la celda y en la del bosque y la montaña. Y nos hemos encontrado muchas veces en medio de la gente, de esta gente que grita y se alborota, que llena nuestras calles y nuestras plazas y que, sin saberlo, tal vez, lleva en ella a vida de Él. Muchas veces, en nuestro trajinar, yo lo he estropeado todo, pero Él siempre lo ha sabido arreglar. Y hoy llega la hora en que ya no estropearé nada más, la hora en que, por fin, nos encontraremos para siempre y cerrada la puerta detrás nuestro, miraremos desde la ventana a este mundo en el que hemos corrido, nos hemos afanado, hemos sufrido y nos hemos amado. Y miraremos todo lo que queda y sonreiremos al ver que es tan pequeño. Y esperaremos en la casa del Padre con un abrazo a todos los que hemos amado para fundirnos en un solo corazón: el Corazón de Cristo. Permitid, herma nos, que os diga que el adiós de hoy ha de ser un adiós alegre. Más que mirar a una tumba que se cierra, levantad los ojos para contemplar el cielo y una vida que se abre y sentid en vuestros corazones la voz de Cristo que os dice: ¡Hasta mañana!»
He ahí dos estilos de vida y de muerte. Cuando se prescinde de Dios se llega a las sinrazones sartrianas: «El ser es sin razón, sin causa y sin necesidad… Todo es gratuito, el jardín, esa ciudad y yo mismo. Todo existente nace sin razón, se prolonga por debilidad y muere por casualidad». Porque la raíz de todo está en lo que enunciaba Pascal: «Lo que debo buscar no es el espacio, sino mi dignidad, mi pensamiento. Por el espacio, el universo me comprende y me traga como gro un punto. Por el pensamiento, le comprendo». Y sólo el pensamiento cristiano explica de dónde venimos, a dónde vamos y por qué vivimos. Por esto aterroriza y apena la tragedia del multimiserable Marc Wallenberg, a pesar de sus millones. Y toda halla su hálito de poesía del genuina y real, maravillosa y coherente, en la sublime despedida hacia Dios del querido P. Llagostera.
Oración de Robert Kennedy, escrita por él y que rezaba todas las mañanas: «Yo me abandono, oh Dios, en tus manos. Moldea esta arcilla como barro en las manos del alfarero. Dale una forma y luego rómpela si quieres; como fue tronchada la vida de John, mi hermano. Manda, ordena qué quieres que yo haga; encumbrado, humillado, perseguido, incomprendido, calumniado, consolado, dolorido, inútil para todo, no me queda sino sin decir, a ejemplo de tu Madre: HÁGASE EN MÍ SEGÚN TU PALABRA». Imitemos este ejemplo. Cada mañana y cada noche saludemos a Dios nuestro Padre y recemos, con toda la fe, las TRES AVEMARÍAS a la Santísima Virgen.
Obra Cultural
Laura, 4 – Barcelona-10