Rvdo. P. José María Alba Cereceda, S.I.
Meridiano Católico Nº 168, diciembre de 1992
Nos enseña el Concilio de Trento que la fe es el comienzo de la salvación y la raíz de toda santificación. Ésa es la absoluta necesidad que tiene la Iglesia de predicar al mundo para que reciban todos los hombres la fe y se salven. Y ésa es también la necesidad de aumentar nuestra fe para cumplir el precepto del Señor de santificarnos más y más.
La fe se conserva y practica por la oración. Crece con la frecuencia de Sacramentos. Se desarrolla por el estudio. Se completa y consuma con las obras de misericordia.
Si no se ora se va apagando la fe. Ésa es la causa de tantos que dicen han perdido la fe. No han orado por soberbia. Dios resiste a los soberbios y pierden la fe que anida en corazones humildes. La frecuente confusión de los propios pecados y la comunión frecuente robustece la fe y la arraiga en el alma. Pero es preciso también el estudio de nuestra religión. Hay que ser muy enérgico para romper con toda lectura, visión de televisión, revistas, y emplear exclusivamente el poco tiempo de que disponemos habitualmente a leer y profundizar más en todas las verdades que nos enseña la Iglesia. Las mil incongruencias que se producen en el proceder de millones de católicos, incluso entre personas intelectuales, se debe a no haber avanzado en el estudio serio de nuestra fe, y en las consecuencias que de ella se derivan en todos los aspectos de la vida.
La plenitud de una vida de fe tiene la senda escondida de las obras de misericordia. Ver a Dios en todas las cosas, pero de modo particularísimo en los enfermos, pobres, encarcelados y necesitados. Ver a Dios desconocido en tantos lugares y sentirse impelido a trabajar por la salvación y santificación de las almas. Es apostolado, es la vida de la fe que se comunica para devolver a Dios la luz de las almas que le arrebató el diablo. Ser apóstoles siempre es vivir en fe y de la fe. A esa vida de fe estamos llamados.