Guerra-Campos.5Ateísmo-Hoy
José Guerra Campos
Obispo de Cuenca
Fe Católica-Ediciones, Madrid, 1978

  1. c) Aplicación a la Revelación cristiana; oración y reverencia ante el Misterio. Cuando se trata de la Revelación de Dios -aparte del impedimento radical que es no abrir los ojos, no querer ver, y aun suponiendo que se haya mostrado algún interés por las manifestaciones divinas-, hay tres actitudes que son obstáculo gravísimo; si no se eliminan, no hay «buena fe» y se puede caer en la ceguera culpable. Son las siguientes:

Primera: desinteresarse, porque la luz no parece bastante. La actitud justa es la contraria: el necesitado se interesa por la luz incipiente; de ello depende quizá el recibir más O el quedarse sin ninguna. Hablando de la incomprensión de su enseñanza, que daba en parábolas, Jesús dice algo hermoso y estremecedor: Al que tiene se le dará, y al que no tiene, incluso lo que tiene se le quitará (101). No es una fórmula paradójica de doctrina economicosocial; el que tiene la buena disposición y busca dócilmente hallará; el que desprecia la luz que se le ofrece, enquistado en sus prejuicios, puede quedarse a oscuras. Si un minero, atrapado al derrumbarse la mina, a oscuras, oprimido y en trance angustioso de asfixia, ve aparecer por una grieta una vaga luminosidad, por tenue que sea, esto le basta y le sobra para ponerse alerta por si aquello viene del otro lado de las rocas, donde hay más luz, y anuncia una esperanza de salvación; dará voces para comunicar su presencia a los posibles salvadores. Si se inhibiese diciendo: eso no me basta, no hago nada hasta que tenga luz y señales más claras, podría quedar sepultado para siempre.

Los signos y milagros del Señor en el Evangelio, manifestaciones inconfundibles de la presencia de Dios, ¿son para conducir a los hombres a la fe, y por tanto son previos a la fe? Sí, pero no es menos cierto que el Señor exige una «fe» previa, como condición para conceder signos más claros y para que los signos ya dados iluminen con eficacia. Sin una cierta docilidad confiante y sin espíritu de oración, normalmente el Señor no otorga sus signos (102).

Segunda: falta de oración. Parece una palabra extraña en el contexto del ateísmo (¿cómo orar a Dios en quien no se cree?) Pues hay que mantenerla: para hallar más luz, es preciso orar. Es una exigencia estrictamente «científica» (si este calificativo añade fuerza a la expresión): porque a cada objetivo que se busca corresponde su pro pio método. Uno es el método para descubrir. o manipular objetos impersonales, que trato de dominar mediante experiencias, documentos, compulsas, ideas, etc. Otro es el método para el «descubrimiento» de una persona y para comunicar con ella de corazón a corazón: ahí, además de las búsquedas objetivas, interviene también, y aún más, la libre manifestación de esa misma persona, su confidencia, su decisión de abrirme su mente; y si esa persona de algún modo es superior, su libre manifestación puede estar ligada a una invocación, a la oración por parte del necesitado.

Es lo que ocurre en relación con Dios. ¿Cómo puede orar un ateo, que no sabe si hay Dios? ¿Puede caer en ceguera culpable por no orar? ¿Es esto una paradoja inadmisible? No: el que se encuentra perdido en un bosque, sin saber lo que hay en el contorno, grita pidiendo auxilio; ¿a quién grita?, a nadie y a quien sea; grita por si hay alguien. Pues bien, ningún ateo consecuente podrá eliminar, en conciencia, al menos la sospecha de que haya «Alguien»; porque el ateísmo como negación estricta -lo confiesan los ateos inteligentes-es injustificable.

Tercer obstáculo: exigir más luz que la que basta para orientar la vida en confianza. Aunque podamos desearla, no nos es lícito poner como condición de nuestra fe la solución previa de todas las dificultades o la satisfacción plena de la curiosidad intelectual. Ejemplo: Jesucristo, sin palabras, por el hecho de su solidaridad de hermano con mi dolor y con mi muerte, y por su resurrección, me asegura que, a pesar de las .apariencias contrarias, puedo confiar en el Amor de Dios. Sería difícil con solos nuestros razonamientos hallar respuestas a las preguntas que suscita el «problema del mal»: por qué permite Dios esto o aquello, por qué las desgracias de los inocentes, por qué la injusticia, etc. Tampoco el Señor nos da explicaciones suficientes acerca de los modos y los porqués del dolor y del mal. Pero no son necesarias. Lo que necesito saber es la salida del dilema decisivo’: si la última clave en el plan de Dios sobre mí es amor-providencia o abandonocrueldad impasible. Si el niño tiene la seguridad de que lo que la madre hace con él es para su bien, aunque patalee en algún caso al no entender por qué le quitan de la boca la bebida dulce, que es venenosa sin parecerlo, la confianza le mantiene en el camino de la adhesión y la docilidad.

Muchas veces manipulamos insinceramente las «dificultades»: tanto los ateos cuando se les llama a buscar a Dios como los creyentes cuando se les llama a fe más viva. Y conste que se trata de dificultades objetivas. Se dirá: «¿Puede Vd. responder a esta o a esta pregunta? Mientras no me las aclaren, no creeré». Habrá que responder: tampoco’ yo tengo respuesta para varias de esas preguntas; pero eso nada tiene que ver con el fundamento de la fe. La fe no es tener una visión clara y transparente de todos los problemas; es tener un punto de apoyo firme, que’ me garantiza el sentido último de todos los demás problemas, aun sin desentrañarlos por ahora. Es típica la actitud de ciertos estudiantes de filosofía, que muy seguros de sí mismos aducen como argumento para justificar su descreimiento la Crítica de Kant. Olvidan -y si no lo olvidan, son insinceros- que todo lo que dice Kant en relación con el problema de la oscuridad de Dios lo aplica por igual al problema de mi propia existencia como sujeto personal (debajo del fluir empírico de sensaciones y pensamientos, ¿yo soy alguien consistente?, ¿existo realmente?) ¡Muchos no están dispuestos a poner en duda su propio yo!: Señal de que en relación con Dios Kant es sólo un pretexto.

Señal de insinceridad es también el engreimiento, o la hostilidad, en las dudas. Las situaciones de oscuridad deberían traducirse en más tensión, más búsqueda, más petición; se comprende que puedan llevar como a una desesperanza entristecida. Mas el engreimiento y la hostilidad denotan mala fe. Porque el supuesto fundamental en cualquier planteamiento de índole religiosa, aunque sea hipotético, es que Dios, si existe, es el que tiene razón. Yo no puedo tener razón contra Dios: no sería Dios. Por enigmático que sea para mí, lo apropiado es venerarle, no juzgarle. Es insuperable este resumen de San Agustín:

Secretum Dei intentos nos debet facere, non adversos (103). No es bueno querer enmendar a Dios antes que corregirse a sí mismo (104).

Es obligada la reverencia ante el Misterio, mientras se va aprovechando la luz que el Misterio nos da (porque el Misterio ante todo es luz), y se camina aspirando a conseguir la Visión, que es la coronación de la fe. Lo que no vale es la imposición presuntuosa de mis esquemas, según el tópico: «si yo fuera Dios, lo haría de este otro modo». Es evidente que «si yo fuera Dios», no existiría Dios… ni yo mismo.

Notas

(101) Mt 13, 12, y paralelos.

(102) Mt. 8, 10.13.26; 9, 2.22.28-29; 12, 38-39; 13, 58; 14, 31; 15, 28; 16, 1-4.8; 17, 20; 27,42; 28, 17. Me. 5,36; 9, 24; 10, 52; 16,11-14. Le. 8,13; 17, 19; 18,8; 24,11.25.41.

(103) Homilía 27 in Johannem. «Lo oculto de Dios nos debe hacer más atentos, no hostiles».

(104) Antonio de Guevara, s. XVI, Epístolas familiares, Libro 1, Epístola 36 (a un tío suyo desazonado por la cosecha apedreada): «Propiedad es de los muy codiciosos y poco virtuosos murmurar de lo que naturaleza hace-y Dios permite, por manera que quieren antes a Dios enmendar que a sí mismos corregir».