guerra camposAteísmo-Hoy
José Guerra Campos
Obispo de Cuenca
Fe Católica-Ediciones, Madrid, 1978

  1. Atención a la imagen de Dios en el hombre (orden moral).

No hay humanismo sin Dios: afirmar al hombre es remitir a Dios

No es posible desinteresarse de uno mismo. Dentro de nosotros refulge la gran antorcha: porque no es que haya signos de Dios en el hombre; es que el hombre es un signo de Dios. Para no verlo, hay que olvidarse del hombre, como los cientistas o positivistas materializados, que asomados al exterior desde su atalaya subjetiva, dejaron sin examinar al mismo observador y su inconfundible subjetividad, y aun descalificaron al sujeto como ilusorio (88*). En verdad, o renunciamos a afirmar al hombre o afirmamos a Dios. Cuando afirmamos al hombre, lo afirmamos como persona: afirmarlo como persona significa afirmar que le compete una dignidad sobre el resto de las cosas, afirmar la libertad por encima del azar y del automatismo de la naturaleza, afirmar que es sujeto de derechos inalienables, afirmar que es un fin y no un simple medio, afirmar que es un centro de comunión con los demás y no un mero eslabón de la cadena de la especie. ¿Y cómo puede ser real toda esta significación si lo «persona!» no trasciende a lo «natural»? Porque es evidente respecto a cada uno de nosotros la caducidad, la relatividad, la dependencia, entroncados como estarnos con una realidad envolvente superior a nosotros; si esa realidad envolvente no es de índole personal y se reduce a las fuerzas ciegas e impersonales de la naturaleza, habría que confesar que no somos personas. Seríamos un sueño absurdo de persona, verdaderamente inexplicable, como lo han visto muy bien los existencialistas desesperanzados.

Es clásica la tensión, a veces dramática, que vive el hombre reflexivo cuando nota lo difícil que es conjugar armónicamente dos dimensiones de sí mismo: lo que hay en él de natural (pieza de un todo) y lo que emerge sobre la naturaleza (libertad, pensamiento, aspiraciones que trascienden más allá de los límites del poder humano, realmente infinitas). Pues bien: esta misma tensión debería ser para todos un indicador, para descubrir que la autoestimación de uno mismo como persona lleva a afirmar a Dios, aunque la imagen de éste sea confusa; y que quien niega a Dios debería lógicamente negar la «dignidad de la persona» y todo el orden moral. Algunos repelen esta exigencia lógica, porque les parece tan inmediata la certeza de la propia dignidad personal y de los valores morales que se resisten a negarlos. Hacen muy bien; pero precisamente porque mantienen ese punto de apoyo, tendrían que seguir la flecha que desde tal certeza apunta hacia Dios. No se puede sostener lo uno sin lo otro, no se puede afirmar el orden moral en el marco de un orden puramente natural, ni un orden personal en un orden puramente fatal, automático, regido por el azar y la necesidad.

No hay duda de que en este tema no se justifica la inhibición, y tampoco alojarse en una «solución» negativa. No sería razonable y por tanto no carecería de culpa, por descuido o por razones inconfesables. Lo más que cabe -como postura deficiente, mas no indigna del hombrees un oscurecimiento provisional, una situación de duda, de vacilación, de búsqueda, como el que camina de noche a tientas y tropezando. En el peor de los casos, un vacío; pero un vacío lleno de significación y de exigencias, que nos mantiene tensos, con una tensión indicativa.

El Concilio Vaticano II proclama el enlace indisoluble entre la afirmación de Dios y la afirmación de la dignidad humana y de la esperanza humana:

«La dignidad humana tiene en el mismo Dios su fundamento y perfección. Es Dios creador el que constituye al hombre inteligente y libre en la sociedad… El hombre es llamado, como hijo, a la unión con Dios y a la participación de su felicidad… Cuando faltan ese fundamento divino y esa esperanza de la vida eterna, la dignidad humana sufre lesiones gravísimas… y los enigmas de la vida y de la muerte, de la culpa y del dolor, quedan sin solucionar, llevando no raramente al hombre a la desesperación.»

«Todo hombre resulta para si mismo un problema no resuelto, percibido con cierta oscuridad. Nadie en ciertos momentos, sobre todo en los acontecimientos más importantes de la vida, puede huir del todo el interrogante referido. A este problema sólo Dios da respuesta plena y totalmente cierta; Dios, que llama al hombre a pensamientos más altos y a una búsqueda humilde de la verdad.»

«El mensaje de la Iglesia está de acuerdo con los deseos más profundos del corazón humano, reivindica la dignidad de la vocación del hombre, devolviendo la esperanza a quienes desesperan ya de sus destinos más altos. Su mensaje… difunde luz, vida y libertad para el progreso humano. Lo único que puede llenar el corazón del hombre es aquello de: «Nos hiciste, Señor, para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti» (89).

Recluir al hombre en la serie de funciones temporales o -lo que es lo mismo-reducirlo a ser un triste eslabón pasajero de una cadena que se desvanece en el tiempo, es cercenado (90). Paul Ricreur ha dicho: si el mundo tiene necesidad de justicia y de caridad, más aún, y más profundamente, tiene necesidad de sentido (91). En las conversaciones entre teólogos católicos y ateos marxistas, habidas en Marienbad en 1967, la mayoría de unos y otros, por falta de lucidez y gallardía en afrontar los temas, quedó flotando en ese magma indefinido de los planteamientos sociales, los análisis históricos, etc., hasta que los profesores marxistas de Praga, Prucha y Machovec, afirmaron que los problemas humanos -contra lo que dice el tópico marxista- no se pueden reducir a problemas sociales e históricos, a hablar de praxis y de alienación; hay que buscar el sentido del ser y de la vida humana, y este sentido no se da sólo en la divinización de lo colectivo o del progreso histórico: hay que profundizar en la interioridad intransferible de cada uno; más aún, hay que preguntarse por el sentido de la muerte. (Naturalmente, lo que se insinuó sobre el sentido de la muerte en el marco temporal, ¡como esperanza de la sociedad!, resultaba decepcionante.)

Rahner ha expuesto cómo, en el mismo esfuerzo creador del hombre para dominar a la Naturaleza, le remiten hacia Dios las siguientes señales: el sentido de dependencia enraizado en la misma Libertad; el sentido de Responsabilidad, con su carácter absoluto, que importa una actitud religiosa; la Finitud y mortalidad del hombre, que él mismo experimenta en el «mundo», precisamente cuando, en la medida que es «obra suya», le resulta insatisfactorio… (92).

 

 

Notas

(88*) Cf. notas 20 y 20*.

(89) GS 21, 3º, 4º, 7º.

(90) La pretensión del ateísmo fue que no hay una función religiosa en el hombre sano; la que aparece sería una desviación que debe ser sustituida por lo verdaderamente humano.

El análisis profundo del hombre muestra que hay en él una función religiosa. Cuando se le niega su alimento propio, esa realidad biológica-psicológica sigue actuando: se producen sustituciones enfermizas, es decir, la divinización patológica de cosas y actividades humanas (¡hasta negar a establecer relación «religiosa» con las propias enfermedades!: cf. René Laforgue, Psychopatologie de l’Échec, en C. Beaudouin, Psicanalisi del simbolo religioso, cit. en nota 48, págs. 124-126). La realización plena y la restauración de la propia persona, en su totalidad armónica, coincide con la orientación religiosa (cf. Beaudouin, Découverte de la personne, pág. 148; Psicanalisi, cit., págs. 113, 120; cf. los estudios de Jung acerca de los símbolos religiosos permanentes en el «inconsciente colectivo», como fenómenos vitales que reaparecen en los sueños de sujetos de todas las culturas a través de los tiempos y que han dado lugar a diversas interpretaciones y a variadas proyecciones ilusorias sobre el mundo físico).

La persona -dice Beaudouin (ob. cit., pág. 203)-no se encuentra a sí misma si pretende alzarse como fin supremo. Necesita trascenderse en la comunión con el «Otro». De ahí la importancia equilibrante y terapéutica de la virtud religiosa de la humildad: donde se la excluye, prosperan los complejos de inferioridad patológicos. La persona es el individuo que descubre en sí aquello que lo trasciende.

El psiquiatra vienés Dr. Frankl, en estudios detenidos, muestra que el deseo supremo del hombre y la expansión gozosa y perfectiva de sí mismo están en la revelación del sentido de su existencia, referido a algo trascendente libremente acatado. No es la transposición ilusoria (o «sublimación») de pulsiones biológicas, de la libido sexual, del inconsciente colectivo. Si el «Super-yo» no fuese más que una proyección o invención del propio «yo», sería inútil. Lo que armoniza y da sentido al «YO» y a todos sus instintos, deseos, etc. es necesariamente un «Yo» anterior y superior a mí. «Detrás del Super-yo del hombre lo que hay no es el Yo de un Super-hombre, sino el Tú de Dios». Lo que salva al hombre es la religión. (Frankl, La psychotérapie et son image de l’homme, Ed. Resma, 1970; Le dieu inconscient, Ed. Centurion, 1975: citas tomadas de Georges De Nantes, «Une mystique pour notre temps», en el Bol. La contreréforme catholique au XXe siècle, núm. 129, 1978, págs. 12, 13.

Sobre la apertura actual del Psicoanálisis hacia el espíritu y lo transcendente, jugosas consideraciones de J. Rof Carballo en su Estudio Introductorio a Freud y la Religión de A. Plé, cit. en nota 27.

(91) Paul Ricoeur, en el vol. Dieu aujourd’hui, Semaine des Intellectuels Catholiques, Paris, 1965, pág. 140.

El psiquiatra vienés Frankl, citado en la nota 90, escribe: «Freud decía: Cuando un hombre se interroga sobre el sentido y el valor de la vida, está enfermo. Pues bien, investigaciones estadísticas y tests clínicos han revelado que este concepto fundamental -la orientación del hombre hacia un sentido- es el mejor criterio de salud psíquica». «Si le falta un sentido de la vida, el hombre sufre de frustración existencial». Por eso Frankl, junto a la tan manida Psicología «profunda» o de lo bajo (sexualidad, agresividad), postula una «Psicología de las alturas», de la fe y amor espirituales. J. López IBOR había dicho antes: «Detrás de toda neurosis hay un problema: el del sentido de la vida del neurótico» (ob. cit. en la nota 27, pág. 121).

«La misión de los símbolos religiosos es dar sentido a la vida del hombre…, una perspectiva y una finalidad que va más allá de su limitada existencia» (C. G. Jung, pág. 85 de la obra que a continuación se cita). La dimensión religiosa en las ideas de Jung acerca del inconsciente puede verse -aunque sea una exposición insatisfactoria-en el capítulo «Acercamiento al Inconsciente», escrito por el mismo Jung para la obra de Jungvon Franz-Henderson-Jacobi-Jaffé: El hombre y sus símbolos, ed. esp. Biblioteca Univ. Caralt, núm. 96, Barcelona, 1977, págs. 83 ss.

Sobre la cuestión del sentido y fundamento transcendente en Dios cf. E. Coreth, ¿Qué es el hombre? (cit. en la nota 20), pgs. 244-259.

(92) K. Rahner, Est-il possible aujourd’hui de croire? (cit. en la Bibliografía), págs. 79 ss.