El día de nuestra boda, ese día donde decimos sí a nuestra unión de amor ante Dios y ante los hombres, es un momento transformador en nuestro proyecto de vida. Podemos decir que, de alguna manera, la historia del ser humano de divide en antes y después de casarse, ya que es ese instante cuando dejamos de ser un solo ser, una sola persona, para convertirnos en un solo ser y tres personas. ¿Cuáles son esas tres personas? El esposo, la esposa y Jesucristo. Ese es el plan de Dios para el matrimonio.
Dios nos creó hombre y mujer para que, uniéndonos en una sola carne, en mutuo amor y sellados y unidos en el amor de Dios, nuestro matrimonio sea el reflejo del Amor de Dios en la Tierra. En otras palabras, nos convertimos en la imagen de la Trinidad Santa en este mundo.
Este 12 de septiembre, en casa estuvimos de boda, fiesta grande, pues se nos casaba el primero de nuestros hijos: Jesús; es el segundo de mis doce hijos. Núria, la novia; es la mayor de cinco hermanos, una chica preciosa, tanto por su aspecto exterior como interior, ya que se percibe la pureza de su alma. Toda la celebración fue una acción de gracias a Dios, por el comienzo de una nueva familia cristiana.
El día empezó con la peluquería y maquillaje, para las chicas, seguido de un maratón, para que… papá, mamá, los mayores y los pequeños, estuvieran todos elegantes en el vestir. Toda una odisea. Sesión de fotos al novio, que por cierto ¡estaba muy guapo! y después al resto de la familia. Primero el novio con los padres, después con los hermanos, hermanos y padres, que lio con las fotos, pero todo muy divertido y bonito. Y justo en ese momento llegaron los abuelos y los tíos sacerdotes y, claro está, más fotos con el novio. Corriendo todos al coche y para la iglesia, de Santa María, en Caldes de Montbui.
Gabriel, mi hijo mayor, fue el padrino y como manda la tradición leyó un poema al entregarle el ramo a la novia. Al llegar ésta a la iglesia, comenzaron las notas de una bella canción interpretada por mis hijos y un amigo del novio y Núria entró del brazo de su padre. Toda ella resplandecía de felicidad, estaba radiante. Yo me emocioné, imaginaros lo que debió de sentir el novio.
La santa misa la concelebraron mis dos hermanos sacerdotes, y fue casi toda cantada. El sermón, toda una catequesis matrimonial. Lo más emocionante, el momento de las promesas matrimoniales entre Jesús y Núria. Siguiendo una tradición croata, que mis hermanos sacerdotes conocieron en Medjugorje, los novios se prometieron fidelidad y amor para siempre sosteniendo entre sus manos un crucifijo. Este crucifijo estará en la casa de los nuevos esposos en un lugar preferente, y cuando vengan las dificultades se arrodillarán ante él y rezarán juntos por la perseverancia de su amor, implorando la ayuda del Cielo en sus vidas.
Salieron de la iglesia y arroz, mucho arroz, y explosión de felicidad contenida por parte de los novios y los invitados. Antes de la comida, más fotos con los novios y por fin a comer. Los hermanos, de Jesús y Núria, sobre todo los mayores, ayudaron en los preparativos de la boda.
Ellos y los amigos de ambos novios, prepararon unas cuantas sorpresas muy bonitas que alegraron la fiesta. Canción por parte de la familia, regalos, un cuadro de la Virgen de Medjugorje, la santa Biblia y el rosario. Y al final, la alegría que siempre lleva consigo la tuna “San Luis Gonzaga”, a la que pertenecía hasta ese momento Jesús. Al final del día, todos, con la paz del Señor, a descansar, cada uno a su casa -lo digo por los novios-
El matrimonio no es, para un cristiano, una simple institución social, ni mucho menos un remedio para las debilidades humanas: es una auténtica vocación sobrenatural.
Como dice el Papa S. Juan Pablo II, en un discurso a los jóvenes de Lombardía; «El amor no es sólo una cosa espontánea o instintiva: es una elección que hay que confirmar constantemente. Cuando un hombre y una mujer están unidos por un verdadero amor, cada uno de ellos asume sobre sí el destino, el futuro del otro como si fuera propio, aún a costa de fatiga y de sufrimiento, para que el otro “tenga la vida y la tenga en abundancia” (Jn 10,10) (…) Sólo así se ama en serio, y no por juego ni de forma pasajera. Cuando el otro oiga que le dicen «te amo», entenderá que esas palabras son verdaderas, y también él se tomará en serio la experiencia del amor».
El matrimonio es camino de santidad para los cónyuges que han recibido esa vocación, que saben fundamentar su amor humano en el amor a Dios, a quien confían la garantía de su mutua disponibilidad. El matrimonio es alianza estable, firme, perfectamente compatible con las dificultades que toda unión íntima entre personas lleva consigo, porque esas dificultades se superan con la gracia sobrenatural y la alegría que acompaña al sacramento.
Un matrimonio donde los esposos tratan de estar muy cerca de Dios, de ponerle en el centro de sus afanes, de sus alegrías y sus penas, y por Él pensar constantemente en el otro, está abocado a la felicidad, aun en medio de contrariedades y penas, pues esas circunstancias también serán alimento de alegría.
Los cónyuges debemos orar juntos, bendecirnos todos los días, declararnos cada día, llenar nuestros corazones de amor cada mañana. Estas acciones producen entusiasmo y nos dan la fuerza para ser mejores personas cada día y por trabajar para alcanzar el éxito en nuestra familia.
Santificar el hogar día a día, crear, con el cariño, un auténtico ambiente de familia: de eso se trata. Para santificar cada jornada, se han de ejercitar muchas virtudes cristianas; las teologales en primer lugar y, luego, todas las otras: la prudencia, la lealtad, la sinceridad, la humildad, el trabajo, la alegría, el desprendimiento… Los cónyuges cristianos encuentran en la convivencia mutua una estupenda ocasión de generosidad, de pensar en el otro, de darse sin medida. Cada hogar cristiano debería ser un remanso de serenidad, en el que, por encima de las pequeñas contradicciones diarias, se percibiera un cariño hondo y sincero, una tranquilidad y una paz profunda, fruto de una fe real y vivida.
Los esposos deben edificar su convivencia sobre un cariño sincero y limpio, y sobre la alegría de haber traído al mundo los hijos que Dios les haya dado la posibilidad de tener, sabiendo, si hace falta, renunciar a comodidades personales y poniendo fe en la providencia divina: formar una familia numerosa, si tal fuera la voluntad de Dios, es una garantía de felicidad.
Con todo mi cariño y con mi bendición maternal, para mis hijos Jesús y Núria, con el deseo de que Cristo esté siempre en el centro de sus vidas, al lado de María su Madre, y para que se esfuercen en cumplir, todos los días, la voluntad de Dios Padre.
Maria Lourdes Vila Morera