José Guerra Campos
Obispo de Cuenca
Fe Católica-Ediciones, Madrid, 1978
Contradicciones del humanismo ateo, sobre todo el que diviniza el futuro.
La reflexión sobre el enlace entre la afirmación del hombre como persona y la afirmación de Dios, y la seguridad de que son correlativos, como los dos polos de una misma verdad, el misterio del hombre y el misterio de Dios, adquiere un acento peculiar y una mayor exigencia cuando topamos con aquellas formas de humanismo ateo que ponen a Dios en el hombre, no por mera reducción explicativa, sino por divinización del hombre: los humanismos que excluyen a Dios y la religión suponiendo que los valores humanos implícitos en lo religioso pueden realizarse dentro de la acción temporal, de modo que proyectarlos en Dios sería enajenarse innecesariamente.
Tal es el ateísmo de Feuerbach y, sobre todo, el marxista. Ya hemos hablado de la «apuesta» optimista del marxismo, que no renuncia del todo a los «valores divinos», sino que pretende su realización humana en la sociedad futura. Apuesta muy comprometedora: porque no es sólo un embellecimiento ideal del objetivo futuro al que tiende la «construcción» humana, reconocido como irrealizable y aceptado como estímulo de la acción presente; la pretensión es que todo lo que ahora se vive como valor religioso podrá realizarse como valor social en la Historia. Si después de transformar la sociedad quedase alguna excepción -es decir, subsistiese en el corazón y en la mente del hombre algo, una sola aspiración, que mirase más allá del marco temporal-, habría que reconocer que ese algo trascendente es realmente constitutivo del hombre, y no una proyección ilusoria y alienante. Para declararla alienante, hay que comprometerse a predecir que ese algo desaparecerá espontáneamente cuando se realicen en su plenitud los poderes del hombre. Afirmar como posible tal humanismo futuro no es sólo decir que la religión será olvidada o será reprimida; equivale a decir que la religión será imposible, no eliminada por exclusión sino absorbida por realización intrahistórica de sus contenidos valiosos; equivale a asegurar para el futuro una autosuficiencia, una identificación del hombre consigo (con su aquí y su ahora y su contorno espacial y temporal) tan plena que no podrá sentir ninguna necesidad espiritual, ningún anhelo o nostalgia, de los que trascienden el ámbito de lo económico y de las relaciones interhumanas. Una sola excepción -por ejemplo, la misma muerte sentida como negación– mostraría que en el hombre hay un polo de tensión espiritual, que remite hacia otro Polo suprahumano.
¿Acaso hay que esperar que pase el tiempo para comprobar el resultado de la «apuesta»? ¿No es evidente ya desde ahora que ninguna transformación de las relaciones economicosociales es capaz de absorber las dimensiones íntimas y trascendentes, y que por tanto el hombre está constituido por aspiraciones que exceden su campo de acción temporal, y que la relación con lo divino es esencial en el hombre?
Además, apelar al futuro para declarar alienante la religión ha perdido toda apariencia de verosimilitud ahora que ya han transcurrido muchos decenios de experimentación marxista y se ha comprobado que, cualesquiera que hayan sido los cambios en la ordenación económica y social, no se han suprimido las alienaciones en ese mismo orden. La ilusión inicial de marxistas y de anarquistas era que, al cambiar la estructura social, o más simplemente al colectivizar la propiedad, no sólo se eliminarían los abusos, la presión de unos sobre otros y la distorsión de las relaciones sociales, sino que se modificaría la interioridad del hombre. Como reflejo inmediato de la transformación social -sin más retraso que el de un breve período de desarraigo de residuos anteriores-el hombre se volvería integralmente bueno, libre del egoísmo, acostumbrado a identificar siempre y en todo sus intereses individuales con los intereses de la comunidad. Esta situación paradisíaca no se ha dado. En los países en que se ha hecho la experiencia el tipo medio de hombre es como antes, tiene más o menos la misma dosis de egoísmo, la misma tendencia al abuso y la misma tendencia al servicio fraternal.
Si la ilusión referida al comportamiento en el marco de las relaciones sociales, que parece más realizable, se ha frustrado, ¿quién puede sostener la otra ilusión, la de que el hombre llegue a sentirse tan felizmente realizado en ese marco social que desaparezcan de raíz toda nostalgia, toda referencia que trascienda ese marco? (93). ¿No es gratuito e inhumano jugárselo todo a esa suposición que parece inviable? Esta inviabilidad debería hacer reflexionar a los que divinizan el futuro: es una pista que conduce a considerar seriamente si esa incoercible aspiración a una vida humana perfecta y feliz no expresará un valor religioso auténtico, una señal de Dios.
Es demasiado lo que se pone en juego: toda nuestra vida espiritual. En realidad, ante la suposición de un futuro incierto, se sacrifica y queda «alienada» la persona humana actual. Porque imaginemos por un momento un futuro remoto en que se hubiese logrado la sociedad perfecta: el hombre actual no va a tener parte es esa sociedad; lo mismo hay que decir de las generaciones pasadas y siguientes; y aun llegado el «tiempo feliz», las generaciones se sucederán como destellos fugaces. Toda la historia de la Humanidad habría sido un inmenso holocausto para conseguir solamente que un sector mínimo de la Historia disfrute de un cierto nivel de relaciones humanas. No parece muy satisfactorio. Y en todo caso, el hombre actual tiene derecho a pensar: si llaman «alienación» al hecho de que ahora viva en relación con Dios, hecho que moviliza en mí toda la potencialidad de la esperanza, de la generosidad, del desprendimiento, de la fortaleza interior contra mis debilidades y contra mi pecado, ¿por qué no llaman «alienación» a ese despojo evidente, que consiste en sacrificar todas las generaciones anteriores a unas generaciones de un futuro ignoto?
Aquí tocamos uno de los puntos más luminosos de la Revelación cristiana. Por la fe comunicamos con Cristo, que no es una hipótesis de futuro sino un Hermano viviente, señor de los tiempos. Él es la única garantía de que cada una de las personas, en cualquier fase del tiempo en que esté situada, puede ser más que un eslabón pasajero de la especie: es un centro de comunión con todas las demás, sin que lo impidan las distancias temporales o espaciales. Esperamos de verdad participar en la fase final de perfección de la Historia. En todos y en cada uno puede realizarse lo que el humanismo divinizado reserva ilusoriamente para los hombres de un futuro soñado; y si no se realiza, no será por imposibilidad sino como efecto de la responsabilidad. Nos sentimos integrantes de una gran comunidad, formada por los contemporáneos y no menos por los que nos han precedido y los que han de venir. j Por eso somos personas!
Esta coparticipación, ofrecida a todos, en la perfección final sólo es pensable por relación a Dios. Yerra, por tanto, el ateo cuando llama «alienación» a lo que es fundamento de todas nuestras posibilidades. Ya lo hemos dicho: si no queremos traicionar nuestra racionalidad, hemos de pasar desde la afirmación casi instintiva de nuestra dignidad de personas a la consideración del misterio de Dios, superando las actitudes de desentendimiento, de inhibición o de enquistamiento en nosotros mismos.
- Atención a la Revelación cristiana.
La Iglesia invita a los ateos a considerar con corazón abierto el Evangelio, es decir, la Revelación de Jesucristo, que es Dios visible habitando con los hombres. «A Dios nadie le vio jamás; Dios Unigénito, que está en el seno del Padre, ése nos le ha dado a conocer» (Jn 1, 18). La Revelación cristiana nos da la certeza, del Amor de Dios, disipando las ambigüedades de las manifestaciones de su Poder en la Naturaleza. Da salida satisfactoria al gran «problema del mal» (ver Primera Parte, II, 1). Nos ofrece un camino para la auténtica relación personal con Dios y para transformar las aspiraciones en participación real de su Plenitud: Jesucristo es la realización prototípica de lo que nosotros esperamos. Nos hace posible un vivir religioso que, lejos de ser alienante, corresponde a una vocación de libertad, de señorío espiritual, de eficaz dedicación al bien común. Permite la afirmación y la perfección de la persona humana, llenando de contenido las dimensiones de su interioridad y su trascendencia.
Sería inexcusable la desatención al hecho histórico de Jesucristo, la manifestación más luminosa de Dios en la Historia de los hombres (94).
Notas
(93) J. Guerra, El marxismo y la alienación religiosa, cit. en la Bibliografía.
Consciente de la imposibilidad de satisfacer la tendencia humana a la vida plena y la felicidad, puesto que el hombre es absorbido por la materia, el comunista yugoslavo Bosnjak termina diciendo que la misión de la filosofía es matar esa tendencia. «Quien vence a la muerte en el terreno de la filosofía no necesita religión». «El hombre es un ser trágico dentro del cosmos, por cuanto tiene conciencia de su modalidad… A la cuestión: ¿Para qué ha nacido el hombre?, la única respuesta posible es: Para nada». (Citas de Christentum und Marxismus, Franldurt, 1966, pág. 118, recogidas por G. Rodríguez de Yurre, Marxismo y marxistas, BAC Popular, Madrid, 1978, pág. 268).
(94) Cf. J. GUERRA, El cristianismo, respuesta radical a la vida del joven de hoy, ed. en El octavo día, Editora Nacional, Madrid, 1973 (2.a ed.), págs. 239-274. Temas: Necesidad de un sentido para la totalidad de la vida. -Fallo del humanismo independiente (humanismo de exaltación y humanismo de depresión); fallo especial del «Cientismo». -Preguntas radicales de perpetua actualidad: ¿Es persona el hombre? ¿La ley última del universo es la necesidad-azar o es la Providencia? ¿La ley y sentido de la libertad es amor? -Respuesta cristiana: en Cristo resucitado (no una ideología, sino la persona y la acción de Cristo, dogma y vida). Cristo, asumiendo la vida humana, es revelador claroscuro del amor de Dios; es liberador y vivificador del hombre total como Cabeza de una humanidad renovada. Curso de la vida humana en Cristo y en nosotros. -La vida temporal del cristiano: Cristo resucitado presente en la Iglesia. Principio animador, el Espíritu que difunde en nosotros la caridad. Moral de filiación y vocación. Esperanza activa. La «muerte de Dios» es antihumana.