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Con evidente impropiedad, entre católicos, se habla de matrimonio civil. Digamos de antemano que «ningún católico ignora o puede ignorar que el matrimonio es verdadera y pro piamente uno de los siete sacramento de la ley evangélica, instituido por Cristo Señor, y que, por tanto, no puede darse el matrimonio entre los fieles sin que sea al mismo tiempo sacramento, y, consiguientemente, cualquier otra unión de hombre y mujer entre cristianos, fuera del sacramento, aunque se haga bajo la ley civil, no es otra cosa que torpe y pernicioso concubinato tan encarecidamente condenado por la Iglesia; y, por tanto, el sacramento no puede nunca separarse del contrato conyugal, y pertenece totalmente a Ia potestad de la Iglesia determinar todo aquello que de cualquier modo pueda referirse al mismo matrimonio», como enseña Pío IX. El mismo Papa, dirigiéndose al rey Víctor Manuel, le escribía: «Dogma es de fe que el matrimonio ha sido elevado por Nuestro Señor Jesucristo a la dignidad de sacramento; y es doctrina de la Iglesia católica que el sacramento no es una cualidad accidental adjunta al contrato, sino que es de esencia del mismo matrimonio, fuera del cual no hay sino concubinato. Una ley civil, que, suponiendo divisible para: los católicos el sacramento del contrato matrimonial, pretenda regular la validez, contradice a la doctrina de la Iglesia, invade los derechos inalterables de Ia misma, y equipara el concubinato con el sacramento del matrimonio, sancionando el uno por tan legítimo como el otro». Por tanto, los católicos que se unen por su cuenta con la sola inscripción civil, incurren en graves sanciones canónicas, pues el llamado matrimonio civil no tiene forma jurídica ante la Iglesia y los que viven en tal situación están ante Dios en permanente estado de pecado mortal.

Esta es la perenne doctrina de la Iglesia, hoy reafirmada por la «Declaración acerca de ciertas cuestiones de ética sexual», publicada por la Santa Sede el 29 de diciembre de 1975. En la misma se puede leer: «El consentimiento de las personas que quieren unirse en matrimonio tiene que ser manifestado exteriormente y de manera válida ante la sociedad. EN CUANTO A LOS FIELES, ES MENESTER QUE, PARA LA INSTAURACIÓN DE LA SOCIEDAD CONYUGAL, EXPRESEN SEGÚN LAS LEYES DE LA IGLESIA SU CONSENTIMIENTO, LO CUAL HARÁ DE SU MATRIMONIO UN SACRAMENTO DE CRISTO».

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¿Y SI LOS CONTRAYENTES, BAUTIZADOS, SE SIENTEN A CATÓLICOS?

Es cierto que los sacramentos exigen la fe. Y es indudable que el que está bautizado tiene la gracia de la fe, y en su alma está impreso el carácter del sacramento que le hizo cristiano, imborrable y para siempre. La dignidad cristiana es tan grande que el hombre no debe renunciar a Ia misma. ¿Qué diríamos -si la hipótesis fuera posible- de los hombres que se convirtieran en animales, vegetales o minerales? Pues una caída más monstruosa significa renunciar a la condición de bautizado para amancebarse, como si se tratara de un pagano, un idólatra o un inmoralista. Pero, se insiste, si se ha perdido la fe, ¿no es una comedia o una hipocresía recibir el sacramento del matrimonio?

Reflexionemos con seriedad. El que pierde la fe, no lo ha hecho porque racionalmente haya comprobado la falsedad de Jesucristo, del Evangelio, de los sacramentos. Normalmente las causas por las  que se pierde la fe, proceden del descuido, de dedicarse a filosofías e ideologías anticristianas sin previo conocimiento de Jesucristo y su mensaje, o por razones inconfesables de conducta. Todo esto, no puede convencer a un hombre que quiera tomar decisiones definitivas, como es aceptar o rechazar a Dios, admitir o no admitir a Jesucristo, reducirse a una condición temporal o tomar una postura ante la inmortalidad del alma y el juicio que nos espera de Dios. Luego; el que pierde la fe, el que se proclama acatólico, el que prácticamente firma una apostasía, el que renuncia a la fe católica por adscribirse a cualquier secta, objetivamente es culpable de haber perdido la fe. Y por tanto su matrimonio no es tal matrimonio, a pesar de las formalidades civiles, porque está bautizado y Dios quiere que su amor esté revestido de su gracia por el éxito de algo, tan sagrado como es casarse y fundar una familia.

¿Y SI LA CONCIENCIA DEL CONTRAYENTE PREFIERE ÚNICAMENTE EL TRÁMITE CIVIL?

La conciencia no es un taparrabo para ocultar cualquier mercancía. La conciencia tiene un sentido grave, serio, tremendo, que no puede adaptarse a caprichos pasionales. ¿Es admisible la «conciencia» del que justifica un crimen, un robo, un atropello, un suicidio? La conciencia tiene que ser recta, verdadera, y para ello tiene que ilustrarse. Si el que ha perdido la fe lo debe a la ignorancia, al apasionamiento, a la inmoralidad, al descuido, a la ligereza, no puede proclamar los derechos de su conciencia. Se trata de causas que tienen otra etiqueta, que no pueden cubrirse con el sagrado deber de una conciencia iluminada por el conocimiento y por la buena intención.

¿ENTONCES, QUÉ?

Si unos novios –o un novio-, se encontrara ante el matrimonio con dudas de fe, con despistes, incluso con hostilidad a la Iglesia, antes de certificar su abandono de la religión católica, si quiere proceder consecuente y honradamente, debe saber a lo que renuncia. ¿Qué diríamos del hombre -volvemos a repetir- que desdeñara su dignidad humana y quisiera trocarse en una piedra o en un asno? ¡Cuántas consideraciones y reflexiones no le haríamos ante esta estupidez incalculable! Pues mucho más debe plantearse el caso paralelo, con respecto a la fe. Si unos novios -o un novio- tiene problemas de fe, no se trata de coaccionarle para que, por fuerza, se case por la Iglesia. Lo que apremia es que, antes de decidir si abandona o no la Iglesia católica, con toda formalidad, examine los fundamentos de la fe, ya practicando Ejercicios Espirituales en completo retiro, ya leyendo libros en que se exponga ampliamente el contenido del dogma cristiano, ya consultando con un sacerdote que tenga claridad de cabeza y caridad de corazón para desmenuzar y contestar todas las dificultades que puedan sentir los novios -o el novio- en esta circunstancia. El Concilio Vaticano II ha reivindicado la grandeza del matrimonio con estas palabras: «La íntima comunidad de la vida y del amor conyugal, creada por Dios y sometida a sus leyes, se establece con el contrato conyugal, es decir, con el consentimiento personal irrevocable. Así, con ese acto humano con que los cónyuges mutuamente se entregan y aceptan, surge una institución estable, por ordenación divina, incluso ante la sociedad; este vínculo sagrado, con miras al bien, ya de los cónyuges y su prole, ya de la sociedad, no depende del arbitrio humano. Dios mismo es el Autor del matrimonio dotado de varios bienes y fines, todo lo cual es de una enorme trascendencia para la continuidad del género humano, para el desarrollo personal y suerte eterna de cada uno de los miembros de la familia, para la dignidad, estabilidad, paz y prosperidad es la misma familia y de toda la humana sociedad».

El matrimonio es algo tan divino que no se realiza por el simple arbitrio de un hombre y una mujer, ni por la burocracia estatal. El matrimonio requiere la presencia de Dios, encauzando y. vivificando el amor humano con un lazo invisible pero real de gracia para cumplir las grandes finalidades del matrimonio, que no se reducen ni a la cohabitación ni a la reproducción. Sino que son finalidades que deben unificar dos vidas en el mundo, y también en la eternidad. Porque los cónyuges cristianos -los bautizados-, están excelentemente dispuestos para gozar de Dios para siempre, si son fieles. Por esto es una espantosa aberración lo que se oculta en la miseria del llamado matrimonio civil.

JOSÉ RICART TORRÉNS

«EL MAÑANA ES DE HIERRO. PERO PERMITA DIOS QUE DE TODOS LOS HIERROS QUE APRIETEN EL MAÑANA, PUEDA SOLTARLA CADENA, O SIQUIERA AFLOJARLO UN POCO, LA GRACIA MERCADERA, DIPLOMÁTICA, POSIBILISTA, TRANSACCIONAL Y GENEROSA DE LA VIRGEN DE LAS MERCEDES», escribía el culturista Eugenio d’Ors. Y cada día la Virgen te quiere hacer mercedes, misericordias… Tú no te olvides de Ella rezándole cada mañana y cada noche las TRES AVEMARÍAS.