Cuandopadre cano un niño teólogo oye por primera vez: “los enemigos del alma son el mundo, el demonio y la carne”, sorprendido, suele preguntar: ¿Padre, pero si el mundo lo ha hecho Dios?. Si, todo lo creado, lo ha creado Dios de la nada, y todo es bueno, muy bueno, y todo es bello, muy bello, hermosísimo; todos los seres son vestigios de Dios. Y el hombre y la mujer somos imagen y semejanza de Dios, llamados a participar de su vida divina en la tierra y de su eterna felicidad en el Cielo. Este es el mundo cósmico, creado por Dios, expresión de la inteligencia, bondad y belleza de Dios, del cual dice el salmista: “Todas las obras del Señor bendecid al Señor” (Salmo 102, 22).

Otro, es el mundo de los pecadores y las pecadoras. Almas que debemos salvar con nuestras oraciones y sacrificios, como pidió la Virgen de Fátima. Mundo de hombres y mujeres, jóvenes, niños y ancianos, por los que Dios se hizo hombre para salvarlos. El apóstol San Juan dice: “Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él” “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (3, 16-17).

Dios, hecho hombre, en las purísimas entrañas de María Santísima, nacido en Belén, dijo a Zaqueo, jefe de publicanos y rico: “Hoy ha sido la salvación de esta casa, pues también este es hijo de Abraham. Porque el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido”.

Por último, está el mundo enemigo del alma, el mundo de los enemigos de Cristo y de su Santa Iglesia. El mundo del pecado, mundo arrastrado por las tres concupiscencias: “no améis al mundo ni lo que hay en el mundo. Sí alguno ama al mundo, no está en la caridad del Padre. Porque todo lo que hay en el mundo, concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y soberbia de la vida, no viene del Padre, sino que procede del mundo” (1 Jn 2,15-16).

El mundo del pecado es el mundo del demonio, el reino de Satanás, a quien Cristo llamó “El príncipe de este mundo” (J. 12, 31), y San Pablo “el dios de este mundo” (2 Cor. 4, 4), que tienta a los mundanos y a todos para que nos condenemos. Este mundo, más que un conjunto de personas es un espíritu, con sus criterios, sus juicios, sus calumnias, sus “valores”, es “el espíritu del mundo” (1 Cr. 2, 12) que se infiltra en los pliegues más recónditos de nuestras almas, sino los combatimos desde un principio.

Por la infinita misericordia de Dios: “No hemos recibido el espíritu del mundo, sino el espíritu de Dios” (1 Cor. 2, 12). Combatamos los nobles combates de la fe por la salvación de las almas y la instauración del Reinado Social de Jesucristo en la Tierra.

Manuel Martínez Cano m.C.R.